Durante conversaciones con mi estimado amigo Raúl Tamez, quien además es uno de los más destacados directores de danza contemporánea a nivel mundial, tuve el privilegio de recibir su perspectiva acerca de la novena sinfonía de Ludwig van Beethoven. Según él, y algunos teóricos de esta obra maestra, el compositor alemán buscaba explicar la travesía de la vida humana con su preciosa sinfonía. Esta visión está en total sintonía con las propias palabras del músico, quien afirmaba que el propósito de nuestra existencia es acercarnos a la divinidad en la medida de nuestras posibilidades y luego compartir su energía con toda la humanidad.
De alguna manera, podría decirse que la novena sinfonía de Beethoven es una de las obras de arte más vastas, complejas y profundas que la humanidad ha producido. Su belleza se expande y penetra en nuestro ser a medida que nuestra sensibilidad artística se desarrolla. Así, la mayoría de artistas que de hecho ya consideramos muy destacados han logrado plasmar y representar en su arte pequeños fragmentos de la belleza y complejidad de la vida. Las epopeyas, sin duda, son un ejemplo de ello. Estas obras nos han regalado fragmentos de la vida que han emocionado profundamente a la humanidad, desde la maravillosa Ilíada de Homero hasta el ahora tan debatido Cantar de mio Cid.
En la actualidad, los medios masivos, como la industria del cine, la televisión, los videojuegos, entre otros, han tomado estos relatos y, de manera desafortunada en la mayoría de las ocasiones, los han ajustado, deformado e incluso destruido con el objetivo de emocionar, conmover y conectar con un público general. Sin embargo, en ocasiones surge una pieza contemporánea que logra destacarse: una pieza que no solo está creada con la misma pasión de los grandes artistas que nos han conmovido a lo largo de la historia, sino que además posee seriedad, profesionalismo y la intención de transmitirnos esos pequeños fragmentos de la vida que aún nos emocionan, como si nosotros mismos fuéramos los protagonistas de un gran viaje épico.
Indudablemente, The Legend of Zelda es una de esas hermosas piezas contemporáneas que no sólo logra sobresalir, sino que también eleva el medio del videojuego a nuevas alturas y, sin temor a exagerar, se sitúa a la vanguardia en la defensa de ese ámbito como forma de arte.
¿Mi reseña sobre la última entrega, The Legend of Zelda: Tears of the Kingdom? Basta con ver el avance para experimentar un despertar interior que nos saca del letargo y nos habla directamente, cuando la princesa Zelda pronuncia la frase: “¡Link!, tú eres nuestra última esperanza”, acompañada de una sinfonía digna de ser escuchada en cualquier recinto del mundo y que provoca que las lágrimas broten, como las que me afloraron cuando escuchaba la liberación que nos ofrece la novena sinfonía, o cuando leía de las batallas del Cid en su avance.
Lo más destacado de todo esto es que los creadores del juego se dirigen directamente a quien tiene el control en sus manos: tú eres el héroe y la salvación no sólo de esa magnífica historia épica creada por Nintendo, sino también de tu propia narrativa de lucha.
Este título rompe las barreras de la cuarta pared y desafía al jugador a enfrentarse consigo mismo con el fin de convertirse en un gran héroe triunfante cuyo premio es una vida que merezca la pena de ser vivida. Así, el juego logra alcanzar su grandioso y último objetivo: el despertar del héroe.