Quedarán como testimonio para el futuro todos los intentos por reflexionar lo que fue la propuesta constitucional chilena que se rechazó el 4 de septiembre de 2022. Quedará la misma convención constitucional como un laboratorio que tuvo encima los ojos y las esperanzas de quienes investigan las formas democráticas, y el intento de Chile por solucionar una crisis de la manera más procedimental posible. A estas alturas han aparecido interesantes reflexiones de autocrítica y algunos levantamientos de datos.1
La mayoría de las personas especialistas que nos observaban como nación indicaba que se trataba de una constitución inédita, de avanzada. Una constitución nunca antes vista donde se respondía a los problemas que nos ha traído el extractivismo y se reconocían los derechos de la naturaleza. Quizá es este el punto menos controvertido, pero a la vez un aspecto que pone alerta a quienes están más preocupados del capital. Una carta que consagraba la igualdad sustantiva a tal punto que no eran relevantes las diferencias de identidad de género, de orientación sexual, ni de raza; es más, se enunciaban como formas de vida explícitamente estas y otras más, como, por ejemplo, la referencia a las personas neurodivergentes y los animales. Esta cuestión llevó a parte de la gente a declarar que nos estaban entregando una lista de supermercado donde cada quien enunció lo que quería.
El derecho deja rígido
un momento, lo codifica
y en esa codificación el
detalle termina siendo
un monumento, un objeto
de museo que cristaliza
las demandas de una época.
Otra de las cuestiones a resaltar era la plurinacionalidad que no pasaba más que por una amable declaración de buenas intenciones, pero reconocía sin duda un grupo excluido y maltratado por el racismo que cruza Chile. Me atrevería a decir que eran estas dos cosas las más reales que causaban objeción. Abundan otras razones del texto, que tienen relación con la difusión de fake news y la doctrina del shock que viene asociada a ella. Por ejemplo, se divulgó que se abolía la propiedad privada y que, por tanto, los hogares eran expropiables, que no serían heredables los ahorros de pensiones. Otras mentiras se enfocaron en las clases media y conservadora, como que las personas privadas de libertad podrían llegar a ser presidentes o que se acerca el comunismo: posturas que intentan atemorizar a la gente. Para coronar el panorama de desinformación, se prohibió a las instituciones del Estado hacer campaña, por lo que municipios y algunas universidades del Estado no podían hacer lo que debían, que obviamente no era construir campaña, sino difundir el texto discutiéndolo en tanto que documento. La autocrítica que nos debemos hacer se levanta desde esta situación.2 ¿Cómo llegaron a prosperar las fake news hasta el punto de que la gente fuera a rechazar la propuesta?
Creo que lo que vivimos en Chile el 4 de septiembre y las protestas que se reactivaron con aún más fuerza al día siguiente por parte del movimiento de estudiantes secundarios muestra la profunda crisis de representación a nivel mundial, el fuerte cambio generacional que estamos viviendo y la desconexión que existe desde la nueva élite —la universidad— respecto de la realidad de todas aquellas personas chilenas que realmente pensaron que iban a tornar su país en un espacio más seguro, tanto económicamente como en su cotidiano, si rechazaban la propuesta constitucional.
Vale la pena, entonces, analizar estos puntos, y parto de atrás para adelante. Ha sido casi un leitmotiv repetido en algunas discusiones académicas de izquierda declarar que ojalá la revuelta no se pierda de vista en el proceso constituyente. El origen de la convención se indicaba en este acontecimiento, creo que es importante destacar que el estallido social de octubre de 2019 sigue siendo una explosión de malestar que tiene pocos rasgos comunes. Viendo algunos de los testimonios recopilados en torno al rechazo, se identifican los mismos malestares hoy: educación, salud y pensiones. Todo lo demás es un cúmulo de intereses personales e individuales anclados en el temor de perder lo que el capital da. El proceso constituyente se venía demandando con rastros escritos desde 2012, con un intento fallido previo en el segundo gobierno de Michelle Bachelet. Que el malestar haya decantado en el proceso constituyente fue sólo una oportunidad que se tomó y que por ahora se perdió. Los cambios que se demandan en la calle exigen una solución más inmediata que debería ir en paralelo.
Retomando: lo que en varias discusiones se pensaba era que la convención podría perder de vista su origen en el estallido. En algunas ocasiones hablamos del valor que tiene la experiencia para lo político y cómo el proceso jurídico que estábamos viviendo no debía olvidarse de ella. Si bien la atención la pusimos en su inicio, nunca se consideró el itinerario en el que estábamos, simplemente confiamos que en la convención por fin estaba representada la gente común. Es relevante el punto de la experiencia porque una de las cosas que nos pasó la cuenta fue la falta de ella. Personalmente me encuentro entre quienes votamos “Apruebo” con objeciones que eran, para la mayoría de mis interlocutoras, cuestiones más bien técnicas. Por ejemplo, el enunciar todas las formas de vida para dar cuenta de la igualdad sustantiva. No porque no esté de acuerdo con reconocerlas, sino porque veía el problema futuro: siempre nos faltará nombrar a alguien —no me percaté del ahora.
El derecho deja rígido un momento, lo codifica y en esa codificación el detalle termina siendo un monumento, un objeto de museo que cristaliza las demandas de una época. Irónicamente, desde el 2019 el mundo entero se encuentra derribando monumentos. Pensando en la cristalización de enunciarnos como país plurinacional, feminista, ecológico y otras cosas más, ¿podríamos decir que Chile es feminista?, ¿podríamos caracterizar a la gente de Chile como gente tan deconstruida que puede respetar las disidencias o hablar en inclusivo sin hacer un esfuerzo reflexivo importante cada vez que habla? Pensaba en la experiencia que tenemos en las universidades después de las tomas feministas de 2018, donde explotó el abuso de poder, pero también el problema que existía en el espacio universitario, tanto en lo horizontal como en lo vertical, respecto de la violencia de género y sexual. Pensaba en las veces que me tocó dar inducción del protocolo de discriminación arbitraria y violencia sexual a mis estudiantes de primer año, en mi antigua universidad; o el curso de género y cultura que di este año sin ser especialista en feminismo, ni en género. Lo que he hecho en esas instancias es generar un espacio de sensibilización y debate respecto de cuestiones que pasan al interior de nuestra comunidad universitaria para propiciar relaciones respetuosas y que reconozcan lo que el cambio generacional está demandando. Lo que he constatado en estos lugares y también en mi vida como madre de un adolescente es que la clase cruza de manera dolorosa nuestra realidad chilena sobre todo en estos aspectos. Que no sólo en las universidades hacemos estos esfuerzos para generar mejores espacios de convivencia respecto de nuestras identidades de genero u orientación sexual, lo hacen también en estos momentos las escuelas públicas, y hay un trecho largo que andar todavía para poder decir que somos un país feminista. Somos un país machista que cada vez toma más conciencia de estas cosas, si bien espero vayamos camino del feminismo. Lo mismo con la plurinacionalidad, Chile es un país racista consigo mismo. No hay respeto por las naciones indígenas como corresponde y tanto en los espacios universitarios como escolares nos encontramos con la segregación tanto de raza como de clase. Pienso en la película Mala junta de la directora Claudia Huaiquimilla y estrenada en 2017,3 es un deber para Chile verla. Podría indicar frases despectivas con las que me he topado en el espacio universitario, como “no querer que un roto me mande” o la declaración de un buen amigo mapuche cuando nombraban salas con las primeras mujeres de la profesión. Sabiamente me decía: “Va a pasar mucho tiempo antes de que una de estas salas lleve el nombre de una persona mapuche o de alguna persona de las naciones que nos componen como país, se reconoce a mujeres de cierta élite pero no a quienes vienen de las naciones, ese es un hecho”. Estos antecedentes vinieron a mi memoria después del golpe que significó la votación del domingo. Abundaron comentarios clasistas por redes desde el apruebo, porque, sí, el apruebo fue clasista. No olvido haberme topado en las redes de un constituyente de izquierda con un fragmento de una conocida serie de televisión, donde un padre le dice al hijo que no espera que sea constructor sino ingeniero. Aún en Chile se ven mal los oficios y las vidas que no tienden a la educación universitaria. Luego del domingo del plebiscito, no me abandona la amarga sensación y constatación de lo encerradas que estamos en nuestras oficinas de la universidad. La poca relación que hemos cultivado el 38 por ciento del apruebo con la realidad del país.
Bajo la sombra de la experiencia faltante, pensaba que esta semana volvió el movimiento estudiantil a la calle a demandar que se cumpla la promesa del proceso constituyente. Quienes protestan posiblemente son hijas e hijos de quienes rechazaron. En la universidad aún estamos en proceso de generar ese cambio, cruzado por la clase, de aprender a tratarnos. Las madres, padres, abuelas y abuelos de esa juventud que sigue reclamando probablemente continúan naturalizando tratos discriminatorios y violencia; los chistes que discriminan deben seguir acompañando el almuerzo familiar.
Mi último breve punto gira en torno al tipo de legitimidad de quienes fueron representantes en la convención constitucional. Un proceso que se ejecutó con las mismas lógicas de procedimientos de legitimación de la política profesional. Que llamó “hacer campaña” a socializar la propuesta constitucional. Elegimos personas que eran asombrosamente jóvenes y que ya tienen en sus hábitos el cambio de época que experimentamos, por tanto pueden dar cuenta de ella, pero ese cambio de época no expresa a la gente a la que representaban. Confiábamos que eran el nexo con la experiencia, que eran nuestros ojos y oídos, la boca de quienes representaban, y no lo fueron. En el espacio de la política profesional se perdieron unas personas más, otras menos, en la legitimación del carisma que saca el like, que suma seguidores. Largos live como si fueran estrellas o las dinámicas de un reality show. La mayoría de las personas que representaron movimientos sociales venían del espacio universitario y les pasó lo mismo. Detrás de ellas no había nadie, en los distritos que representaban ganó el rechazo estrepitosamente. Y sí, es verdad que tenían todo en contra, pero lo que podríamos tener a favor era el nexo con la realidad de nuestros territorios, y no existía.
Urge volver al rol público de la universidad, volver a conectarse con la gente y sus problemas, educar y llevar los diferentes saberes por el camino en que nos construimos colectivamente. Hemos vivido tanto tiempo en la lógica individualista que se nos ha olvidado pensar en colectivo. Si esta propuesta no se hubiese plebiscitado nos regiría hoy, y tendría el mismo rasgo de clase de las constituciones precedentes: fue escrita en general por una élite, salvo algunas excepciones presentes.
NOTAS
1 Por dejar algunas columnas disponibles: Daniel Chernilo en El mostrador y Fernando Parician en la Revista Anfibia, o bien la antropóloga social Natalia Caniguan en el texto “La autocrítica mapuche al plebiscito”, aparecida en La Segunda el 8 de septiembre de 2022.
2 Un rápido y acotado levantamiento de información se puede encontrar en este trabajo del Centro de Investigación Periodística (Ciper).
3 Se puede ver en la plataforma Onda Media.