No deja de sorprender el fragmento que, en su libro Gracias, Andrés Manuel López Obrador recupera de una carta escrita por la socióloga Irena Majchrzak, que refiere su paso por la dirección del Instituto Nacional Indigenista:
El director se enteraba de cada asunto y resolvía casi inmediatamente. Nada de burocracia. Nada de pedir requisitos, nada de “mañana”. El director, como sabes, tiene 26 años y parece que para él no hay tiempo que perder. Eso no quiere decir que se le sintiera impaciente. Nada de eso. Todo era resuelto con la mayor atención y mayor respeto posibles. Pero la idea de que no tenía tiempo para perder estaba en el aire, en el mismo ritmo con que arreglaba los asuntos y el mismo ritual que parecía ser bien conocido para todos. La eficacia, en una palabra.
Desde hace casi medio siglo tenía la misma prisa que mostró en los últimos seis años. Siempre preocupado por mover al elefante reumático, todo este tiempo ha sido consciente de que la racionalidad burocrática, es decir, la tecnocracia, no será el motor que impulsará los grandes cambios en este país.
A lo largo del sexenio, sus detractores han sido bastante mezquinos, ni por equivocación le reconocen algún logro. No tienen la obligación de hacerlo, pero sus descalificaciones programáticas los colocan en posiciones insostenibles. Un día afirman que los programas sociales ponen en riesgo las finanzas públicas, al siguiente se presentan en campaña jurando que no sólo los piensan mantener, sino incluso ampliar. Entre tanto, por seis años se dedicaron a descalificar a 27 millones de derechohabientes de quienes hoy están pidiendo su voto.
Esta negación recurrente no sólo es la premisa bajo la que construyen su discurso, sino, sobre todo, un mecanismo de defensa ante el pavor de que el tsunami de 2018 se vuelva a repetir en este proceso electoral.
Aunque lo traten de negar e insistan en que la cuarta transformación es un desastre, hay una realidad que está cambiando para millones de personas. López Obrador puede presumir que más de cinco millones de mexicanos ya no viven en situación de pobreza. Por si fuera poco, se registró una importante reducción de la desigualdad y el ingreso familiar mejoró en prácticamente todos los deciles.
En su propio juego, López Obrador demostró ser más eficaz que los tecnócratas. En definitiva, este hecho explica por qué el periódico Reforma por fin reconoce que la aprobación de su gestión es de 73 por ciento. Hasta este diario, que sacrificó incluso las reglas más básicas del periodismo para sostener su golpeteo, está dispuesto a reconocer que vivimos tiempos excepcionales. Pero, de manera lastimosa, la derecha se aferra a regresar a un tiempo que ya no existe.
Comúnmente, el ejercicio del poder desgasta; como parecería obvio, con el paso del tiempo habría más motivos de insatisfacción. Hoy, en cambio, amplios sectores estarían dispuestos a reiterar su confianza en un proyecto. No sólo se trata de los números, sino de formas de hacer política.
La sencillez del presidente contrasta con la parafernalia de la tecnocracia, llena de requisitos y normas que dilatan las respuestas, pues su función es evadir su responsabilidad. En cambio, la inmediatez con la que atendía a los chontales hace 44 años es la misma con la que hoy gobierna. Ese gesto sólo es posible para quienes han surgido de entre los más humildes. Por eso, su urgencia de hacer del gobierno un movimiento. Ese estilo único es lo que le ha permitido mantener el respaldo popular.