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Nada consta en actas: sobre la experiencia de la desaparición

Un aparecido es apenas un espectro, un retornado de la muerte. Algo de vida queda atrapado en la desaparición forzada,  sobrevivirla es apenas recuperar un pedazo de ella, pero no toda.

La oscuridad engendra la violencia
y la violencia pide oscuridad
para cuajar el crimen.

Por eso el dos de octubre aguardó hasta la noche
para que nadie viera la mano que empuñaba
el arma, sino sólo su efecto de relámpago.

[…]

No hurgues en los archivos pues nada consta en actas

Estos versos del “Memorial de Tlatelolco” Rosario Castellanos los dedicó a la noche del 2 de octubre de 1968 y con ellos dibujó el perfil, movimiento y figura de la violencia que antecede y cruza aquella noche y que, en su propio despliegue, quiso oscurecer su ejercicio. Pero oscurecer aquí no sólo significa poner bajo sombra, implica también tachar y borrar para nublar la mirada y hacer esquiva la memoria, para que sólo una parte de ella sea reconocida: la memoria autoritaria.

El 3 de octubre de 1968 la plaza de Tlatelolco lució limpia, la sangre había sido lavada y en el espacio público se llevó a cabo un proceso de borrado de cualquier tipo de legitimidad del movimiento popular, de la ruptura radical que en él se había significado, que pusiera en tela de juicio la validez de la acción represiva.

La forma en que se ha organizado y dispuesto alrededor de 1968 ha prolongado, a su vez, tanto en la historia como en la memoria, esa borradura que la violencia de Estado instauró, determinando la reflexión en torno a nuestra historia reciente y nuestro tiempo presente.

No sólo se ha oscurecido el despliegue de la violencia estatal, también se ha desaparecido una generación insurgente: sobre esa borradura en el espacio público se configuró a sujetos degradados, vaciados de todo contenido político y moralmente prescindibles. Y como correlato radical se colocó la posibilidad de su desaparición.

La experiencia de la desaparición, que descubre la radicalidad de esa borradura, no queda expresada en la descripción de sus procedimientos, sino en esa ausencia absoluta, del borrado de las propias huellas de la práctica represiva, y de las posibilidades de reconstruir las historias que quedaron atrapadas en el circuito de la detención-desaparición. Historias como las de Lourdes Martínez Huerta y Cristina Rocha Manzanares.

De Lourdes Martínez apenas unos rastros han quedado. A partir de la jornada insurreccional, conocida como “asalto al cielo”, de enero de 1974, se dio un giro en la estrategia represiva en Sinaloa, dejando en segundo lugar el acoso y confrontación policial, y poniendo en primer lugar la acción clandestina de las dependencias de seguridad. En esta ola contrainsurgente fue detenida-desaparecida Lourdes Martínez Huerta. No hay una fecha clara de su detención, tampoco hay testigos de ella. Ninguno de sus compañeros se percató o supo el momento en que fue detenida. El último rastro documental que puede ayudar a situar el momento de la detención-desaparición de Lourdes es el reporte de una declaración “tomada” a una militante de la Liga Comunista 23 de Septiembre (LC23S), fechado el 7 de julio de 1974. Se dice que la detenida señaló a Lourdes como miembro de una de las brigadas, y “a quién hace 15 días se le vio por última vez”, en un racho de Guasave, donde vive. El jefe de control de la Dirección Federal de Seguridad (DFS) anotó: “La detenida no sabe los domicilios pero sabe llegar a esos lugares”. Por las dinámicas del complejo contrainsurgente, es muy probable que, junto con la detenida, hayan enviado a un comando para capturar a Lourdes. En una declaración tomada a un hermano suyo, detenido a finales de enero de 1974, en el contexto de las jornadas insurreccionales, él señaló que su hermana estaba embarazada, por lo que hay sospechas de que pudo tener a su hija/hijo en cautiverio.[1] 

Sobre Cristina Rocha Manzanares pesa también la borradura. En el año de 1976 comenzaron las campañas militares de “combate” al narcotráfico: además de destruir cultivos, se hicieron campañas de despistolización y se colocaron retenes militares en todo el estado de Sinaloa para el control y captura de presuntos narcotraficantes. La versión sobre la detención, que quedó registrada en los informes de la DFS, sostiene que el 1 de julio de 1976, en el retén militar de la estación San Blas, municipio El Fuerte, fueron detenidos Ignacio Tranquilino Herrera Sánchez, su esposa Cristina Rocha Manzanares y Juan de Dios Herrera Sánchez. Al ser detenidos, los militares encontraron propaganda de la LC23S, solicitaron indicaciones a la 9ª Zona Militar y, según el informe del director de la DFS: “Dichas autoridades guardan hermetismo sobre estas detenciones, pero posiblemente las personas de referencia sean trasladadas a México”

[2] No queda claro que hayan sido trasladados, pero es muy probable. Lo que sí se aclara es que para el siguiente día, el 2 de julio, ya estaban bajo la custodia de la DFS, siendo sometidos a interrogatorio e ingresados al circuito de la desaparición. Su rastro documental se pierde aquí. Así como en el caso de Lourdes, también hay el señalamiento, por parte de su familia, de que Cristina estaba embarazada al momento de su detención-desaparición. En un informe de 1978 se señala que la madre de Cristina denunció que su hija, junto con las otras dos personas, fueron detenidas en su casa por policías vestidos de civil acompañados de soldados, bajo el mando del comandante del 23º Regimiento de Caballería, coronel Jorge Arroyo Hurtado.

Como toda experiencia que lleva a las personas a momentos en que su existencia es puesta en riesgo, sólo es posible atisbarla a través de quienes fueron situados en ese umbral. Sin embargo, para una mayoría de quienes han sobrevivido a la desaparición se continúa prolongando la borradura, incluso como anulación de su experiencia: han sobrevivido, por lo que han dejado de-ser-desaparecidos y son borrados, una vez más, del espacio público. Es revelador que en los distintos listados o bases de datos que han pretendido dar cuenta de la magnitud de la desaparición forzada no se consideren, ni siquiera como mero dato, a aquellos que la han sobrevivido. Muchas y muchos no pudieron, no han podido, enunciar en primera persona esa experiencia: por el peso que aún tiene en sus cuerpos y almas, o porque la borradura misma impidió el reconocimiento de la propia experiencia, Lula reflexiona sobre ello:

yo nunca entendí que había sido detenida-desaparecida. ¿Sabes cuándo lo entendí? Cuando viene la declaración, cuando empiezo a trabajar con AFADEM,[3] yo cuando empiezo a trabajar con AFADEM fue antes de que saliera la declaración sobre la detención-desaparición forzada y entonces es cuando me cae el veinte y digo: entonces yo estuve detenida-desaparecida, ¡y dos veces!

O porque no se han habilitado socialmente tiempos y espacios de escucha de estas experiencias, quizá también porque ha tomado muchos años dimensionar lo vivido, ante el grado de violencia infringido. Treinta y siete años después de haber pasado poco más de tres meses como detenido-desaparecido, para Juan Antonio aún resultaba complejo configurar esa experiencia: “no creíamos que hubiéramos hecho algo tan serio… cuando más me irán a pegar una golpiza, y enciérrenlo… lo demás no lo esperábamos, […] no hemos hecho cosas tan serias como para haber sufrido eso”.

Reconocer la experiencia de la desaparición en voz de quienes la atravesaron, así como el grito “¿dónde están?”, que interroga por aquellos que no han logrado salir del dispositivo, son estrategias para romper la prolongación de la borradura y tratar de reinstaurar ese tiempo suspendido.

Si bien el dispositivo de la detención-desaparición tuvo un propio desarrollo dentro de la contrainsurgencia, consolidando sus procedimientos y modificando sus usos, hasta llegar a la eliminación como estrategia y sentido del dispositivo, la tortura fue el componente que estuvo presente en toda su implementación, y era el método principal para la desarticulación subjetiva y para la obtención de información que permitiera determinar las redes. Lula es categórica en su memoria: 

Y entonces llegamos a donde nos desvendan y era Tlascoaque, en los sótanos de Tlascoaque… Nos amarraba las manos junto con las patas. Nos ponían las manos atrás, nos las vendaban, y para asegurarse de que no fuéramos a hacer nada nos ponían ese mismo lazo con las piernas y nos amarraban. Y entre varios, porque yo sentía muchas manos, me metían al pozo. De allí para el real fue puro pozo, pozo, pozo, pozo […] Mientras estuvimos detenidos y nos tuvieron torturando, el diálogo era: “¿querían morir como guerrilleros? Ándele, se les va a conceder”.

La desestructuración del sujeto o su mantenimiento en una condición abyecta fue garantizada por largas sesiones de tortura, mecanismo de inscripción corporal de la lógica de violencia a la que estaban a merced. Juan Antonio lo señala así: 

Me pegaron una golpiza, “orita vas a ver, ¿sabes nadar?”, “poquito”, le dije. Me agarraron, me amarraron así por detrás las manos y me vendaron los pies hasta la rodilla y me aventaron para la alberca. Y allí abajo yo me aventé p’arriba como pude, y me agarraron […] “te voy a matar”, “maténme”… hasta que se enfadaron, me levantaron y me dejaron tirado […] Cuando oía caer el agua yo, cuando estábamos en el otro lugar, en la tina del baño, me ponía a temblar porque yo sabía, sabía lo que me iba a pasar. Diario, diario, diario me golpearon. Yo duré más de un mes que todos los días me golpearon, todos los días. Estaba molido en el piso de tanto golpe.

Conducido al cuartel de la 9ª Zona Militar, Ramón fue interrogado y torturado sistemáticamente. Allí permaneció alrededor de un mes. Poco después de un mes de estar detenido-desaparecido, fue trasladado al Campo Militar Número 1, junto con un grupo de detenidos, habrán llegado a mediados de febrero, allí su desaparición se hizo aún más oscura. En ese hoyo pasó Ramón el resto del tiempo que estuvo desaparecido, dos, tres meses, ya sin interrogatorios, ya sin tortura física, como si hubiera dejado de existir, en ese hoyo estuvo completamente desaparecido.

Sin mayores explicaciones, quizá la presión de las organizaciones de familiares de desaparecidos, quizá la exigencia de amnistía a los presos y desaparecidos políticos, nunca le dijeron nada, sólo que lo iban a sacar, junto con otros detenidos. Fue en julio de 1978 “cuando nos dan la noticia, viene esa incertidumbre. Ya me dicen ‘¿con quién te quieres ir?’, yo lo que quiero es irme, no le hace que me vaya solo. De dos en dos no soltaron”. Los dejaron en la terminal de autobuses del norte de la ciudad de México, les dieron dinero para medio pasaje y la amenaza de que si no se iban los matarían a las afueras de la estación. Ramón regresó en silencio a Sinaloa. No resultará fácil volver a aparecer.

Un aparecido es apenas un espectro, un retornado de la muerte. Algo de vida queda atrapado en la desaparición forzada, sobrevivirla es apenas recuperar un pedazo de ella, pero no toda. Algo queda atrapado de manera definitiva, y es necesario recuperarlo, aunque su imposibilidad haga estallar los esfuerzos. En ese ejercicio de lo imposible, la recuperación de la experiencia que cruza la desaparición forzada se presenta no sólo como el objetivo sino, sobre todo, como una necesidad ética y de método: volver entonces la mirada al proceso de borradura, a través de la experiencia de aquellos que la experimentaron en una de sus formas radicales, ofrece la posibilidad, en el método, de estructurar en una historia crítica del despliegue de la violencia de Estado en México y seguir su rastro hasta nuestro presente.  


[1]     Archivo General de la Nación (AGN), DFS, Reporte, 7 de julio, 1974, en expediente Lourdes Martínez Huerta versión pública, legajo único.

[2]     AGN, DFS, Informe, 1 de julio, 1976, en expediente Cristina Rocha Manzanares versión pública, legajo único.

[3]     Asociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos y Víctimas de Violaciones a los Derechos Humanos en México.

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