Profundizar la 4T para un siguiente gobierno requiere, en primera instancia, precisar en qué consistió su primera etapa, la de Andrés Manuel López Obrador. Sin duda, se trata de la época de contención de la pobreza, de la lucha contra la corrupción y, por otro lado, del levantamiento de la infraestructura que genere una nueva economía, tanto en el sur-sureste, como en Sonora y el Pacífico. También contiene un efecto inesperado: la llamada “revolución de las conciencias”, que es un nuevo arraigo en el país, donde la política es parte de la identidad plebeya: el clasisimo racializado, la misoginia, y la superioridad que da el pensar que mereces el privilegio que los demás no tienen, se expone como uno de los conflictos públicos más enraizados en la forma de convivir como mexicanos.
Junto con ella, se generó un sentido común desde abajo: la sociedad mexicana debe enfrentar la desigualdad en la distribución del poder. Creemos que la siguiente etapa de la 4T tiene que ser una de reformas a las enormes partes del Estado todavía intocadas por el cambio de régimen. Hablamos de la total y radical separación entre poder político y económico. Hablamos de la necesaria democratización del nervio del aparato judicial. Hablamos, también, de una nueva relación con la élite de los medios corporativos de comunicación. Y, por lo tanto, tenemos que abordar una nueva alianza con la ciudadanía popular.
Un ejemplo a seguir es la década de transformación en los Estados Unidos de Franklin Delano Roosevelt (1933-1945). Tras la demostración de que ni el mercado ni las empresas corporativas podían solucionar la grave crisis financiera y productiva que inició en 1929, Roosevelt plantea un gobierno en dos etapas: la primera, es aminorar el dolor de los trabajadores y, la segunda, modificar el “dejar hacer, dejar pasar” del liberalismo económico para sustituirlo por el “dejar guiar”. Como el cambio de régimen mexicano que comenzó en 2018, también ahora se hace necesario, plantear reformas a los aparatos del Estado que nos trajeron hasta la decadencia de los gobiernos neoliberales, con su corrupción disfrazada de “derecho a competir” y su absoluto desdén a las consecuencias de sus propias ganancias. No se trata de un cambio de sistema económico, sino de la reorientación del Estado en sus funciones originarias: atemperar la desigualdad mediante la inversión pública, desmontar el anterior régimen donde la corrupción fue una forma de gobernabilidad, instalar quizás por primera vez un sistema judicial justo y no sólo interpretativo de la ley, y proteger la información como un bien público, no como una decisión privada de los consorcios de radio y televisión.
Una de las ventajas que la política de la 4T tiene sobre sus similares del continente latinoamericano, es que existe una sola instancia organizativa y un movimiento nacional de transformación que no sólo la acompaña, sino que le exige profundizar, que reclama acciones que desalienten el regreso del régimen de corrupción institucionalizado. Esto quiere decir que la continuidad no resulta sólo de consolidar un nuevo régimen —tarea inacabada por la complejidad de hacerlo desde el aparato ejecutivo— sino de avanzar en la etapa de las reformas.
En el este número de Sentido Común queremos ofrecer un conjunto de perspectivas para empezar a ver cómo se verá ese porvenir. La economía moral, el humanismo mexicano, y la revolución de las conciencias cristalizados en un nuevo devenir que deje atrás la noche del neoliberalismo salvaje.