Supongamos que soy atlantista. Supongamos que, en lo íntimo de mi corazón, siento que el Atlante es el mejor equipo del universo y siempre lo será. Sin embargo, si alguien me ofreciera apostar todas mis posesiones y multiplicarlas por diez mil si el Atlante ganara el próximo partido, no lo haría. Si yo realmente creyera que Atlante es el mejor equipo del universo, sería una apuesta segura, pero en realidad sé que no lo es, y ni siquiera el mejor equipo del próximo encuentro. El momento adecuado para obedecer a mi fe atlantista es el de la tribuna, donde mi convicción no tiene más consecuencias que el placer o el dolor del deporte. Mi atlantismo no incide en absoluto en mis decisiones financieras. Por eso mismo, mi fe atlantista está a salvo de los golpes de evidencia: seguiría profesando que el Atlante es el mejor equipo de universo independientemente del marcador, incluso si no vuelve a ganar un solo partido. De igual modo, cuando leo una novela o miro una película, por fantasiosa que sea, me permito sufrir y gozar con los personajes como si fueran gente real, al menos durante el breve lapso que dura el pacto ficcional, pero no tomaría ninguna decisión confiando en la intervención de Zeus, Spiderman o Belascoarán Shayne. Es inevitable e incluso sano profesar alguna que otra convicción irracional, si de ella derivamos algún placer estético o si nos hace sentir que pertenecemos a un colectivo agradable. Cuando creemos que no hay consecuencias serias, podemos actuar de acuerdo a lo que profesamos (podemos ir a una convenciones de comiqueros disfrazados de Han Solo); cuando sabemos que las hay, actuamos de acuerdo a lo que realmente creemos. Y está bien.
Lo que realmente creemos se corrige cotidianamente, ajustándose a la evidencia a partir de premisas sólidas pero no inmutables. Siendo la razón un rasgo que todos los humanos compartimos, las convicciones racionales pueden discutirse, confiando en que las mejores se irán imponiendo poco a poco, conforme la experiencia las ponga a prueba. En cambio, las identidades subjetivas no cambian y ninguna es mejor que otra. Por eso, ninguna debe intentar imponerse más allá del ámbito privado. Los problemas empiezan cuando definimos en cuáles espacios puedo obedecer a mi identidad subjetiva, asumiendo que no habrá consecuencias serias, y en cuáles debo obedecer a nuestra racionalidad común, la que se va corriendo de acuerdo a las evidencias que aporta la experiencia práctica. Tristemente, en esta época donde lo social se nos aparece como algo muy distante, mediado por redes virtuales, en las decisiones que afectan a la sociedad en abstracto cada individuo siente que puede obedecer no a la racionalidad sujeta a prueba y error, sino a su identidad inmutable, como si en ese ámbito las consecuencias de sus decisiones no fueran reales, o fueran tan abstractas que no contaran.
Como siempre, el problema se hace evidente cuando consideramos a quien no actúa como nosotros. Por ejemplo, hay mucha gente que profesa una desconfianza hacia los postulados fundamentales de la ciencia occidental. Algunos lo expresan encargando, con su propio dinero, su carta astral personalizada. Así como yo no apostaría mi fortuna ni mi vida al equipo que considero el mejor del universo, es frecuente que la misma persona que profesa la desconfianza de la ciencia racionalista apueste miles de pesos no sólo a sus postulados fundamentales, sino incluso a la precisión microscópica de sus conclusiones, cuando compra un costoso iPhone. Esa persona se juega la vida misma por la precisión microscópica de la ciencia cuando aborda un avión o se hace una resonancia magnética. En esos momentos, nuestro géminis actúa como si creyera que la ciencia es infalible, pues lo es para efectos prácticos. En ese caso, la escisión entre lo que se profesa y lo que se cree se manifiesta de manera relativamente inofensiva. Pero digamos que la persona que vuela en avión y le confía su salud a la medicina moderna, es decir, que se juega la vida por la validez de la ciencia, expresa su desconfianza por el racionalismo votando por un partido que promete prohibir la enseñanza de la teoría de la evolución o ignorar las advertencias de la inminente crisis climática. Y supongamos que no es una persona, sino miles. Estas personas creen en la evolución cuando le confían la vida a la medicina actual o a la navegación aérea, pero profesan la validez del mito bíblico cuando se trata de votar, pues las consecuencias de su voto son demasiado abstractas para ser consideradas reales. Del mismo modo, muchas personas que profesan cada domingo que regalar a los pobres todas las posesiones materiales es una condición para ganar la dicha eterna, demuestran el resto del tiempo que no creen conveniente renunciar ni aun al uno por ciento de su riqueza. En ese caso, la política se les presenta en toda su concreción, y lejos de apoyar a un partido que prometa repartir la riqueza material, como manda la fe que ellos mismos profesan, votarán por uno que proteja hasta el último de sus centavos.
Profesar en la arena pública ideas en las que no creemos realmente puede reportar ciertos beneficios de pertenencia y prestigio, y además sale barato, pues las consecuencias son inexistentes o al menos lo parecen, de tan lejanas. Lo difícil de la honradez consiste en renunciar a las ideas que profesamos cuando contradicen aquello que creemos, reconociendo que lo que predicamos para la sociedad en abstracto debe ser compatible con lo que creemos bueno para nosotros en concreto, como el acceso a la medicina más moderna y otros bienes materiales.