Este año se cumple el quincuagésimo aniversario de los golpes de Estado de Chile y Uruguay, perpetrados en 1973, y los 40 años de la transición a la democracia en Argentina, iniciada en 1983. México tiene un lugar muy especial en este escenario de conmemoraciones debido a la política exterior que mantuvo frente a estos hechos: rompió relaciones con el régimen de Augusto Pinochet, brindó protección diplomática a los perseguidos políticos de toda la región y permitió que miles de familiares y sobrevivientes a la tortura y a los centros clandestinos de detención sudamericanos encontraran aquí un territorio desde el que proyectar inéditas campañas de denuncias antidictatoriales.
Hablar de México como tierra de exilios es, para muchos, incuestionable. No solamente por el despliegue de la política exterior mexicana, sino también por lo que significó para miles de exiliados sobrevivir en el país norteamericano al terrorismo de Estado.
Pero la memoria nunca es total, en ella siempre habita un poco de olvido. Y en este caso el olvido no es menor, pues cuando pensamos en México como tierra de exilios dejamos a un lado experiencias de destierro y expatriación provocadas internamente por el mismo régimen que abrió sus puertas a los sudamericanos.
Durante la década de 1970 México también produjo sus propios exilios. Quizás el más recordado sea el de los militantes mexicanos que llegaron a Cuba luego de secuestrar un avión en Monterrey en noviembre de 1972. Otros arribaron a la isla gracias a las estrategias de captura e intercambio que grupos de militantes utilizaron para liberar a sus compañeros presos. La figura del “canjeado” no era novedosa en aquella época. En 1969 y 1970, México recibió en calidad de asilados políticos a veinte militantes brasileños que fueron liberados de la cárcel como resultado de las negociaciones que la dictadura del país lusófono sostuvo con organizaciones revolucionarias por el secuestro de dos diplomáticos de Estados Unidos y Japón.
Tenemos entonces un mapa de travesías exiliares contradictorias: canjeados que se exilian en México mientras otros parten de ese país por la misma situación.
También hubo otros exilios más silenciosos. Algunos militantes y sindicalistas mexicanos se exiliaron en Estados Unidos y tensaron las relaciones diplomáticas cuando solicitaron ser reconocidos como asilados políticos. En 1977 crearon comités de lucha para denunciar la represión ejercida por el Estado mexicano y su falso rostro democrático. Un año después, una familia mexicana, con hijos de seis y ocho años, obtuvo asilo en Venezuela luego de que su casa fuese allanada y se convirtieran en objetivo de persecución policial por supuestos actos subversivos.
De los exiliados en Europa todavía sabemos muy poco, pero algunos indicios nos permiten palpar estas contradicciones: mientras en México los sudamericanos creaban comisiones de lucha y solidaridad, en Francia e Italia los mexicanos crearon el Comité de Solidaridad con la Lucha del Pueblo Mexicano y mantuvieron un coordinado trabajo de denuncia con las madres de desaparecidos en el país latinoamericano, especialmente con el comité liderado por Rosario Ibarra.
Conocer la historia de los exilios de mexicanos y mexicanas durante la guerra fría puede resultar incómodo para la memoria del país refugio, pero también es un paso importante para comprender de qué está hecho el olvido y qué nos dice sobre nuestro presente.