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Notas para un léxico del bestiario político (y sus metamorfosis): un anfibio llamado “soberanía”

Ante una amenaza real el anfibio hermafrodita llamado soberanía sigue entrenando sus habilidades temerarias submarinas de cara a los embates exteriores.

Cuando hablamos de reino animal (o vegetal, o fungi) nos encontramos de lleno, sin siquiera haberlo deseado, en la arena política. La lengua que nos amamantó, cual loba de Roma, es a la vez el ruedo en que se dirimen disputas en torno a la vida pública en común y de ella ni siquiera eso que con aires de superioridad llamamos naturaleza está a salvo.

La zoología del léxico político se encuentra en constante configuración y esto responde a mutaciones provenientes de cierta zoonosis invertida (me permito este diagnóstico pues se trata de enfermedades sociales que, en la trama de la palabra, los humanos nos esforzamos por transmitir al resto de los animales).

Basta echarle una mirada al frontispicio de un libro de mediados del siglo XVII para (una vez pasado el susto) encontrarse con una bestia fantástica de la teología política absolutista: el Leviatán. Se me corregirá, con razón, que ese vocablo extranjero se gestó en la Biblia hebrea, más precisamente en el libro de Job —citado en la parte superior de la imagen— en donde la bestia aparece como una criatura monstruosa imposible de vencer por el poder humano (en la que se inspiró Thomas Hobbes, autor del tratado político). Dicen los estudiosos que ese nombre tan extraño para la lengua bíblica proviene de la epopeya ugarítica del Baal que (con ayuda de su hermana Anat) hace unos 3500 años, en las costas de la hoy azotada Siria, venció a diversas fuerzas del caos, entre ellas aquella cuyo emblema es el mar (Yam). Las palabras de esa antigua lengua levantina transparecen, también, en las profecías de Isaías (27:1), que mencionan al leviatán como una serpiente enroscada, huidiza y tortuosa, acompañada de otro vocablo ugarítico que aparece por única vez en la Biblia hebrea: akalatón. En ese versículo el único que derrota al temerario cetáceo es su creador, Jehová. Los estudiosos suelen etiquetar de manera elegante la aparición de una palabra por única vez en el texto bíblico; así, en griego una mención exclusiva se denomina hápax legómenon (ruego que no se tome como pedantería la referencia a este helenismo ni tampoco las menciones de antiguas lenguas levantinas, pues el motivo de estos extranjerismos no es otro que ilustrar algunas ocurrencias y muecas del bestiario político mexicano de nuestros días). Los dos epítetos de este leviatán profético dieron lugar a interpretaciones posteriores que atribuyeron a leviatán baríaj (huidizo) el género masculino y a leviatán akalatón el femenino. Volviendo a la imagen del libro de Hobbes, el leviatán muestra la cabeza —coronada— de un soberano armado con cetro y espada cuyo torso y brazos están compuestos por una multitud de súbditos que vuelven su rostro hacia aquel cuyo regazo es el desmonte de los bosques que rodean la ciudad amurallada. Las páginas precedidas de este emblema del poder teológico-político traman el concepto de soberanía en ocasión de la expulsión del lobo (enemigo público e íntimo de la humanidad que amenaza con imponer la guerra de todos contra todos) hacia los bosques lejanos, siendo el desmonte garantía territorial (y sin sombras) del contrato social.

Mucho se ha escrito sobre este contrato social y el concepto de soberanía que de él emana. Mi intención no es engrosar esas investigaciones sino cavilar sobre el aspecto anfibio del animal llamado “soberanía” (ese principio metafísico sustentado en el miedo que —habiéndose desembarazado de la delegación divina— encarna en el Estado la autoridad de un hombre sobre todos los demás).[1]

Ahora bien, los seres vivos son capaces de transformar sus hábitos con fines de adaptación. Así, la soberanía se descubre anfibia; esto es, si bien nació en el medio subacuático mitológico y jerárquico hobbesiano, algunas décadas más tarde fue mutando y entrenándose para desplazarse por la vía terrestre. A la luz de la política de las pasiones (Spinoza, contemporáneo a Hobbes, cuya ética es faro de luz cálida), la bestia temeraria, a medida que fue tomando confianza en su paso horizontal, mutó en una criatura animada por la esperanza. Dicho en términos ético-políticos de aire spinoziano: la soberanía del monarca absoluto, que asentaba sus bases en el miedo al otro-lobo-potencial, con las revoluciones que inician hacia fines del siglo XVIII despliega su paso impulsado por la esperanza en un mundo en común, libre de injusticias. Animal terrestre, la soberanía popular (a contracorriente de la cita de Job 41:24) nace como el poder mancomunado sobre la tierra cuyo entramado de confianza vence el miedo al leviatán (absolutista).

Los distintos medios alientan diferentes formas de vida y de comprensión. En la vastedad del desierto, por ejemplo, la palabra circula en una sociedad que no tiene paredes ni puertas. A plena luz del sol, la luna y las estrellas, los mismos términos significan de modos diferentes según los oídos que los acogen. Así, los beduinos saharauis exigen a la ONU (Organización de las Naciones Unidas) la autodeterminación de un Estado cuya soberanía nómada no tiene caso traducir: a cada quien su soberanía (en el Sáhara, pues, el cetáceo anfibio se revela, ¿por qué no?, también camélido). El diálogo en política, cuando se asume desde posicionamientos contrahegemónicos, desarrolla estrategias que le permiten, con mayor o menor éxito, atravesar los muros polimorfos de la hegemonía. Para salir a la palestra se recomienda al utopista cosmopolítico (aquel que, entendiendo la política como arte de lo imposible, busca fecundar las diferencias en lugar de someter a su contrincante) una dosis de astuto pragmatismo. Así pertrechado, podrá aspirar a ciertas victorias cuya fortaleza —afirmada en la memoria con justicia— suele radicar en ejercicios de paciencia.

Volviendo a las arenas mexicanas, ante una amenaza real el anfibio hermafrodita llamado soberanía sigue entrenando sus habilidades temerarias submarinas de cara a los embates exteriores bajo el nombre de leviatán baríaj; sin embargo, lo hace con el fin de desplegar sus pasos esperanzados anhelando el bienestar común en la tierra firme del interior, entonces como leviatán akalatón. Nada más lejos del uso fetichista del lábaro patrio (como hasta hace pocos años se acostumbraba a agitar en México, con el fin de distraer la atención pública de los favores neocoloniales que iban minando la soberanía). En los días que corren, la 4T —libre de patrioterismos televisivos— se aboca ostensiblemente —con la valiente cautela que exige la medida de lo posible— a defender la soberanía en el ámbito energético, alimentario, laboral, de la salud… (claro que el camino es largo). De cara a Nuestra América, la anfibia se desplaza horizontalmente a paso de soberanía popular, que provoca la frenética acusación de “populismo”. En su rol de madre del zoon politikon, el hápax legómenon leviatán akalatón no está solo: en un gesto simbólico digno de la bravura de sus hermanos saharauis, Cuba bautizó a su vacuna “Soberana”.

Hápax legomenon, en el bestiario mexicano, es el pejelagarto: animal único que, por quienes conciben la soberanía desde el individualismo del miedo al otro-lobo-potencial, es señalado como peligro inapresable (a la vez que no disimulan su vana voluntad de proscribirlo). Sin embargo, la versión femenina de ese mismo animal político, en tierra firme, recorre los pueblos de México con paso seguro y oídos atentos, tejiendo confianza, tratando de ensanchar las posibilidades para sembrar esperanzas.

En el lenguaje de la arena política mexicana, digno del totalitarismo descripto por Koyré, quienes temen perder sus privilegios instituyen la mentira como verdad, denuncian en otros los actos que ellos mismos perpetran, los responsabilizan del pasado que engendró los desastres presentes, engañan a “los otros” sustituyendo la legitimidad por la legalidad y, en su incapacidad para distinguir confianza en la sabiduría popular con manipulación, acusan a la soberanía popular de atavismo populista. Para dicha lógica neocolonial que defiende los derechos de las corporaciones y menoscaba los de los humanos empobrecidos por su propia codicia, todo acto de gobierno es de antemano reprobado. Henchidos de certezas prêt-à-porter, los partidarios del miedo conspiran a plena luz del día exigiendo a los alaridos el endeudamiento externo, falseando la soberanía desde el neocolonialismo, ignorando su cualidad anfibia. Sin embargo, en palabras de las Reflexiones sobre la mentira, a pesar de las patrañas vociferadas por los “pseudoaristócratas totalitarios” que se arrogan la pertenencia al círculo de los únicos seres pensantes, aquellas masas populares de los países democráticos —que su “antropología totalitaria” considera “degenerados y bastardos”— son refractarias a su propaganda. Esto es posible porque cuando el anfibio habla sobre la tierra (asesorado por el migrante de San Quintín y no por sus celosos comentócratas), sin grandilocuencias, de a poco va desnudando los ladrillos de sombra del discurso ideológico neocolonial.

Hápax legomenon del bestiario político mexicano es el pejalagarto (dicho en bíblico: leviatán akalatón): animal que se pasea por estas tierras investido de soberanía popular.  


[1]     Agradezco a Jorge Rodríguez las conversaciones en torno al texto hobbesiano y a las alternativas a su concepto de soberanía.

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