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Por un humanismo radical

Los primeros utopistas imaginaron proyectos sociales radicalmente distintos a sus entornos efectivos. La historia como asunto humano abrió paso a la imaginación política.

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Se dice que la respuesta dada por Karl Marx a sus hijas Laura y Jenny sobre cuál era su máxima favorita fue: “Soy un ser humano, nada humano me es ajeno”. La frase, extraída de una comedia del romano Terencio, que habría vivido un par de siglos antes de Cristo, hace pensar en qué cosa pudo haber comprendido el comunista Marx por ser humano.

Para algunos, sobre todo para sus críticos conservadores, el filósofo alemán representa el paradigma de una ideología que divide a la humanidad. Les escandaliza y horroriza la descripción marxiana de la conflictividad social como resultado de la confrontación entre clases, es decir, como efecto de un proceso general en el que los intereses de quienes se enriquecen a costa del trabajo ajeno chocan con los de quienes sólo viven de su trabajo. Esos mismos detractores, particularmente, liberales y, su versión remasterizada, neoliberales, al mismo tiempo, pregonan a diestra y siniestra que si bien es innegable el hecho de que todas las personas nacemos bajo un condicionamiento económico, deberemos nuestro éxito social únicamente a la voluntad, la laboriosidad y el talento innato porque en el fondo, muy al fondo, todos somos iguales y aspiramos a lo mismo.

Esa igualdad, así dispuesta, es pura palabrería. El sentido común de la ciudadana o del ciudadano de a pie no requiere de ningún comunista radical para saber que en el mundo actual quienes viven en condiciones de pobreza y desigualdad pelean con uñas y dientes para tener un trabajo, educación, salud y una vida digna, la mayoría de las veces sin éxito duradero ni certeza alguna. Mientras hay quienes llegaron a la carrera de la vida moderna con un tramo ya bastante adelantado y resuelto gracias a su capital social, cultural y económico, entre otros privilegios. Lo interesante es que la situación material, sin ser el único factor determinante de los desequilibrios sociales ni mucho menos de la pluralidad humana, sí obliga a poner la mirada crítica en un plano muy básico de la reproducción social. No es lo mismo esperar a que llegue la quincena para alcanzar a cubrir los gastos ordinarios que sólo atender a la reinversión del propio capital en la perspectiva de ganar más de lo que ya se tenía. Esto nos coloca en lógicas vitales diferentes. Encumbra a unos —poquísimos— mientras somete a otros.

No se puede, entonces, pregonar con honestidad la igualdad si al mismo tiempo se acepta la reproducción de formas de organización social que incesantemente generan privación, exclusión y explotación de millones de personas. Esto ya se había pensado mucho antes del viejo Marx. Y se sabía también que las asimetrías en las condiciones materiales de la vida no son sino resultado de la forma en la que organizamos la economía y distribuimos la riqueza social, por lo que, en consecuencia, están vinculadas a la política. Porque si hay algo que caracteriza a la moderna forma de organizar y entender la política respecto del pasado es la idea de que lo público —competencia de todos— es un asunto humano y no el designio de ningún destino ni entidad suprema que legitime su apropiación oligárquica.

Lo humano se erigió como eje de interpretación de la política desde los orígenes de la modernidad occidental en el Renacimiento, con el surgimiento del humanismo, que entonces se refería a la preocupación por la educación y la formación del ser humano como estrategias para potenciar al máximo lo que se percibía como su dimensión espiritual. Es también el momento en el que la historia adquiere sentido, pues se toma conciencia de que en ella se resuelven las acciones que en cada caso articulan y comprometen el presente con el pasado y, por supuesto, con el futuro. Se visualizó al ser humano como un ser histórico que en su actividad cotidiana y en los grandes acontecimientos moldea las posibilidades venideras, individuales y colectivas. No hay destino, sino historia. Y en ella la política adquiere centralidad y se dispone como un asunto de interés común. Nada hay de casual en que el pensamiento utópico surgiera precisamente en ese momento; si los seres humanos somos los responsables del presente, también podemos moldear idealmente el futuro al que aspiramos y, como efecto, adecuar nuestros actos a ese objetivo. Tomás Moro, Tomás Campanella y Francis Bacon, los primeros utopistas, imaginaron proyectos sociales radicalmente distintos a sus entornos efectivos. La historia como asunto humano abrió paso a la imaginación política.

De ese mismo espíritu se alimentó el ideario del cual abrevaron los revolucionarios franceses, los independentistas latinoamericanos, los comuneros parisinos o las sufragistas inglesas: ilustrados radicales que creían que la razón era una fuerza emancipadora de la que todos podíamos servirnos por igual para crear sociedades más justas y equitativas. Libertad, igualdad y fraternidad, consignas que, asumidas con vehemencia, tomaron una deriva que confrontó al menos dos grandes perspectivas del humanismo. Una que hasta la fecha piensa al ser humano como ideal al que se aspira, tomando una serie de principios que presuntamente todos compartimos: bondad, amor, solidaridad, etcétera; valores sin duda relevantes desde un marco de acción ético, pero que en cada caso, dispuestos en su generalidad, nada dicen sobre cómo habría de vivirse de acuerdo con ellos, y cuando lo hacen, siempre van cargados de una moralidad o de un sesgo cultural, religioso, político o de género. Y esto último es lo que habría que visibilizar según la otra gran vertiente del humanismo: una mucho más radical y crítica por sus principios, pues implica asumir el hecho de que los seres humanos somos seres social e históricamente determinados, por lo que aquello que vivimos como amor o solidaridad adquiere matices y se configura también simbólicamente desde las interacciones específicas de nuestra acción social. Implica reconocer que nos hacemos los unos a los otros dentro de un marco parcialmente prefigurado.

La solidaridad entre mujeres, por ejemplo, se ha puesto en discusión en los últimos años. Incluso se le ha nombrado de manera específica como sororidad. Pero, ¿podríamos decir que por sororidad entienden lo mismo las empresarias para las que el éxito femenino se mide en igualdad de oportunidades de ocupar cargos ejecutivos o puestos de dirección, que lo puesto en práctica por las madres buscadoras en México? Para las primeras todo se reduce a la oportunidad de ocupar los espacios de dominación de los que habíamos sido excluidas; para las madres buscadoras el apoyo mutuo es el sostén y la única trama colectiva con la que pueden actuar. Los intereses y las redes de unas y otras podrían entrar en abierta colisión, evidenciando que no basta con reconocerse como mujer para compartir la misma visión de mundo. El contexto hace la trama; nosotros decidimos el estilo. Lo mismo puede decirse sobre muchos otros valores que sólo articulados entre sí y enmarcados por las condiciones efectivas de nuestro actuar adquieren un significado que prefigura de qué hablamos cuando hablamos del ser humano.

El humanismo aburguesado omite toda consideración histórica y social, y especula sobre nuestra espiritualidad, ignorando las condiciones reales con las que las personas lidian en el día a día. Es un humanismo autocomplaciente de doble moral que al mirar la vida cotidiana de las mayorías antepone sus intereses, beneficios y privilegios particulares, ocultándolos bajo el velo de un concepto de ser humano sin asidero concreto. Por eso hablan de aspiracionismo o de emprendurismo, y otros horrendos neologismos más. Les parce autoevidente que compartimos valores y que todas las personas deseamos lo mismo que ellos: anhelamos la vida de los winners que escalan al punto más alto de una sociedad estratificada e injusta. En tanto, intentan convencernos de que si bien la política es asunto de todos, más vale dejarla en manos de quienes han ascendido más y mejor. Buscan privatizar lo público gracias a una organización económica que se los facilita bajo el halo de un discurso apaciguador.

Contra ello se puede sostener un humanismo radical que no caiga en el equívoco de pensar al ser humano como una aspiración abstracta y desmaterializada, sino como una reivindicación de la antigua idea humanista de que todos podemos desarrollar nuestro potencial porque la historia es un asunto humano y, por ende, mutable. Lo que no significa que tienda necesariamente al bien o a lo mejor, sino que es resultado de la libertad y la falibilidad. Bajo esta prerrogativa, y siempre atendiendo a las condiciones materiales en las que acontece la comedia humana, el humanismo asentado firmemente en lo social se vuelve un compromiso con el presente. Así lo pensó Marx, años antes de que sus hijas le aplicaran lo que se conoció como el “Test Proust”, en sus Manuscritos económico-filosóficos de 1844:

“El hombre es un ser genérico no sólo porque en la teoría y en la práctica toma como objeto suyo el género, tanto el suyo propio como el de las demás cosas, sino también (…) porque se relaciona consigo mismo como el género actual, viviente, porque se relaciona consigo mismo como un ser universal y por eso es libre”.[1] Nada humano me es ajeno, en la medida en que soy capaz de reconocerme en la vida concreta de l@s otr@s.


[1] Karl Marx, Manuscritos de economía y filosofía, Madrid, Alianza, 2009, p. 111.

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