Tiburones en el mercado

Columnas Plebeyas

Durante el siglo XIX se vivió la tragedia del llamado libre mercado, cuando los economistas políticos abogaban por este principio. En ese entonces realmente existían unidades de capital privado que luchaban encarnizadamente unas contra otras. Pero entonces sucedió algo que ha estado fuera del foco de análisis: aquella competencia pronto fue anulada por el surgimiento de las sociedades por acciones. Es decir, los capitales dejaron de ser individuales, para combinarse entre sí. El siglo XX vio nacer conglomerados que, bajo el elástico control financiero, significaron nuevos poderes, con un alcance multiplicado que delineó la fuerza contundente de empresas trasnacionales con tentáculos en múltiples ramas de la producción y, además, cruzando diversas nacionalidades.

Las nuevas entidades económicas resultaron ser tan grandes que comenzaron a dominar por medio de la fuerza, determinando cantidades de producción y, sobre todo, precios. La ideología del libre mercado, en ese momento, ya no hacía apología de aquella competencia primigenia, sino ocultamiento de lo que realmente ocurre: el uso del poder de mercado, combinado con la influencia militar de Estados nación, que delinean un ejercicio selectivo de las reglas de la economía global para avanzar en el control de nuevos mercados: el nacimiento de la geopolítica moderna.

Lo que los economistas neoliberales siguen pensando como un mar de múltiples especies en armonía en realidad es un estanque en el que acechan tiburones gigantescos en búsqueda de alimento para seguir creciendo. Pero aquí se gesta una realidad aún complicada de internalizar: la fuerza alcanzada por estos entes no proviene de su condición privada, sino de su capacidad para organizarse colectivamente entre diferentes capitales. Es decir, se trata de una socialización dentro de los constreñimientos del capitalismo.

De esta manera, especialmente desde que logró imponer el dólar como el nuevo patrón monetario de referencia, Estados Unidos comenzó a establecer reglas e instituciones para ordenar el mundo de acuerdo a sus necesidades. El problema es que las letras chiquitas de ese contrato implican que el país hegemónico (en torno al que se congregan los capitales globales) puede suspender o alterar dichas reglas si los beneficios del “libre” comercio no le benefician.

Esto es lo que ha pasado recientemente con el aumento pronunciado de aranceles estadounidenses a la producción china. Se elevaron, por ejemplo, de un 25 al 100 por ciento las tarifas a los vehículos eléctricos; del 25 al 50 por ciento en los semiconductores y celdas solares; del cero al 50 por ciento en jeringas y agujas (un símbolo pospandémico curioso); así como otros productos que forman parte de las nuevas industrias, como el litio, aluminio y acero.

El problema es que el volumen tan pronunciado de los aranceles cataloga las decisiones como una guerra comercial, pero oculta un hecho histórico: Estados Unidos no puede alcanzar la potencia productiva de China. Por eso, el libre mercado ya sólo queda como un vago recuerdo que se esfuma bajo el escenario actual, en el que se despliega la fuerza militar para tratar de contener el avance de esta nueva economía. 

No obstante, estas medidas desesperadas anuncian, en potencia, un nuevo tipo de mercado que se avecina y en el que los países que luchan por su soberanía, como México, pueden encontrar alternativas estratégicas que lleven la política económica a ejercer un mercado no de libre competencia, sino de libre asociación. 

Compartir:
Cerrar