Superior stabat lupus

Columnas Plebeyas

El aire es denso. Huele a tormenta. Tiempo de lobos, hasta que el mundo se derrumbe. Ha muerto la piedad en el corazón del hombre. 

Soplan aires de violencia, soplan aires de guerra. 

Esto pensaba mientras iba a comprar verduras al mercado. Luego vi a un perro gordo, pensé en el video de gatos tiernos que vi en la mañana en mis redes sociales, no más bonito que el de la cabrita que se agarra a cabezazos con todo el mundo. Así se me fue, de cabeza, la idea de revancha que se iba formando en la mía. La idea de justicia social, que siempre acabo articulando en mi mente cuando veo las noticias. 

Quería comprar unas berenjenas para hacerlas fritas, nomás que estaban muy guangas, al final preparé otra cosa. 

El punto es que me distraigo. Me distraigo y no puedo actuar frente a tanta barbarie, tantas bombas, tantas hipocresías, frente a la doble moral de Occidente ante un genocidio infame, el que Israel comete en contra del pueblo palestino. Como si dependiera de mí la paz en el mundo. 

Y esto me lleva, ¡por fin!, a lo que quería decirles desde un principio: el delirio de omnipotencia que nos hace creer que somos seres especiales, únicos, capaces de cambiar las suertes del mundo sólo porque tenemos un teclado a nuestro alcance. 

Esto me recordó una historia que me contó un derviche persa mientras comía dátiles y tomaba leche fría para romper el ayuno del Ramadán, durante el atardecer, en una mezquita de Ardabil. Dijo que se la contaba siempre un abuelo suyo que venía de Tracia.

Agotados por la sed, un lobo y un cordero habían llegado a buscar fresco al mismo arroyo. Arriba estaba el lobo, el cordero mucho más abajo. Desde un principio el cánido empezó a provocar al tierno lanudo con palabras hirientes.

—¿Por qué —le dijo— me ensucias el agua que estoy bebiendo?

El tímido borrego le contestó:

—Querido lobo, te ruego, ¿cómo podría yo hacer lo que me estás reclamando? El agua fluye de tus labios hacia mí, no al revés.

Y aquel, molesto por la fuerza de la verdad, le dijo:

—¡Durante seis meses me has calumniado!

Y otra vez el cordero:

—Pero si hace seis meses yo todavía ni nacía…

El lobo, furibundo por la fuerza de la verdad y por el descaro del cordero, ya perdiendo la compostura, le dijo, gritando y blasfemando:

—¡Pues fue tu padre quien me calumnió!

Y sin más, bajó rápido del cerro y devoró al cordero.

La historia, debo decir, me resultó familiar. Quizás escuché alguna versión de ella cuando era niño. Quedamos ambos un poco inquietos, pensando en cómo hay personas, pueblos, Estados, que se cubren de piel de cordero y, llorando, actúan como lobos feroces. 

Así el derviche decidió contar otra historia, para devolvernos un poco de buen humor. Habló de un viejo mulá. Un día el viejo mulá estaba hablando con un grupo de jóvenes sobre el valor de la vejez y, orgulloso, afirmó:

—No hay ninguna diferencia entre la fuerza que yo tenía de joven y la que tengo ahora de viejo.

—¿De qué deduces lo que dices? —le preguntaron.

—Pues miren, en casa tengo un enorme mortero, pesadísimo, que de joven no podía ni siquiera mover. Y tampoco ahora que soy un viejo lo puedo mover. Entonces mi fuerza no ha cambiado. 

(Si me preguntan a mí, no sé nada de guerras, de lobos, de ovejas ni de morteros, pero ya es hora de que la verdad prevalezca sobre la infamia, a costa de la vida).

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