Por esos mismos días de la pandemia Ricardo Salinas decidió disfrazar su verdadera y personal religión, la Religión del Dinero, y empezó a externar ideas sobre el Bien Común.
Es muy fácil entender a Ricardo Salinas Pliego. Cuánto hace de forma consciente, lo hace a la sombra de un solo símbolo.
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Hacer dinero es su meta siempre y el dinero es el único marcador en su vida. Los buenos hacen mucho dinero, los malos no hacen dinero; un acto bueno trae mucho dinero, un acto miserable es donde pierdes dinero.
La Religión del Dinero: he acá su marco de comprensión del Universo.
¿Exagero?
No.
Conocí a Ricardo hace 17 años, cuando Katia D’Artíguez y yo conducíamos un programa en TV Azteca, de su propiedad, y empezamos a tener fuertes tensiones con los ejecutivos, que nos pedían que suavizáramos una entrevista con Tal personaje o la endureciéramos con Aquel, o nos prohibían invitar a Alguno más.
Le pedimos una cita.
Nos recibió en el penthouse del edificio Omega, en Polanco. Aquel piso cuadriculado con libreros de madera barnizada en oscuro y con un último sector vacío, a no ser por una mesa de vidrio, rodeado por ventanales a través de los que se mira el Bosque de Chapultepec, era su oficina personal.
Caminamos entre los libreros y se detuvo para sacar de un anaquel su libro predilecto y mostrárnoslo. Un tomo grande encuadernado en piel que sostuvo abierto entre las dos manos: la copia manuscrita de un tratado de economía del Renacimiento.
—Cuesta un millón de dólares— fue su corta descripción del tomo.
Ya sentados los tres a la mesa de vidrio, le expuse mi enojo contra sus ejecutivos censores y muy pronto nos respondió:
—La tele es un negocio, sirve para hacerme dinero. ¿Y qué vendemos? Influencia. Pero necesitamos algún programa en el que se despliegue la libertad. Si quieren, ese puede ser el de ustedes. Con una condición: rompemos sus contratos.
Levantó de la mesa de vidrio dos contratos.
—Así, si algún político se molesta y me pide sus cabezas, puedo dárselas sin problemas de indemnización.
Asentimos. Estábamos de acuerdo.
No rompió ahí nuestros contratos. Sólo los puso a un lado, en una esquina de la mesa.
Le alargué la lista de personas que habíamos querido entrevistar y sus ejecutivos nos habían censurado. La leyó interesado. Eran tres páginas de nombres. Al final dijo:
—Inviten a quién quieran, excepto a Denise Dresser, que me cae muy mal. Y tengan ráting. Si no, no me sirven.
Ese fue el pacto con Ricardo, que a mí me sostuvo en los tiempos calmos y en los turbulentos, más allá de cuando Katia y yo decidimos hacer cada cual su programa por separado, más allá de los cambios de formato, durante largos 14 años. Eso hasta que un día, recién en los albores de la pandemia del covid, me despidió vía sus ejecutivos.
Fue así: me presenté en las oficinas de la televisora para anunciar que no entraría a un foro a grabar para no contagiarme del virus, para no contagiárselo a mis seres queridos y para no propiciar el aumento de su circulación en el país.
Del otro lado de un escritorio, una ejecutiva me explicó a su vez que Ricardo ordenaba que siguiéramos trabajando para darle un ejemplo de valentía al país.
—¿De valentía? —achiqué los ojos.
Sí, de valentía. Los empleados de Grupo Salinas teníamos que ser los héroes que salvaran la economía, que colapsaría si nadie trabajaba. Mejor que muchos murieran por covid y no por hambre.
—Ay, dios —le respondí yo a la ejecutiva—, tú no te crees eso ni briaga. La verdad es que Grupo Salinas quiere seguir trabajando para hacer dinero. No quiere pagar salarios y rentas de inmuebles sin que sus 150 mil empleados produzcan dinero; y quiere, además, aprovechar que será el único grupo empresarial abierto, ¿para qué?, para hacer dinero.
La ejecutiva solo apretó los labios y yo seguí:
—Lo que les ofrezco es enviarles el programa que yo haga en mi casa. Incluso yo puedo pagar el equipo necesario para hacerlo en mi sala.
La ejecutiva, morena, veracruzana, de grandes ojos, siguió su protocolo, sin desviarse, como una robot:
—Es muy simple, si no vienes a trabajar, estás despedida.
—Se van a morir miles de personas en Grupo Salinas —le respondí—. Carajo, ¿no te das cuenta del tamaño de esto?
—Estás despedida, entonces —me dijo la ejecutiva muy amable.
—Entonces —le repliqué—, páguenme mi indemnización.
La ejecutiva se quedó quieta y con los ojos ausentes. Era consabido que Grupo Salinas no cree en pagar indemnizaciones a sus empleados despedidos injustificadamente, no cree en los sindicatos y no cree en pagar impuestos. Digamos que Salinas es un acólito puro de la Religión del Dinero, entre cuyos mandamientos está el de “cobra mucho; gasta poco; la diferencia es tu ganancia”.
En aquel entonces Grupo Salinas forró su edificio principal y las paredes de sus elevadores con un mensaje: “Somos héroes, somos imparables”. Mismo mensaje que transmitía entre sus programas de televisión.
Si uno atiende al índice letal del covid de aquellos días de la pandemia, cuando todavía no existía una vacuna ni un tratamiento eficaz para la enfermedad, un índice del 4.6 por ciento se habrá muerto en Grupo Salinas: más de 6 mil empleados. No hay, desde luego una cuenta oficial de muertos, estuvo en el interés del grupo que no la hubiera, y sin embargo sí se sabe que en esas terribles semanas salieron de su nómina, abruptamente, 14 mil trabajadores. Eso mientras las acciones del Grupo Salinas crecieron en valor 35%, según la revista Forbes.
Fue acaso la culpa de convertir muertos en dinero, no me consta; el caso es que por esos mismos días de la pandemia Ricardo Salinas decidió disfrazar su verdadera y personal religión, la Religión del Dinero, y empezó a externar ideas sobre el Bien Común. Sorprendió a todos declarándose en Twitter un ultraderechista, es decir: un libertario. Es decir: un anarcocapitalista. A mí, por cierto, sólo me sorprendieron al principio dos cosas: lo burdo de su traducción de la doctrina libertaria y su rompimiento con su anterior discreción. Si antes seguía la costumbre de los billonarios mexicanos de no mostrarse en público, Ricardo parecía obstinado en llamar la atención del público.
En realidad, su nueva narrativa era una máscara chueca y chusca: justificaba su codicia personal volviéndola una moralidad para la sociedad entera, pero al mismo tiempo contradecía su propia biografía económica.
Me explico. Ricardo decía por esos días que la gente se divide en dos: los gobiernícolas —los que creen que el gobierno debe ser un agente que regule lo económico para proteger a los menos poderosos— y los chingones —los que hacen dinero por sí solos y no necesitan de nadie—. Los “gobiernícolas” son parásitos mamadores del erario, los chingones son creativos y crean riqueza. La mentira de ese discurso radica en que, según esa dicotomía, Ricardo ha sido un gobiernícola de toda la vida, un zángano que ha hecho su fortuna con los labios pegados a la ubre de los gobiernos.
Salinas era un empresario mediano, heredero de una cadena de tiendas de electrodomésticos, Elektra, cuando en 1993 compró TV Azteca del gobierno, en una subasta amañada por el entonces presidente Carlos Salinas de Gortari para favorecerlo a él y a su socio secreto (el hermano del presidente, Raúl). Y desde entonces hasta hoy ha usado a la televisora para vender influencia a los políticos, pagada con dinero contante y sonante tomado del erario, o también en forma de contratos para sus otras empresas y de permisos extraordinarios, como la apertura de minas, así como y sobre todo en la dispensa del pago de miles de millones de pesos correspondientes a impuestos.
¿Qué ha inventado Salinas? Ni una cucharita novedosa. En lo que se ha vuelto ducho es en sacar dividendos de su relación con los gobiernos sucesivos.
A partir del 2000 ha apoyado al Partido Verde Ecologista de México; de hecho, lo ha colonizado, insertando dentro a su hija Ninfa y a varios ejecutivos del Grupo Salinas para usarlo como ariete en numerosas y bruscas negociaciones con el Estado. En 2018, apoyó a un candidato de izquierda, Andrés Manuel López Obrador, porque él, Salinas, sería el banquero de su gobierno: a través del Banco Azteca se distribuyeron las ayudas sociales, hasta que el presidente logró que se distribuyeran a través del Banco del Bienestar, fundado por su administración. Hoy, en 2023, Ricardo apoya al contendiente de la ultraderecha para la presidencia de México, Eduardo Verástegui. Fue él quien acompañó al exactor a sacar su registro de candidato. ¿Quiere decir que de golpe Salinas se ha vuelto un católico ferviente, antiabortista y obseso de la captura de pederastas, como Verástegui?
Tonterías: a Ricardo le estorban tantas causas: las complejidades intelectuales o emocionales se le atragantan. Es más sencillo: lo hace por lo de siempre, para ganar dinero. Tener un candidato en la contienda política, no importa su signo ideológico, llegado el momento en que sea posible una transacción, se convertirá en $.
Ese es Ricardo Salinas. Tal vez haya sólo algo que pueda competir en su atención con la Religión del Dinero: su orgullo ofendido cuando descubre que hay alguien que tiene otro amor más amplio, digamos la literatura, el amor por el prójimo, la creencia en otro dios, las ballenas, la vida, el Universo.
Termino este ensayo con algunos datos económicos que han de reconfortar el corazón de algunos lectores.
Este 2023 las acciones de TV Azteca se desplomaron 30 por ciento. Salinas no quiso pagar lo que le debía a un grupo de acreedores norteamericanos, ellos exigieron el dinero legalmente, la empresa se tambalea al borde de la bancarrota. Es decir, lo que sus acciones remontaron en la pandemia al costo de muertes de trabajadores para ahora se ha evaporado.
Por mi parte, la ley me concedió una indemnización por despido injustificado.
Y por fin, en los últimos dos años Salinas ha tenido que pagar los impuestos que adeudaba al Estado, casi íntegros, aunque todavía debe algunos miles de millones.
Escribía al inicio de este texto que es muy sencillo comprender a este personaje. Otra vez lo digo en estas últimas líneas: el único trámite difícil para entenderlo es aceptar su abismal simpleza. Es un monoteísta fanático del dios que cifra un símbolo.
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