En las discusiones políticas de los afectos dirigidas desde el Norte ha habido casi siempre un gran ausente: la multitud. Su dicotomía entre el buenismo afectivo y la racionalización política es una confrontación elitista: buscan conocer la técnica necesaria para lograr afectar, como convenga, a esa gran masa contemporánea y enajenada que, despojada de casi todo, retiene, cuando menos, la ilusión de elegir élites mandantes cada ciertos años. Esa retención engarza otra: la de su relevancia pragmática para los intereses de esas élites poseedoras de las cosas; es decir: objetivos liberales, irrelevantes en el fondo para el bienestar de la gente. Se hace como si los sentimientos fueran importantes sólo para asimilarlos y consolidar los objetivos del régimen egoísta. ¿Estamos, entonces, ante un mero viraje de instrumentos de opresión?
Si uno se quedara con la discusión académica de moda entre círculos pedantes, pareciera que sí: no queda más que ver quién construye o contrata mejores equipos mediáticos para afectar más y mejor a una multitud eternamente precarizada e idiota que, sin embargo, sigue siendo (cuando menos simbólicamente, para quienes creen prestar atención) la fuente de legitimidad de todo ejercicio de poder (incluso en medio de esta vorágine digital). Hay que forzar deseos… o, a lo mejor, frente al asco condescendiente, queda otra vía: la orgullosa y privilegiada indiferencia anarquista, que es el camino predilecto de aquellos a los que no les urge que nada cambie. «Si el Estado salva vidas frente a problemas de gran escala, peor para esas vidas: yo no admito formas de coordinación incompatibles con mi enorme orgullo». Dicen ellos mismos por ahí: «quieren obligarnos a gobernar. No caeremos en esa provocación». Pero eso sí: que se abran foros para que me pregunten cómo gastar el presupuesto; o que se me consulte por dónde deben pasar las tuberías del caño y a quién deben surtirle servicios públicos…
Los movimientos progresistas latinoamericanos han optado por otra cosa: se han mantenido al margen de este marco miserable y, en cambio, han llenado de pueblo la antesala de la democracia. Es decir: en lugar de enfrascarse en la idiotez bizantina que se da en las alturas de marfil, han planteado otro eje: no se trata principalmente de ser grandes afectadores por la vía de los medios de comunicación, ni de regocijarse en caprichos; se trata de recolocar al demos al centro y, desde ahí, escucharlo, afectarlo y dejarse afectar por él, pero sin quedarse ahí: después se proyectan medidas contra sus dolores de gran escala. No sólo los afectos, sino también las ideas, intereses y perspectivas del soberano se ponen al centro y se transforman en resultados materiales. Se conduce, se hace uno cargo de la tragedia y se asume la responsabilidad de que todas y todos vivamos un poquito mejor.
Esto no reniega de los medios de comunicación: les da un sentido que trasciende su función entristecedora en otros contextos globales, porque, a diferencia de allá, acá se intenta respetar e incluso incrementar la agencia de las multitudes tanto como sea posible. Y esto no se deja al arbitrio de los meros afectos, tan importantes pero también tan inciertos: hay un principio político de solidaridad que nos compromete con esta práctica. Así, no se mandata una escucha trágica: se abren los foros, se canalizan los afectos pero también las ideas… En fin: se abre el Estado para todos, hasta (e incluso, quizá, principalmente) a sus opositores y a los excluidos, a los que no cuentan con ningún otro foro ni instancia de organización… a los que no tienen otra forma de canalizar sus afectos.
Quizá es así como podremos seguir hablando honestamente de democracia. Quizá es así como se vence al árido e imbécil dicotomismo que separa lo que Baruch Spinoza había dejado fuertemente unido desde hace muchos años: las ideas y las pasiones. Quizá es así como se supera la trágica necesidad de escoger entre ser un buen manipulador o un mezquino irrelevante. Y en todo caso, es así como Latinoamérica ha decidido hacerle frente al tiempo, al dolor, a la esperanza. Sus movimientos populistas y progresistas volvieron a tomarse en serio la constitución de su propia manera de ser en el mundo.
Aún no sabemos qué saldrá de todo esto; pero sí podemos estar seguros de dos cosas. Primera: en el corto plazo ha dado ya mejores resultados que el neoliberalismo. Y segunda: esta es una manera más digna de hacerle frente a la incertidumbre que la de los sobrados y sobradas que hablan por el pueblo sin sentarlo a la mesa, o peor: que lo declaran irrelevante o prodigioso (¡como si sus objetos no fueran también artificios humanos!) desde sus hinchados y delirantes resentimientos.