La política, dicen, es la farándula de los feos. De la misma forma, los discursos políticos suelen distar mucho de los grandes monólogos del teatro o del cine. O son acartonados y llenos de lugares comunes, o tibios, una papilla de respuestas provenientes de encuestas y de focus groups; son mendaces o incitadores a la violencia; o, al otro extremo, son, como los discursos de Barack Obama, llenos de una retórica exaltada que no va a ninguna parte.
Y luego, muy rara vez, hay discursos como el que pronunció el flamante presidente de Colombia, Gustavo Petro, el 20 de septiembre durante la 77° Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). El sudamericano empezó esbozando la paradoja de su país, que es a la vez la de América Latina: una tierra de mariposas amarillas donde no sólo bajan las aguas abundantes sino también los torrentes de la sangre.
Petro procedió a preguntarse “cómo conjugarse la belleza con la muerte”, explicando cómo la coca, planta sagrada de los incas, se ha vuelto el blanco de venenos y glifosato, fuegos que se han desatado sobre la misma selva que nos salvaría del cambio climático. Tendió luego un puente mortífero entre las dos Américas: por destruir o poseer esa hoja muere un millón de latinoamericanos asesinados, mientras que encarcelan a dos millones de afros en el norte, negocio de las empresas carceleras privadas. Y miró hacia el futuro: si la guerra contra las drogas se prolonga 40 años más, unos 2.8 millones de jóvenes estadounidenses morirán de sobredosis por fentanilo, matanza silenciosa que se yuxtapone con el genocidio cruento del sur.
Porque el culpable de romper el encanto con el terror está ahí, en los vacíos y las soledades de una sociedad que corre a vivir entre las burbujas de la droga. Una sociedad que pide más carbón y petróleo para calmar las adicciones del consumo, del poder y del dinero. Una sociedad cuyo puritanismo hace que no vea en la exuberancia y vitalidad de la selva más que como lo lujurioso, lo pecaminoso. Una sociedad de cuentas bancarias tan ilimitadas que no podrán gastarse en el tiempo de los siglos.
Yo crecí en ese Estados Unidos que describe. Conocí, detrás de la máscara de abundancia, una desesperanza tan honda que me sacó de la comodidad de lo conocido. Conocí la sequedad que encarcela las almas y conduce a sus víctimas a echar la culpa a una planta. Como Petro, quería buscar una intensidad que me salvara de las adicciones y de las nuevas esclavitudes. Como Petro, dudaba que el mercado nos salvaría de lo que el mismo mercado ha creado. Como Petro, temía que la acumulación del capital fuera la acumulación de la muerte. Como Petro, quería cambiar deuda por vida.
Y llegué a esta América Latina a la que el presidente de Colombia insta a unirse para derrotar lo irracional que martiriza nuestro cuerpo. Es una tarea que urge. De seguir ocultando estas verdades, de continuar con esta guerra fracasada, veremos morir tanto la selva como las democracias.
¿Para qué sirven los imperios si lo que viene es el fin de la inteligencia?