No es nuestra rabia, sino nuestro cuidado, lo que plantará un mundo más justo y amoroso.
Tara Brach
Perdonar es difícil. Hacerlo de corazón es uno de los mayores retos para el ser humano. Conozco pocas personas con esa capacidad y a veces dudo de la mía. ¿Por qué? En primer lugar, porque el perdón nos enfrenta al límite de lo imposible. Para perdonar es necesario ir más allá de uno mismo, olvidar incluso la noción de justicia y estar dispuesto a perdonar las acciones más desmedidas. Dice el filósofo francés Jacques Derrida que las pequeñas afrentas no cuentan, pues no nos traen un dolor significativo y somos capaces de entender su intrascendencia. Por ende “lo único merecedor del perdón es lo imperdonable”, como es el caso de los asesinatos, las violaciones, los crímenes de lesa humanidad y los sucesos que rondan el horror y la idea de lo monstruoso.
Además, perdonar requiere un doble esfuerzo: un esfuerzo personal —sobreponerse al propio ego— y un esfuerzo social —sobreponerse al juicio de los demás, que pueden ver el perdón de uno como un acto de debilidad y un motivo de desprecio, lo cual pone en evidencia un claro componente machista de la idea de perdón, ya que en el inconsciente colectivo ronda la opinión de que sólo las mujeres perdonan la infidelidad del varón así como sólo los vencidos perdonan a sus agresores.
Lo que se espera, pues, de un primate de nuestro clan, es que reaccione apelando a la ley del talión, a la vendetta que opera una lógica casi mercantil de las agresiones. A la ofensa, corresponde un contraataque, o bien la exigencia de una reparación por parte de quien ha dañado.
Más difícil que perdonar, resulta convencer a alguien de hacerlo. Convencerlo de que el ejercicio del perdón se trata menos de consentir los ataques del agresor que de “renunciar a las emociones dañinas”, como lo pregona el budismo. No obstante, casi nadie quiere exponer su fragilidad y ganarse la reputación de alguien que se deja pisotear. Quizás lo que no queremos someter es nuestra dignidad, nuestra soberanía, la mirada que ejercemos sobre nosotros mismos y proyectamos sobre los demás como una coraza de respeto. Perdonar tiene que ver con esa resistencia a entregar, a ofrecer eso que también podría identificarse con nuestro dolor. Perdonar implica entregar o someter el dolor.
No es casual que en la palabra misma resida la noción del don. En lenguas hegemónicas como el español, el francés y el inglés, su etimología supone un regalo total; el prefijo “per” viene del latín y significa “totalmente”. En español es “per-don”, en francés “par-don” y en inglés “for-give”, respectivamente (si bien el inglés admite también la forma francesa “pardon”). ¿Qué es lo que se dona, entonces?, ¿Entonces el perdón no es algo que se pide, sino que en realidad se ofrece?, ¿Qué es lo que se da por completo cuando se perdona a quien nos ha perjudicado?
Entre ciertas culturas que hablan el quechua, hay un concepto-sentimiento llamado “pampachay”, que se vincula, quizás pasando por el filtro del judeo-cristianismo, al perdón. Aquellos pueblos originarios de los Andes lo entienden como una nivelación, un rito que consiste en segar la pampa en público, a la vista de la comunidad. De este modo, el corte del césped acumulado en el terruño simboliza la sanación del corazón, la limpieza de aquellas malezas que no necesita y sin las cuales el suelo estará listo para la nueva siembra y el alma para el nuevo ciclo. Al pasar por la mirada pública, este perdón no sólo es social, también es un deber comunitario.
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Entre muchas otras cosas, perdonar es reconocer. Reconocer que el otro reconoce su acto, re-conocerlo a él —entender que no es sólo la persona que ofendió— y reconocernos a nosotros mismos —entender que somos más que la persona ofendida y que además no estamos extentos de ofender y agredir, y que por lo tanto, necesitaremos del perdón de otros. En la tragedia griega, el momento de la revelación final, “anagnórisis”o auto-confrontación, es también una experiencia de reconocimiento: el público se reconoce en la tragedia de Antígona, que cumplió la ley divina de dar sepultura a su hermano y en un acto de rebeldía se suicidó ante el castigo de la ley humana que la condenaba, por su transgresión, a ser encerrada en una tumba. Ese reconocimiento no solo perdona sino que libera.
Perdonar es liberar. Al ofensor el perdón lo libera de su culpa, al ofendido lo libera del deseo de castigo y también del olvido en que estaba antes de que aquél admitiera su yerro. Una anécdota budista cuenta que dos monjes se encontraron después de haber vivido años de injusto cautiverio por parte de un poderoso rey. Uno de ellos le confesó al otro que había perdonado al monarca por su agravio, y cuando le preguntó a su compañero por él, éste respondió que de ninguna manera, que el trauma era demasiado hondo, ante lo cual el primero cejó: “entonces no has salido de aquella cárcel”.
Perdonar es borrar el tiempo, ensanchar sus confines. Hacer como que el momento de la ofensa, si ocurrió, ha pasado y sólo queda pasar una esponja y limpiar su mácula. Dar cuenta de otro tiempo, de otros tiempos; del presente, que ya no es el tiempo de la ofensa, y acaso del futuro, que no lo será tampoco. En 2015 el gobierno de España anunció una reparación de daños, un ofrecimiento de perdón: a través de una ley que concedía la nacionalidad española a los descendientes de judíos sefardíes expulsados desde 1492, a lo cual el papa Francisco se sumó pidiendo perdón “No sólo por las ofensas de la Iglesia sino por los crímenes contra los pueblos originarios durante la (mal) llamada conquista de América.
Perdonar es ejercer el poder simbólico. Es obrar, a través de la palabra, del gesto o del símbolo —pienso en el apretón de manos, en la sentencia o en la paloma blanca— el atributo de dar paz y disipar no sólo una ofensa, sino también el poder de la ofensa misma. Perdonar a una persona equivale a perdonar al resto de la humanidad.
Perdonar es permitir una revolución. Es cesar la barbarie de las venganzas, romper el tiempo cíclico y los ciclos kármicos de las guerras y el ritmo frenético de la hiperproductividad de nuestros días —perdonar interrumpe la lógica productiva, implica una detención, una concordia. Después de lo que ocurre hoy en Palestina y lo que ha ocurrido en diferentes territorios con comunidades golpeadas por los genocidios como los judíos, los pueblos indígenas, las sociedades africanas o países como Colombia, sólo un acto de nobleza y amor como el perdón, puede lograr una revolución que nos permita soñar con una realidad que haga honor a las generaciones por venir.
Perdonar es revivir, volver a nacer. Empezar de nuevo, sin el peso de la ofensa y con la vista serena, hacia el horizonte.