No enseñaré a mi hijo a trabajar la tierra
ni a oler la espiga
ni a cantar himnos.
Miyó Vestrini, Los paredones de primavera
Podríamos decir que el desarraigo es la primera condición del ser humano. Estamos desarraigados por defecto y casi por definición. ¿Qué es el nacimiento sino un desarraigo inicial? Nos cortan el cordón umbilical y nos quitan el vínculo materno, nos extraen del útero como un joven fruto, pero pronto echado a perder y listo para regresar a la fosa oscura, a la única tierra prometida, que es la del cementerio que cubrirá nuestro sepulcro. Nos arrojan a la existencia y esa violencia primordial que ejercemos, contra nuestra voluntad, sobre el mundo, es el signo de la huella que deja nuestro futuro vaivén.
Aunque se presenta de incontables maneras, la inmigración y el exilio son formas sintomáticas del desarraigo. Quienes dejan su terruño, o quienes son forzados a ello, experimentan en sus nuevas moradas una desconexión o ruptura de la cual nunca se recuperan del todo. Varios fenómenos relativos a la producción capitalista ahondan en el desarraigo: la globalización y la facilidad para volar de un país al otro se suman a cruentas realidades sociales como los conflictos armados y el cambio climático, que producen nuevas generaciones de desarraigados. Incluso, a una escala menos palpable pero no por ello menos evidente, los dispositivos electrónicos detonan nuevos desarraigos: quien tele-trabaja conoce el extraño sinsabor de estar en dos lados y en ninguno a la vez, así como quien profesa el nomadismo digital hace un desplazamiento comparable al de las almas en pena que deambulan en los recovecos del limbo.
En 1942, con una Europa ocupada por las tropas nazis, Simone Weil parte al exilio. Francesa de origen judío, abandona París con muchas penurias y luego de un breve paso por los Estados Unidos, se une a La Resistencia en Inglaterra junto a la mayoría de exiliados que siguieron al general Charles De Gaulle. Desde allí, Weil se entrega a dos actividades con el mismo fervor: realiza una huelga de hambre que consiste en ingerir una cantidad ínfima de comida, el equivalente a la ración básica de sus compatriotas que sufren la ocupación alemana; y además escribe de manera incansable el grueso de los cuadernos que se convertirían, después de su trágica muerte de inanición, en el grueso de su obra filosófica.
Entre dichas obras, salta a la vista Echar raíces por sus lúcidas formulaciones y su entusiasmo místico. Este ensayo de largo aliento procura, entre otras cosas, describir con lujo de detalles el proceso de “desarraigo” que vive la humanidad y que, a su juicio, constituye el problema más grave de todos. Entre sus múltiples definiciones, literales y metafóricas, podría decirse que el desarraigo se traduce en una ausencia de comunidad. Debido a la ausencia del estado que, como la sociedad de consumo, establece puros vínculos jerárquicos entre los individuos y los empuja a la soledad, los miembros de la clase trabajadora atestiguan una falta de pequeñas comunidades intermedias que les permitan reencontrar los lazos entre la espiritualidad y el trabajo. Con el pasar del tiempo ese vacío no hace más que crecer y termina propiciando incluso esos movimientos de desarticulación: “Hay desarraigo siempre que hay conquista militar, y en ese sentido la conquista es siempre un mal. El desarraigo es mínimo cuando los conquistadores son emigrantes que se instalan en el país conquistado, se mezclan con la población y arraigan ellos mismos. (…) Pero cuando el conquistador sigue siendo un extraño en el territorio que ha conquistado, el desarraigo es una enfermedad casi mortal para las poblaciones sometidas”.
En nuestros días de globalización, inmigraciones y exilios, valdría la pena preguntarse hasta qué punto somos resultado de un desarraigo, no sólo histórico o económico, sino también espiritual, como el que denunciaba Weil.
¿Cuáles fueron las raíces que perdimos en el vaivén de nuestra errancia?