Con las debatibles excepciones de Cuba en 1959 o Nicaragua en 1979, el comunismo en el siglo XX en América Latina siempre fue un actor minoritario o marginal. Sin embargo, su figura siempre se exageró, cuestión que en la Guerra Fría alcanzó niveles de paranoia que no podía ser sino patológica o planeada. El anticomunismo fue no sólo el gran proyecto económico de todas las dictaduras latinoamericanas a partir de 1954, sino también una coartada para justificar golpes de Estado y prácticas violatorias de derechos humanos.
Las dictaduras anticomunistas en la segunda mitad del siglo XX dominaron el panorama total con pocas excepciones, donde destacan Venezuela, Costa Rica y México. En nuestro país no hubo un golpe de Estado justificado por el anticomunismo, dada la retórica “revolucionaria” del viejo régimen, que, si bien era autoritario, descolló por intentos de un estado de bienestar y una política exterior ajena a la agenda de la confrontación este-oeste.
El anticomunismo en México fue de excepción y discreto. Se atrincheró más en el plano social (la iglesia y entre empresarios) que en el gubernamental. Y sin embargo, el rostro represivo del anticomunismo gubernamental se ensañó contra dos sectores principales: los jóvenes y los estudiantes. La llamada Guerra Sucia y Tlatelolco en 1968 resaltan como ejemplos aún dolientes.
La conformación de una izquierda armada en México fue muy minoritaria pero relevante, con algunos rostros rurales y otros urbanos, enclavada en estados como Guerrero, Oaxaca o Nuevo León. Más allá de sus alcances, esa izquierda armada dio pábulo para que el régimen mexicano criminalizara, sin matizar, a amplios sectores sociales. Así, las radios comunitarias eran tildadas de propaganda guerrillera; los estudiantes de ambientes urbanos eran “revoltosos” y las normales rurales eran cuna de subversión. Con esas etiquetas deshumanizantes se legitimaba la represión.
El fin de la Guerra Fría desorientó a las izquierdas, al perder su referente ideológico. Pero también a las derechas, que sintieron vencer a su enemigo… pero se quedaron sin “bestia negra” contra la que justificar sus fobias.
Ese fantasma no se ha ido. Cuando ocurrió el crimen de Ayotzinapa, en 2014, donde diversos actores delictivos y estatales desaparecieron a 43 estudiantes y asesinaron a seis personas, la parte más conservadora y rancia de la sociedad mexicana insinuó que “se lo buscaron”, y otros peores que “se lo merecían”. El trasfondo era el mismo: se les deshumanizó porque eran posibles militantes de causas “subversivas”. Hoy sabemos que Ayotzinapa fue un crimen de Estado ante el cual el gobierno de Peña montó una farsa explicativa. Los 43 son víctimas, no delincuentes.
Por lo demás, resulta interesante un dato. Una fuerte vertiente de guerrilleros mexicanos en el siglo XX provenía de educación urbana e, incluso, jesuita. Suponer a las normales rurales como fuente principal de “subversivos” peligrosos es impreciso.
Pero los datos y la realidad nunca les han importado a las derechas más rancias. Al anticomunismo trasnochado lo que le interesa es estigmatizar. Así que a los que aún deturpan a los jóvenes de Ayotzinapa no sólo los aquejan fantasmas caducos de la Guerra Fría… sino también un profundo racismo.