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Notas sobre la enorme torpeza

Había en el país un grupo político que se convirtió en dominante, aliado a amplios sectores del gran empresariado, a los medios de comunicación de masas y a grupos de intelectuales orgánicos uncidos al poder.

Solemos pensar como un insulto la palabra estupidez. El diccionario define a este sustantivo como una “torpeza enorme en comprender las cosas”.

“El mundo atribuye sus infortunios a las conspiraciones y maquinaciones de grandes malvados. Entiendo que se subestima la estupidez”, anotó Adolfo Bioy Casares.

Al hacer convivir ambas posturas, Bioy diría que lo que se subestima es la enorme torpeza en comprender las cosas cuando, sin una mirada detenida, resolvemos “explicar” un problema social complejo echando mano del fácil expediente de la acción concertada por alguno o algunos malvados. Y, casi siempre se afirma que la maquinación proviene de afuera, de lejos, del exterior geográfico o de esos de allá, del exterior de nuestros linderos simbólicos. 

Esa dimensión de lo exterior, entonces, no tiene que ver sólo con la conspiración que supone su origen en el extranjero, sino con una noción de exterioridad a una zona o institución social e, incluso, a nuestra vida individual: son los otros, las otras quienes nos han perjudicado. No es raro, entonces, que esta actitud esconda la incapacidad de criticar y asumir nuestras grietas y desaciertos.

Propongo, para ilustrar lo anterior, un ejemplo: el que tiene que ver con la acción de los organismos internacionales en el diseño de las políticas educativas en el país. Creo que ilustra esta falacia y es extrapolable a otros asuntos de interés público.

A partir de 1985 —al menos—, pero sobre todo desde 1988, con el advenimiento nítido de una conducción neoliberal del desarrollo nacional (y el abandono o quiebre del modelo de desarrollo del Estado posrrevolucionario, fincado en la sustitución de importaciones, principal surtidor de empleos a partir de un gran número de empresas paraestatales de toda índole, y cimentado en el corporativismo), se ha afirmado sin cesar que las modificaciones en el sentido y procedimientos adoptados por las autoridades educativas han sido resultado de presiones y condicionamientos expresos que han ejercido las entidades financieras para otorgar préstamos ante las crisis. Sobresalen, en este señalamiento, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Esta explicación, unilateral y unicausal se completa con el seguimiento a pie juntillas de las recetas obligatorias derivadas del ingreso de México en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE).

Por eso se afirma que la puesta en marcha de los modelos educativos a partir del sexenio de Carlos Salinas de Gortari y hasta el final de la administración de Enrique Peña Nieto han sido impuestos, exclusivamente, por la presión de actores externos. Esto se afirma, a guisa de botón de muestra, con respecto a la reforma educativa del Pacto por México, a la postre conocida como la reforma educativa de Aurelio Nuño, quien entonces presidía la Secretaría de Educación Pública (SEP).

El corolario de esta mirada es que tal conducta ha generado pérdida de soberanía en cuanto al modelo educativo (la idea del ciudadano y la ciudadana que requiere el país), el modelo curricular (qué enseñar para lograrlo) y el modelo pedagógico (cómo hacer posible que se dé, así orientado, el aprendizaje fincado en los valores del ideal de ciudadanía previsto).

Por supuesto, la noción de la ciudadanía que se esperaba y condujo el modelo general en esos entonces no fue la de una persona crítica, solidaria y responsable del destino de su comunidad, región o país, sino la de un conjunto de individuos que tuviese una serie de competencias adecuadas —capacidades cognitivas y actitudinales— para ser comprable en el mercado como “capital humano”: esta expresión revela, de forma nítida, la conversión de una persona en mercancía.

He sostenido, a lo largo de los años en el intento de comprender las cosas educativas, que a esta explicación le falta un elemento central: de ser cierta, dejaría a los actores internos —quienes ocupan los sitios de autoridad en materia del proyecto nacional, y específicamente de las políticas para incrementar el aprendizaje, y mejorar la enseñanza en el sistema de escolarización nacional— como personas a las que le son ajenos (no comparten) los valores derivados de una globalización que es muy renuente, avara y selectiva para compartir socialmente sus beneficios, pero extraordinariamente generosa, en repartir, con profusión, sus costos en la mayoría de la población. Basta pensar en el caso del rescate bancario, el Fondo Bancario de Protección al Ahorro (Fobaproa), en la década de 1990.

A mi juicio, esto es falso. Había en el país un grupo político que se convirtió en dominante, aliado a amplios sectores del gran empresariado, a los medios de comunicación de masas y a grupos de intelectuales orgánicos uncidos al poder, que se había formado, creía y empujaba al país por la senda del neoliberalismo. Se les llamó tecnócratas, en su momento, desde los sectores desplazados del entonces imbatible Partido Revolucionario Institucional (PRI) corporativo tradicional. Atrás, o como base de sus proyectos generales y del educativo en particular, hay una convergencia en la necesidad de modificar el rumbo del país por la vía de los ejes de un modelo económico ajustado a las circunstancias: reducción del gasto público, control de las finanzas, focalización de la política social y otro número de rasgos que se sintetizan en el Consenso de Washington.

Estos cambios no se imponen a una clase dirigente (política, económica y cultural) que pretendía avanzar por otra vía; no se obliga a “buenas personas preocupadas por el país” que no tienen más remedio que obedecer, sojuzgadas por fuerzas despiadadas. No. En realidad, ocurre todo lo contrario a una imposición: es la puesta en práctica de los consensos internacionales por parte de quienes comandan el aparato estatal, convencidos de ese proyecto de nación: confluyen entusiasmados, pues están de acuerdo, y anhelan echar a andar esos procederes. Hay afinidad interna, y muy honda, con las tendencias externas, pues derivan de una cosmovisión social compartida.

No perdemos soberanía en materia educativa, esa es la conjetura con la que escribo, por la imposición inevitable de modelos externos, sino por la interiorización política y ética, en los administradores de la cosa pública, de los valores globales destinados a la resolución de las crisis en el mundo, y en especial en los países que se denominan “economías emergentes”.

No se reduce o cancela la soberanía por la simple acción externa de estos organismos perversos que se imponen sobre grupos políticos nacionalistas y preocupados por la equidad en la sociedad, sino por la convergencia en las políticas, de parte de esas entidades, con quienes han tomado el poder, que se consideran indispensables para “mejorar” la producción de capital humano destinado a las actividades propias de una nación como la nuestra, en el contexto de las cadenas de valor establecidas, en una situación de intercambio comercial sin obstáculos, excepto para la movilidad de las personas en busca de trabajo.

Se establece, entonces, una noción de soberanía distinta, que en la “libre” asociación global, manifiesta en los tratados internacionales de intercambio de mercaderías y servicios, adquiere un sentido diferente: ser soberanamente idénticos a las naciones de nuestra talla, en un momento de predominio del neoliberalismo como fase de desarrollo del capitalismo en el mundo.

¿Perdimos soberanía? Si la concebimos como la capacidad de decidir el horizonte ciudadano a lograr por parte de la acción educativa en nuestra tierra, y de cada nación, sí; pero no por la acción unilateral de esos organismos financieros o de coordinación de la actividad económica global: se extravío intencionalmente, al aceptar que la uniformidad de propósitos en los sistemas educativos era lo adecuado: baste señalar que, desde finales de la década de 1990, y lo que va de la presente centuria, se ha establecido un modelo educativo, curricular y pedagógico global, que es el que revisa el examen del Programa para la Evaluación Internacional de los Estudiantes (PISA, por su sigla en inglés) cada tres años.

Complicidad, no imposición de conspiradores malvados, entre grupos internos y externos. La soberanía, si se entiende como la capacidad autónoma de prefigurar el modelo educativo, para que con base en estrategias curriculares y procesos pedagógicos sea un horizonte de desarrollo libremente decidido por procesos democráticos en el país, no es arrebatada por malvados conspiradores residentes en “Extranjia”, sino redefinida, en un procesos de homogeneización internacional, por parte de las autoridades mexicanas en alianza con el empresariado, los medios de comunicación y buena parte de los intelectuales del país, que afanosos construyen la justificación (ahora se dice la narrativa) para que lo que sucede aparezca como lo natural, normal, necesario e inevitable: y, para mayor abundamiento, modernizador.

A partir del sexenio de Miguel de la Madrid, y hasta el final del periodo de gobierno del autocalificado nuevo PRI, encabezado por Peña Nieto, junto, sin duda, con los 12 años de ejercicio del poder del Partido Acción Nacional (PAN), quienes en ese periodo (¡36 años!) mandaron en el país no fueron personas atentas a reducir la desigualdad, ni resolver en serio la impresentable pobreza de la mayoría de nuestros compatriotas, a los que agentes externos obligaron a actuar como no querían: fueron aliados convencidos del proyecto e, incluso, aportaron el toque, el sabor nacional requerido para su mejor funcionamiento.

No nos sirve una explicación unilateral, cargada al poder de los organismos internacionales sin confluencia con el ejercicio del gobierno en México. Nos confunde. Y predomina, entonces, de manera inadvertida, o intencional por parte de personas interesadas en eludir sus responsabilidades, esa enorme torpeza para comprender las cosas, y la eficaz diseminación de un esquema simplificado que propone que los cambios fueron irremediables.

Tengo por regla, en mi trabajo como profesor de sociología, aconsejar a las personas que me permiten participar en su formación, sugerir lo siguiente: si ante un fenómeno social importante, alguien propone una explicación unicausal de cualquier tipo, es menester huir de su influencia tan pronto como sea posible sin contar hasta diez. ¿Por qué? Porque si fuera así, no se trata de un proceso social importante (dado que estos siempre son complejos y resultado de múltiples interacciones), o bien (o, más bien, mal), quien aporta esa explicación es una persona ignorante que ejerce, con docta elocuencia, una forma de estupidez de la que urge defendernos, so pena de no entender lo que ha sucedido y las implicaciones que conlleva cambiarlo.

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