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Pérdida y recuperación de lo público en la salud y el bienestar

La rectoría de los gobiernos emanados de la voluntad popular sostiene la soberanía para establecer los equilibrios más convenientes entre las necesidades individuales y las colectivas

Para la mayoría, el propósito fundamental de la cuarta transformación de la vida pública en México es promover, proteger y defender el interés público. No otra cosa. No impulsar intereses circunstanciales, de grupo o intereses en torno a los aparatos de gobierno. Estamos por lo público y lo público pertenece al pueblo de México, a las personas, a las comunidades que están esperando una transformación radical y profunda.

Cuando se reconoce haber perdido lo público es porque lo que antes fue reconocido o surgió como bienes públicos se ha convertido, progresivamente, en materia privada. La propiedad pública se privatizó,  pero no sólo eso, también se ha restringido el acceso público a los servicios, a los bienes, a los medios de producción, que son necesarios para satisfacer derechos: individuales y colectivos.

Hoy hablamos de recuperar lo público. No solamente visualizarlo o reconocerlo, sino recuperarlo. Como se sabe, a lo largo de las cuatro décadas más recientes se ha reducido el espacio de lo público a nivel nacional, regional y global. Restituirlo y ampliarlo requiere un esfuerzo deliberado y la transformación profunda de las bases jurídicas, estructurales, orgánicas y culturales que dieron lugar y apuntalaron la privatización de lo público.

Desregular los procesos y actividades encaminados a proteger la salud fue un elemento clave de las reformas neoliberales que desmantelaron lo público. La rectoría de los gobiernos emanados de la voluntad popular sostiene la soberanía para establecer los equilibrios más convenientes entre las necesidades individuales y las colectivas. Estos equilibrios son cruciales para lograr el bienestar social incluyente. Esa rectoría es indispensable para restringir la acción privada cuando amenaza, vulnera o limita el interés colectivo. El sector privado percibe esa soberanía de regulación como una amenaza a sus intereses. Por eso la política neoliberal estableció que desregular es un objetivo estratégico.

Con la ofensiva neoliberal, en la década de 1980 inició un extenso proceso de deconstrucción jurídica de los derechos sociales y los bienes públicos en casi todos los países subordinados a las potencias económicas hegemónicas. En el caso mexicano, esta regresión tuvo consecuencias brutales porque involucró contrarreformas constitucionales que revirtieron conquistas sociales ganadas a sangre y fuego desde la Revolución de 1910, ejemplo virtuoso de gobierno con orientación social. A estos cambios siguieron reformas en leyes secundarias que terminaron de cercenar derechos sociales fundamentales.

Tres campos, que determinan socialmente la salud y el bienestar, son emblemáticos del proceso de desregulación neoliberal y sus efectos nocivos para la salud y el bienestar. El primero es la desregulación ambiental. Conservar o reproducir el medio ambiente es intrínsecamente benéfico a la colectividad. Aunque podemos utilizar recursos del ambiente de manera individual, fundamentalmente los aprovechamos en forma colectiva: el aire, los mantos de agua, la fauna, la flora, los suelos, los mares, etcétera, generalmente se utilizan en colectividad.

Para expropiar, controlar o usufructuar la naturaleza, los capitales globales y sus reproductores nacionales necesitaron desmontar la capacidad de los estados soberanos para garantizar la conservación y seguridad ambientales. Desregular el aprovechamiento ambiental abrió el camino para que cualquiera que tenga la fuerza material, económica o política de explotar o expropiar la naturaleza, lo haga sin asegurar su conservación, ni obligarse a garantizar el acceso social a recursos fundamentales. Así, durante las cuatro décadas más recientes, conforme desaparecieron los controles legales y sociales que preservan el sentido público de los ecosistemas y sus recursos, se erosionó el ambiente por la explotación desmedida de la flora y la fauna, la implantación del modelo de producción agroindustrial, la erosión de los suelos, la contaminación del aire y el agua, y la reducción de la biodiversidad.

El segundo campo importante es la desregulación laboral. En las relaciones entre el capital y la fuerza de trabajo, el proyecto neoliberal requería negar o cancelar los derechos individuales y colectivos que limitaran la reproducción y concentración de la riqueza por parte de la oligarquía. El capital desea expropiar con mayor soltura, con mayor libertad, la plusvalía generada por la clase trabajadora. Por ello, la oligarquía intenta que no exista conciencia social o reconocimiento jurídico de que la riqueza se produce colectivamente y se expropia de manera individual.

Para justificar esta debacle, el capital recurrió al discurso de la libertad de comercio, la libertad económica, la libertad empresarial. Se les reconocieron derechos humanos a las empresas y corporaciones. Los seres humanos y su bienestar quedaron relegados. Se desterró, como indeseable, la historia de las luchas sociales relacionadas con el trabajo y, así, empezó la otra gran guerra, la guerra cultural. Estigmatizaron cualquier demanda de justicia social y la defensa de los derechos como aventuras erráticas, supuestamente derivadas de una ideologización peligrosa.

Proclamaron que las ideologías se habían suicidado para dar paso al reconocimiento de realidades objetivas y pretendidos consensos. Insistieron que tales realidades sólo debían ser analizadas por personas técnicamente expertas para quienes los derechos podían ser ignorados si limitaban la productividad y la competitividad económica. En el campo laboral, esto incluyó desde lo más elemental, como las condiciones de contratación, el salario y las reglas de su crecimiento o el reparto de utilidades. También fueron cercenadas, de acuerdo con las prioridades del capital, las formas de organización y, desde luego, el régimen de pensiones.

Finalmente, el tercer ámbito relevante de desregulación es la salud y el derecho de su protección. México nunca tuvo un sistema de salud completamente universal que pudiera satisfacer las necesidades de toda su población. A partir de la Revolución, particularmente en la era cardenista, se expandieron progresivamente las capacidades de prevención, control y atención de enfermedades. En 1943, con el establecimiento de la Secretaría de Salud y la fundación del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) esta expansión de capacidades y servicios se formalizó en el modelo convencional de seguridad social de la época, ligando la protección de la salud y un amplio paquete de servicios sociales con la condición de empleo. Este proceso de expansión de lo público en el campo de la salud y la seguridad social, impulsado por el gobierno, terminó a finales de la década de 1970. Después vino el estancamiento, seguido del desmantelamiento cada vez más acelerado, de lo público en el sector salud.

En la década de 1980 ocurrió lo que ya se sabe: el capitalismo global entró en crisis. El capital necesitaba expandirse y sus dueños se plantearon hacerlo en los países de ingresos medios que eran economías emergentes de la época, incluyendo México —entre otras razones, por el famoso boom petrolero de los años 70—. Tomaron por el cuello a gobiernos de países cuyas economías estaban devastadas por razones diversas —como la corrupción estructural promovida por el propio sector privado— y se les ofreció salir de la deuda a cambio de que mordieran el anzuelo de las reformas estructurales.

Esas reformas, cuyo signo característico fue la reversión de políticas sociales, implicaron dos preceptos fundamentales. Primero, reducir la inversión pública y social —las instituciones gubernamentales, las empresas públicas y los servicios que ofrecían— para que fueran reemplazadas por inversiones privadas. Segundo, acotar la soberanía de los gobiernos y su capacidad de garantizar los derechos sociales para lograr relaciones sociales favorables a los intereses del capital global.

En ese contexto, la salud fue escenario de amplias tendencias privatizadoras. El cuidado de la salud es una de las empresas lucrativas más grandes del mundo. Toda la industria de la salud empezó a expandirse a partir de la inversión privada y se abrieron nuevos espacios de negocios con reglas desfavorables para el sector público, su principal comprador: medicamentos, vacunas, equipo médico, equipos de protección personal, insumos consumibles, instalaciones, tecnologías, sistemas de información, etcétera. Igualmente, se estimuló la industria de seguros de salud y de vida, así como su correlato en la previsión social y las pensiones.

La formación de personal de salud en universidades y escuelas públicas fue acremente limitada. Esto se justificó con una idea fantasiosa de que el mercado ya no requería tantos profesionistas y se alentó el crecimiento de la oferta educativa privada. Por ejemplo, en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), máxima casa de estudios profesionales del país, las generaciones de la Facultad de Medicina se redujeron diez veces, pasando de 10 mil estudiantes a menos de mil; con proporciones de egreso oportuno sólo cercanas al 25 por ciento. Esta política impulsada por el gobierno de los años 80 y sostenida por los siguientes neoliberales es la causa directa del enorme déficit de personal de salud que hoy enfrentamos, estimado en más de 250 mil profesionistas.

A mediados de esa década, también aparecieron los primeros hospitales privados grandes, que contribuyeron a debilitar al sector público al absorber una parte sustancial del personal médico especialista que trabajaba en las instituciones públicas, y dejar un vacío generacional que afectó la formación de nuevo personal. Esta migración del personal especializado le dio un golpe adicional al sistema público de salud, pues desarticuló la reproducción intelectual. Es notoria la contradicción de que la enorme mayoría de los especialistas que trabajan en hospitales privados se han entrenado en el sector público —excepto por algunas pocas escuelas de especialistas médicos en hospitales privados que se establecieron al inicio del siglo 21—.

Los propietarios de estos hospitales compraron, en condiciones ventajosas, múltiples sanatorios de mediano tamaño que habían surgido como proyectos cooperativos o familiares en las cuatro décadas anteriores. Así, se establecieron como corporaciones y definieron nuevas reglas de operación y de precarización laboral de los profesionistas, quienes perdieron su independencia de práctica y quedaron supeditados a relaciones asimétricas con los propietarios de estas corporaciones, mayormente orientadas al lucro. Es ampliamente conocido que las cadenas hospitalarias privadas exigen a quienes arriendan consultorios y forman parte de la plantilla médica, que cumplan con cantidades mínimas de estudios de laboratorio y de imagen o de hospitalizaciones, sin importar si realmente son necesarios para la correcta atención de las personas enfermas. No son pocos quienes han sido forzados a salir por no cumplir estas cuotas.

Ya en la primera década del siglo 21, entró a México un nuevo modelo de negocios de salud, que fue adoptado principalmente de Estados Unidos: los consultorios adyacentes a las farmacias. Es relevante identificar que en este modelo se manifiestan varios procesos sociales de precarización y privatización: las pensiones, la seguridad social y la atención de la salud.

En la misma década de 1980, la misma expansión de mercados impulsada por el fin de un ciclo de acumulación del capitalismo en las economías hegemónicas llevó a una reconversión del sistema alimentario. Se impulsó la agricultura tecnificada y extensiva para generar insumos a la industrialización de los alimentos para que aumentaran su tasa de ganancia y su volumen neto de ventas. La dieta de una creciente mayoría urbana y suburbana, desprovista de oferta sostenible de alimentos no procesados, viró hacia un predominio de productos procesados altos en calorías, grasas, azúcares y sal; además de aditivos químicos estimulantes del apetito. Como consecuencia directa, la enorme mayoría de las calorías que hoy consumen las personas mexicanas proviene de la comida chatarra —me niego a decirles alimentos— y de productos industrializados procesados y ultraprocesados sólidos y líquidos —como los refrescos y otras bebidas azucaradas—. Este es, sin duda alguna, el principal motor de las enormes epidemias de enfermedades crónicas no transmisibles, como obesidad, sobrepeso, diabetes, hipertensión, enfermedades cardio y neurovasculares, enfermedad crónica del hígado y múltiples cánceres. En conjunto, estas enfermedades son causa de la mitad de las muertes anuales en México desde hace más de 15 años.

También al inicio de la década del 80, las instituciones públicas —particularmente las entidades autónomas con grandes plantillas laborales, como las universidades— empezaron a contratar seguros privados para su personal. El primer anzuelo fue en los niveles gerenciales altos, donde se empezó a ofrecer servicios médicos privados como una prestación social para la que no medió demanda alguna. Un proceso semejante ocurrió en empresas privadas donde se persuadió a las personas trabajadoras de que la calidad de los servicios de salud obtenidos por las cuotas de aseguramiento mejorarían si se cambiaba a proveedores privados. Después, este servicio de privilegio fue estimulado por sendas organizaciones gremiales que presionaron para que se revirtieran las cuotas a la seguridad social pública y se transfirieran esos recursos a las aseguradoras privadas, que recibieron contratos colectivos. El IMSS y el Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE) se descapitalizaron, deteriorando significativamente su capacidad y la calidad de sus servicios. Trágicamente, los reclamos de calidad insuficiente se convirtieron en una especie de profecía autocumplida en la que los propios trabajadores —o, al menos, sus líderes gremiales— conspiraron contra de sus derechos.

Más adelante, ya en la década de 1990, se modificaron las leyes de las instituciones públicas de seguridad social para legalizar este despojo. Se extendieron los tiempos obligados de cotización y la edad de jubilación. Se implantó un sistema de cuentas individuales para los fondos de jubilación, se reconocieron jurídica y orgánicamente las compañías administradoras de los fondos de retiro (las Afores) y se estableció la Comisión Nacional del Sistema de Ahorro para el Retiro (Consar).

Sólo muchos años más adelante el pueblo se percató de que lo sorprendieron y lo tomaron por asalto. Se dio cuenta de que lo habían estafado porque perdió la garantía pensionaria que le permitiría una manutención en los últimos años de su vida. Ahora tiene una cuenta individual cuyo potencial de capitalizar es mínimo, cercana a nula. Ahora quien capitaliza esos fondos son las grandes financieras privadas, en su mayoría globales, que consolidan el capital y los rendimientos de las contribuciones. No perder de vista que esto implica, además, un atentado a las soberanías nacionales, porque la riqueza es extraída de manera directa desde la persona trabajadora hasta los fondos globales de capital sin beneficiar al Estado.

El neoliberalismo y sus operadores en los gobiernos mexicanos establecieron dos grandes ciclos de reformas en el sector salud: la primera fue ésta, cuando se abrió a la inversión privada e internacional, se fomentaron políticas públicas desde el sector privado, en distintos órganos de rectoría.

Desde el propio gobierno se convocó a empresas privadas para generar las políticas públicas y definir el marco regulatorio de ellas mismas, lo que representa un conflicto de interés obvio y escandaloso. La Fundación Mexicana para la Salud (Funsalud), conformada por empresas nacionales y globales del sector farmacéutico, tecnológico y de comida procesada —precisamente los productos que son motor de la epidemia de enfermedades crónicas—, fue creada en 1985 desde el propio gobierno como una entidad de análisis, diseño, fomento y propaganda de la agenda privatizadora. Es notoria su capacidad de influencia y la relación íntima que esta fundación tiene con funcionarios públicos hasta el más alto nivel de la autoridad sanitaria y de regulación sanitaria —desde su fundación por el secretario de Salud en funciones—. Durante los gobiernos neoliberales todas las políticas públicas y la agenda estratégica de salud salieron de allí.

En México, este primer ciclo de reformas neoliberales en el sector salud se extendió por una década, de 1985  a 1996. Desde su concepción, se definió como un proyecto de largo alcance. Lo mismo se instrumentó en Brasil y Chile —durante el gobierno de la dictadura— y en Colombia, entre otros países. Un golpe maestro a la capacidad del Estado para regular y organizar el cumplimento del derecho a la protección de la salud fue la descentralización de la Secretaría de Salud, sin que mediara un análisis o planeación sobre las consecuencias de esto. Curiosamente, los tecnócratas no plantearon una racionalidad técnica sobre sus motivaciones para desmantelar el sistema nacional de salud: la descentralización simplemente se justificó con un discurso vago de una supuesta intención democratizadora.

Esta maniobra fragmentadora dio lugar a 32 nuevos sistemas locales de salud, uno por entidad federativa, que definieron modelos de operación diversos y desarticularon la ejecución de las políticas de salud. Aunque  existen ejemplos notorios de virtud en algunos sistemas estatales de salud, el resultado neto es un conjunto muy heterogéneo de capacidades, mayormente deficitarias que, además de enfrentar un rezago financiero creciente, fueron permeados por la corrupción y los intereses de grupos locales de interés empresarial, quienes fueron expandiendo este pillaje a los servicios públicos. Hoy estamos empeñados en recentralizar porque estamos deconstruyendo el neoliberalismo en el sector salud.

El segundo ciclo de reformas neoliberales en salud fue el establecimiento del régimen de protección social en salud y la creación del Seguro Popular. Este es el nombre en México de un mismo proyecto que también fue generado, financiado e impuesto por el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial y otros organismos financieros internacionales. Su elemento más relevante es la separación de la entidad financiera respecto a los proveedores de servicios de salud con el propósito deliberado de abrir oportunidades de negocios y concitar la participación directa del sector privado en la oferta de servicios de salud.

La protección social, una suerte de aseguramiento financiero para personas desempleadas o subempleadas, se presentó como un avance social en la medida en que, supuestamente, cubriría gastos catastróficos y convencionales por atención de problemas de salud. En la práctica, la protección social fracasó estruendosamente en México porque estaba basada en supuestos falsos. En primer término, la oferta de servicios —centros de salud, hospitales, equipamiento y, sobre todo, personal— no creció sustancialmente. Tampoco se cerró la enorme brecha de personal acumulada durante la década previa. Los proyectos de ampliación de cobertura apelaron a algunos consorcios privados y fundaciones creadas para beneficiarse de la derrama económica de los recursos públicos. Sin embargo, la lógica del libre mercado demostró sus limitaciones porque no respondió a las necesidades más apremiantes de la población más pobre, particularmente en las zonas rurales y suburbanas, que históricamente han carecido de servicios de salud esenciales.

Aunque el subsidio gubernamental ayudó a algunos segmentos de la sociedad a cubrir gastos que antes estaban fuera de su alcance, los paquetes de servicios de salud fueron muy limitados. Diseñados con una lógica de seguro privado, con múltiples restricciones y condicionamientos, los paquetes no lograron cambiar en forma relevante ni la magnitud del gasto de bolsillo —cuyo porcentaje en la población permaneció intacto durante los 15 años de existencia del Seguro Popular— ni en el perfil de salud de la población.

El empresariado mexicano, fiel a sus visión egoísta y de corto plazo, respondió al estímulo financiero gubernamental con aventuras comerciales lucrativas en la subrogación de servicios auxiliares de diagnóstico y funciones de soporte, como el almacenamiento y distribución de medicamentos e insumos. Con un espacio de corrupción inmenso, estas contrataciones a los nuevos agentes privados, muchos de ellos amigos o parientes de funcionarios públicos en turno, derivaron en oligo o monopolios que tomaron el control del sistema de salud y lo condicionaron a una enorme dependencia operativa.

El modelo, fallido para ampliar la cobertura y calidad de los servicios de salud públicos, fue un gran éxito para el pequeño grupo empresarial que aquilató una fortuna concentrando recursos que debieron destinarse a la salud y el bienestar del pueblo. Mediante una perversa dupla de agentes internos contratados en puestos públicos y agentes externos que los controlan desde fuera, firmas específicas del sector privado —algunas de ellas creadas al momento— se adueñaron de los procesos de adquisiciones gubernamentales. Bases técnicas de licitación, cláusulas de restricción, perfiles dedicados, tiempos de contratación a modo, empresas fantasmas y firmas factureras, entre otras cosas, han sido práctica común en las contrataciones públicas de bienes y servicios.

De la subrogación de servicios auxiliares se pasó al modelo de servicios integrales en el que la entidad pública contrata un oscuro paquete de servicios que son completamente operados por entidades privadas en condiciones monopólicas adversas para el gobierno y los usuarios de los servicios. Algunos de estos servicios integrales iniciaron con intervenciones costosas de uso recurrente, como la hemodiálisis, otros en los servicios diagnósticos instrumentados, como las endoscopias, y otros más ampliaron a servicios constitutivos de la práctica médica principal, como la cirugía. Con el modelo de asociación pública-privada, existe una cantidad importante de hospitales de servicios públicos que son completamente privados; el sector público se limita a contratar sus servicios de acuerdo con las reglas benévolas que ha dispuesto el proveedor. Indudablemente fue una privatización voraz y subrepticia. Permanecieron las identidades institucionales sólo en forma decorativa, pero en la práctica, las capacidades reales estaban —y en algunos casos, siguen así — en manos del sector privado.

Este proceso de destrucción de lo público ha relegado y mermado la rectoría soberana del Estado. Desde los años 80 y hasta el inicio de la transformación, las políticas públicas y las relaciones entre lo público y lo privado no se establecieron pensando en el bienestar social sino en el desarrollo empresarial y la expansión comercial. En este escenario y considerando la amplia desregulación antes mencionada, se perdió un proyecto social adecuadamente planificado para garantizar el cumplimiento del derecho de protección de la salud.

Para recuperar lo público se necesita una acción gubernamental consistente, pero también que el pueblo se movilice y se organice para promover, proteger y defender sus derechos. En la historia contemporánea de México han existido luchas sociales de muy diversas causas e identidades, algunas han terminado en las grandes transformaciones a partir de los derechos laborales o el acceso a los medios de producción; se han librado luchas por el derecho a la educación y por derechos culturales y sociales. Pero llama la atención la ausencia de movimientos sociales que luchan por el derecho a la salud, siendo que la salud es una de las mayores necesidades, directamente conectada con la vida.

El movimiento médico de 1964 se relaciona con la salud, fue un movimiento gremial, un movimiento laboral articulado culturalmente a partir de la profesión médica, pero no fue una lucha por el derecho a la salud. Tengo esperanza de una movilización social por la salud de todas y todos. Es decir, regresamos la aspiración de transformación a partir de la conciencia de que la salud es un derecho universal y que el Estado tiene obligación de garantizarlo.

Termino con algunas ideas, muy básicas y fuera del ámbito de la salud, sobre lo que podría ocurrir en 2024 cuando muchas y muchos, espero que la gran mayoría del pueblo de México, votemos por un segundo gobierno de la cuarta transformación. Espero que esta decisión se acompañe de la intención de que la transformación se profundice, que se radicalice y llegue hasta los cimientos de la estructura social.

No sorprenderá que, rumbo al proceso electoral y después de éste, surjan voces y protagonistas, dentro y fuera del gobierno —incluyendo precandidatos— que llamen a establecer balances, equilibrios, a no exagerar con la transformación, a cuidar una democracia supuestamente vulnerada. Estas tendencias o plataformas políticas restauracionistas buscarán congraciarse con la oligarquía, con los poderes fácticos, con el capital y los organismos financieros globales para conceder nuevamente al neoliberalismo e intentar restituirlo. Debemos tener cuidado porque ese discurso regresivo intentará infiltrarse llamando a impulsar derechos sociales y se montará sobre reivindicaciones ambientales, feministas, de diversidad sexogenérica y cultural, que son absolutamente legítimas y valiosas, pero frecuentemente explotadas por estos oportunismos restauracionistas.

Yo considero que no hay mejor salida que profundizar la transformación. Identifico tres cambios profundos que quedarán pendientes y deberían realizarse en el próximo gobierno. Primero, lo jurídico. El aparato jurídico mexicano, el corpus lex, desde la constitución, pasando por las leyes reglamentarias, las leyes secundarias, las leyes generales, las leyes federales, los reglamentos de cada una de ellas y hasta las normas oficiales mexicanas está tocado por la doctrina neoliberal. Fueron editadas, cercenadas y reformadas estas leyes por las élites y por los poderes globales durante una sombría época en la que el pueblo fue relegado.

Lo que hoy está escrito conserva vestigios del pacto social postrevolucionario y de las conquistas sociales mexicanas, pero tiene una amplia huella del neoliberalismo. Durante el primer gobierno de la transformación se lograron reformas legales sustanciales y algunos cambios constitucionales, pero aún falta mucho. Considero que un posible segundo gobierno de la transformación debería iniciar con una agenda planeada de revisión jurídica integral, seguramente con cambios constitucionales. El presidente Andrés Manuel López Obrador ya ha señalado cuáles serían algunos de los elementos de mayor prioridad.

Lo segundo debe ser un cambio orgánico de los gobiernos de México, me refiero al federal, los estatales y los municipales, y también a la relación orgánica o política entre ellos. La constitución y las leyes reglamentarias establecen esquemas de hegemonía y de concurrencia entre los órdenes de gobierno que han permitido una colaboración generalmente armónica entre sí. Las leyes orgánicas determinan los ámbitos o sectores en los que se organizan las administraciones públicas. Pero la realidad es compleja y ha expuesto vacíos y contradicciones en las formas de organización actuales.

Lo tercero, más profundo aún, es un cambio estructural. México tiene y ha tenido por mucho tiempo una economía mixta, pero hay de mixtos a mixtos. Desde la década de 1940 y hasta final de la de 1970 se estableció un amplio margen de rectoría del Estado en la economía, que incluía una capacidad de generar bienes y servicios a través de empresas paraestatales de todo tipo. El neoliberalismo destruyó propositivamente las empresas paraestatales y acotó gravemente la rectoría gubernamental. El desarrollo económico ya no es planificado con objetivos sociales de bienestar incluyente; su dinámica supuestamente se basa en el libre mercado pero en la práctica es manipulado facciosamente por la corrupción que inducen grupos de interés privados nacionales y extranjeros. Al final del día, la oferta real de productos y servicios y la distribución de la riqueza reflejan los equilibrios internos del poder económico, no las necesidades y demandas —históricamente insatisfechas— de las grandes mayorías.

Entre otras cosas, una transformación estructural requerirá pactos fundacionales en los que el modelo de producción no se limite a grandes empresas y en el que se logre reducir la dependencia del mercado global. Es preciso recuperar soberanía alimentaria, tecnológica, científica y cultural. Apostar por sistemas locales de producción y economías sociales y solidarias. Es necesario promover de manera activa y estimular económicamente el cooperativismo. Es indispensable terminar con el parasitismo del capital financiero, que aporta muy poco al desarrollo comparado con las exorbitantes ganancias que obtiene, incluida la manutención gubernamental por la vía del rescate bancario.

Como queda claro, el neoliberalismo no fue un accidente histórico: es una doctrina y un proyecto político sistemáticamente organizado por el capital global, los organismos financieros internacionales y los gobiernos de los países hegemónicos. Fue implantado en los países subordinados que renunciaron a la soberanía y desmantelaron sus sistemas públicos en múltiples áreas del bienestar. Revertir los estragos de este desvarío requiere un trabajo coherente y consistente en el mediano y largo plazos. Lograrlo depende de la conciencia de nuestros pueblos y de su capacidad para organizarse y movilizarse por sus derechos. Los gobiernos, como el que actualmente está en el poder en México, debemos siempre tener claro el mandato popular y nuestra encomienda, que no es otra que promover, proteger y defender el interés público.

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