Mi generación nació en medio de una crisis que sólo fue interrumpida para dar paso a otras tantas. Para la gran mayoría, el desempleo no fue una situación temporal, sino una condición inducida a la que fuimos sometidos con tal de incrementar la “competitividad”. Vivimos sometidos a una política económica que día a día sacrificó las vidas concretas en favor de los mercados especulativos. Esa ha sido la historia para los que no habíamos conocido otra cosa que no fuera el neoliberalismo.
Por cuatro décadas, la política social fue la única estrategia para gestionar la crisis, pero nunca fue una herramienta efectiva para transformar la realidad de millones. Como ejemplo el último sexenio, con la Cruzada Nacional contra el Hambre, ineficaz a pesar de que se creó una centena de programas y se gastaron más de 7 mil millones de pesos y, según las cifras de la Auditoría Superior de la Federación (ASF), se logró impactar favorablemente apenas a 5 mil mexicanos.
Los tecnócratas eran expertos, particularmente, del maquillaje de cifras. Construyeron sofisticados entramados burocráticos para generar complejas interpretaciones de los números a fin de siempre tener a la mano una cifra cómoda. Lo cierto es que a la gran mayoría nos trataron como vidas desechables. De su estrategia pueden presumir que, en diez años, lograron que el 0.2% superó la línea de pobreza. En términos reales, significaba que 6.4 millones de mexicanos se sumaron a los que no tenían un ingreso suficiente para cubrir sus necesidades básicas.
Aunque faltan un par de semanas para que el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) haga el anuncio oficial, tras la publicación de la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH), se ha calculado que la pobreza multidimensional se reducirá en 8.8 millones de personas por un incremento del 11% del ingreso familiar.
No son ninguna sorpresa estos números. Desde el principio del sexenio la fórmula era clara: generar mecanismos de redistribución. Se haría una fuerte inversión en infraestructura, especialmente en regiones olvidadas. Incrementarían los recursos a programas sociales y se dirigirían a los sectores más afectados por las brechas de desigualdad. Mejorarían el salario y las condiciones laborales.
Estas medidas son el núcleo de lo que se denominó la economía moral. Al principio del sexenio dieron buenos resultados. Pero antes de que se hiciera la primera medición estalló la crisis sanitaria por el covid-19. El parón de la actividad económica generó desempleo y, por tanto, una abrupta caída del ingreso. En consecuencia, la medición de hace dos años refería a 3.5 millones de personas más que vivían en situación de pobreza. El Coneval señaló que los resultados debían juzgarse a partir de las condiciones atípicas, que debía considerarse que los programas sociales fueron clave para que el aumento de la pobreza fuera menor a lo esperado. Los tecnócratas pronosticaron que la economía tardaría más de 10 años en recuperarse, pero le tomó menos de dos. Incluso en plena pandemia se redujo la desigualdad. Los cálculos preliminares estiman que el coeficiente de Gini se redujo aún más: estiman que será de 0.4020.
Uno de los grandes logros de este gobierno es el incremento del salario mínimo. Mucho se criticó, porque se afirmaba que crecería la inflación y que resultaría un costo alto para sólo beneficiar a una pequeña franja. Sin embargo, los resultados reiteran lo mismo que se ha observado en otras naciones: cuando el salario mínimo aumenta, también favorece a todos los sectores. En un entorno internacional complicado, es posible presumir que, en términos reales, México fue el país de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) que más creció.
“Por el bien de todos, primero los pobres” ha dejado de ser un lema de campaña y se convirtió en el corazón de un nuevo modelo económico. Hoy, con la publicación de la ENIGH, es evidente el error de los agoreros de la catástrofe. Aunque los más favorecidos son los hogares con menos recursos, el impacto mejora las condiciones del 90% de la población. Más importante aún, por fin las personas volvieron a ser el centro del quehacer gubernamental. Contrario al credo neolibral, con este nuevo paradigma se ha demostrado que las cifras macroeconómicas son la consecuencia y no el objetivo de una buena planificación y, sobre todo, que México ha dejado de ser un país para unos cuantos.