UNAM: el plagio y la anhelada reforma

Columnas Plebeyas

El reciente escándalo sobre el presunto plagio de tesis de la magistrada Yasmín Esquivel colocó a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) en la palestra de los acusados. Varias tesis calcadas, una asesora con cifras épicas y la sospechosa ceguera institucional revelaron apenas un hilo de la madeja de problemas que arrastra la máxima casa de estudios. Agarrados de esa hebra, en el tironeo político y corriendo contrarreloj, tirios y troyanos, sin miedo al desparpajo*, han lanzado toda clase de acusaciones: que corrupta, que amafiada, que elitista, que permisiva, que calmuda. En tiempos hiperbólicos, la exageración mide la radicalidad de aparador de las redes sociales. Más allá de aciertos o sinrazones, lo que queda al descubierto es un profundo desconocimiento social sobre el funcionamiento de una de las más importantes instituciones de educación superior del país.

La UNAM tiene muchos problemas: Un importante déficit en la capacidad de atender a un alumnado gigantesco; falta de recursos para muchas de sus actividades ordinarias; pagos de miseria para profesores de asignatura, que representan el 70 por ciento de su fuerza docente; un precario salario base a profesores de carrera e investigadores, que sólo se puede compensar mediante el sistema de estímulos a la productividad; falta de relevo generacional de académicos; lógica clientelar en contrataciones; trabajadores de confianza explotados; corruptela sindical entre trabajadores de base; fuga de recursos por contratos de servicios inflados. Y muchos, muchos problemas más, que desafortunadamente aquejan a todas las instituciones de educación superior por igual. Todo ello sucede en medio de un cúmulo de prácticas, vacíos y recovecos normativos que, enmarcados por estructuras jerárquicas, posibilitan la centralización de la toma de decisiones, el manejo discrecional de recursos y una dinámica corporativa de grupos o grupúsculos de poder en diversos niveles. 

Nada de esto es nuevo ni es sólo atribuible al pasado reciente. Algunos de los retos más importantes para la UNAM provienen de ser una institución muy añeja frente a una sociedad cambiante, tal como ha sucedido en relación con el tratamiento, la prevención y la erradicación de la violencia de género. Otros asuntos, en cambio, son el efecto directo de las políticas neoliberales aplicadas a la educación media superior y superior, y a la investigación nacional. El sistema de estímulos y el Sistema Nacional de Investigadores del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) no sólo convirtieron a los académicos de trabajadores en becarios, sino que propulsaron la investigación individualizada, la productividad a destajo, la simulación, el desprecio por la docencia en licenciatura, la búsqueda por publicaciones de escaso o nulo impacto real en casi cualquier ámbito del conocimiento, la subestimación por las ciencias sociales y las humanidades, etcétera. Todo ello ha mermado el trabajo colectivo, los cuerpos colegiados y, sobre todo, la perspectiva de largo plazo de las tres funciones que toda universidad digna de llamarse tal debe cubrir: la docencia, la investigación y la difusión de la cultura. O lo que es lo mismo, al atomizar el trabajo se pierde la perspectiva del conjunto institucional. Eso ha sido su neoliberalización.

Son viejos y nuevos problemas que en conjunto ya fueron pensados de manera crítica por la propia comunidad universitaria. Han sido l@s universitari@s los más agudos fiscalizadores de las entrañas de la UNAM. Lo afirmo en colectivo: la comunidad universitaria, porque la mayoría de los docentes, trabajadores y estudiantes nada tienen que ver con la innegable cúpula administrativa. La gran masa de universitarios jamás ha visto en persona al rector en turno. Esa burocracia dorada representa un sector minoritario que ni cediendo sus salarios a otros ramos presupuestales aliviaría los verdaderos problemas institucionales. Así lo vieron los estudiantes en huelga en 1987 y en 1999. Ambos movimientos visibilizaron que a la universidad le urgía una revisión y una reforma institucional capaz de poner en perspectiva soluciones efectivas, y para ello una de las demandas más importantes tuvo que ver con la democratización de sus órganos de gobierno. 

A esa transformación se resistieron los sectores más conservadores y sus aliados. El Congreso Universitario demandado por el Consejo Estudiantil Universitario (CEU) fue traicionado por el rector José Sarukhán bajo la prerrogativa de hacer como que se hace. Mientras que con otro rector, Juan Ramón de la Fuente, y su operador político y sucesor, José Narro Robles, la misma demanda se convertiría en apenas una teatralización en el año 2000. La idea ha sido la misma desde entonces: a la UNAM no se le toca, así se hunda en el camino.

Con todo, es la universidad pública más importante del país; y lo es porque año con año recibe a miles de jóvenes de sectores populares dándoles algo más que sólo educación. La UNAM forma, nos forma en el sentido más radical del humanismo. Y lo hace gracias al trabajo comprometido de miles de trabajadores —académicos y no académicos. Eso la hace tan valiosa para el futuro de este país, porque como afirmó Adolfo Gilly: “la universidad de masas no es un mal ni una desgracia, es una conquista del pueblo mexicano”.1 Lo que hace falta es reactualizar esa conquista y propulsar una reforma interna que la ponga en sintonía con el avance democratizador del país, y eso es competencia tanto de los universitarios como de la sociedad en su conjunto.

Notas

*Declaro: esto sí es un plagio. Copio a la calca de Fabrizio Mejía un recurso que me gusta mucho en sus columnas —y no prometo que sea la última ocasión. ¡Que me caigan las pesquisas ociosas, los bots amaestrados y los escritores amargos que salvan países de plagiadores!

1. UNAM. Reconversión o renovación. La Jornada, 17 de noviembre de 1986.

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