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Morena: de la resistencia por el desafuero al triunfo desaforado

Más allá de vicisitudes, ese movimiento logró presencia territorial nacional y una socialización política que, aunque intermitente, era constante.

Intentar comprender el origen de un partido político sólo con base en la fecha en que obtuvo su registro es algo tan reduccionista como interpretar el nacimiento de una persona sólo en función del parto, pero omitiendo el proceso de embarazo y gestación. Los fenómenos sociales, al igual que los individuos, resultan de una serie de acontecimientos y circunstancias que no sólo les dan vida, sino también sentido.

En ese tenor, se puede señalar lo siguiente: el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) es un partido político cuyo registro ante el Instituto Nacional Electoral (INE) data de julio de 2014, pero que en apenas siete años se convirtió en la organización política más exitosa en la historia electoral mexicana, al tornarse, desde su primera elección en 2015, en cuarta fuerza política nacional y primera en la Ciudad de México (mientras los partidos recién fundados suelen apenas pelear por conservar el registro); y, en las elecciones sucesivas de 2018 y 2021, volverse el partido gobernante a nivel federal, lograr mayoría en el congreso y, en un hecho sin precedentes, obtener en ese lapso 21 gubernaturas.

¿Qué entraña esta inédita cauda de triunfos? La explicación no recae en una simple inercia de un “voto de castigo” que en 2018 salió de la nada, como aseguran diversas voces públicas, sino que radica en que Morena es un partido de registro reciente pero con una historia activa que rebasa por mucho a su fecha fundadora. Y ese pasado vivo es la mejor explicación de Morena en su condición de debutante experimentado. Y, también, ello explica su autodefinición como partido-movimiento.

Así, debe su fundación a la articulación de un liderazgo político persistente, el de Andrés Manuel López Obrador, y de una capa plural y movilizada de ciudadanos que, si bien nunca renunciaron a las reglas institucionales y estrategias de lo político, supieron imprimir un sello particular a su actuar, al combinar, con relativo éxito, objetivos coyunturales —propios de un movimiento social que busca enfrentar una desventaja concreta— con un proyecto más amplio de nación —propio de un movimiento político que busca el poder por la vía democrática—.

En ese sentido, la articulación que da vida a Morena tiene raíces ideológicas diversas y añejas, pero una génesis concreta: la coyuntura de 2004-2005, cuando López Obrador fue desaforado como jefe de gobierno de la Ciudad de México, en la antesala de la elección de 2006, un hecho autoritario que puso en entredicho la democracia mexicana.

Esa coyuntura tenía un contexto específico: en la elección histórica del 2000 se suscitó la primera alternancia presidencial en México, con el triunfo del Partido Acción Nacional (PAN) —con Vicente Fox como candidato—, tras setenta años de dominio del Partido Revolucionario Institucional (PRI), cuestión que se interpretó como un saludable corolario al largo proceso democratizador mexicano, avivado por diversas gestas sociales (movilizaciones estudiantiles, campesinas, obreras del siglo XX) y procesos institucionales (como la reforma política de 1977 o la autonomía de la autoridad electoral tras el fraude de 1988). Ese cambio de partido en el poder, más la relativa fortificación de otras expresiones políticas, como los triunfos perredistas en las elecciones de la Ciudad de México en 1997 y 2000 (con Cuauhtémoc Cárdenas y López Obrador respectivamente), parecieron dejar en claro que la competencia democrática sería ahora el nuevo escenario en el régimen mexicano.

Sin embargo, el propio gobierno de Fox revirtió ese proceso, cuando en vez de asumir las diferencias ideológicas con los gobiernos locales como parte sustancial de la democracia, empleó coartadas ilegítimas para combatirlas. Así, mientras el PAN en el gobierno federal mantuvo una inercia económica adscrita al libre mercado —igual que sus últimos predecesores priistas— y enfrentó trabas institucionales para echarla a andar, en la capital del país el gobierno de López Obrador contrastó no sólo por su distancia crítica con ese modelo de país, sino que hizo distintiva la participación pública para instaurar programas sociales, obras colectivas y proyectos de largo plazo, con una relativa eficacia que contrastó con la inoperancia foxista y que, tras la elección intermedia de 2003 (donde el Partido de la Revolución Democrática —PRD— arrasó en la Ciudad de México), impulsó al tabasqueño como un aspirante de fuerza indiscutible de cara a la sucesión en 2006.

Ese hecho fue un punto de quiebre porque implicó que el gobierno de Fox enfocara sus esfuerzos en una tarea autoritaria: tratar de contener a López Obrador en esa aspiración, no mediante las armas democráticas de la crítica o la confrontación de ideas, sino empleando ilegalmente recursos públicos y el aparato del Estado, en una campaña que inició con denuncias forzadas y actos ilegales (como los videoescándalos o el caso del Paraje San Juan) y derivó en 2004 en una acusación falsa de desacato, hecha por la entonces Procuraduría General de la República (PGR), además de que solicitó al congreso desaforar por ello al jefe de gobierno, en un entorno en que, en última instancia, tal acusación podría derivar en su encarcelamiento y pérdida de derechos políticos.

Ahí radica la semilla de Morena, porque ese proceso histórico derivó en una reacción ciudadana sin precedentes: los simpatizantes se movilizaron de manera persistente, masiva y a nivel nacional para oponerse al desafuero, por interpretarlo, con razón, no como una causa legal, sino como una coartada autoritaria para anular a un contrincante político y negarle su derecho a participar en la contienda electoral.

Así, la masividad, objetivos e impulso de esa reacción ciudadana contra el desafuero constituirían poco después la raíz fundamental de Morena como partido-movimiento.

Su masividad se distingue porque esa movilización se trató de un fenómeno que rebasó a los partidos, donde una cauda plural de ciudadanos sin militancia en el PRD pero con algún grado de simpatía política por el jefe de gobierno (o simplemente apelando a la democracia) alzó la voz en contra de un acto ilegítimo y, por sí misma, gestó esfuerzos ajenos a las estructuras partidistas para lograr su cometido (mediante asambleas vecinales, foros, conferencias semanales, círculos de estudio, etcétera), en un proceso que en breve tiempo derivó en la movilización social más numerosa en la historia hasta entonces, y que tuvo en la Marcha del Silencio de abril de 2005 su principal expresión, con una asistencia de 1.2 millones de personas.

La segunda característica definitoria de esa movilización radicó en sus objetivos, porque buscaba, en primera instancia, exigir la anulación de un acto judicial sin bases, pero, en última instancia, en el fondo articulaba un reclamo para denunciar un acto arbitrario que podría eliminar la legítima aspiración presidencial de un político y, asimismo, una maniobra golpista contra un gobernante electo democráticamente. Esto era condenable en sí mismo, pero además se agravaba por el hecho de ocurrir en el llamado gobierno de la transición democrática, un proceso que quedaba, así, en un grave peligro.

Y la tercera característica resaltable es su impulso, porque esa movilización tuvo como denominador común la defensa de la democracia, pero convocó también a un amplio y plural sector social que simpatizaba con López Obrador, y reconocía en su gestión —a juzgar por su desempeño como mandatario local— un eventual proyecto de nación distinto al que enarbolaba el gobierno de Vicente Fox. Había ahí una simiente ideológica: la simpatía por un modelo diferente de país y un diagnóstico político que resultó certero: la noción de que al tabasqueño se le acosaba por preconizar ese modelo y no por algún desacato judicial.

En una tesis que sintetiza ese proceso histórico, el desafuero de AMLO significó un pábulo para una movilización amplia que no sólo defendió el proceso democratizador mexicano, sino que simpatizaba con un eventual cambio de régimen político hacia un proyecto nacionalista-progresista, basado en las líneas generales con que López Obrador había gobernado la Ciudad de México.

La resistencia contra el desafuero, en su amplitud movilizada, significó —con sus asambleas vecinales, sus círculos de estudio, grupos de discusión que poco a poco se dotaron de lugar y horas constantes— el inicio de un proceso de socialización política y territorialización, es decir, personas dispuestas a difundir y discutir ideas políticas y labrar con ello la promoción de un proyecto de nación de cara a 2006.

En los hechos, esa simiente de la movilización del desafuero fue el inicio de una especie de partido sin registro: un cúmulo ciudadano que invirtió tiempo y esfuerzo en mantener viva esa estructura territorial y sus tareas de socialización política de cara a diversas coyunturas, donde sobresale el cuestionamiento a las iniquidades de la elección de 2006 y el refinamiento de un nuevo proyecto de nación, que tendría como base la oposición al gobierno emanado de esa elección cuestionada (encabezado por Felipe Calderón) y que, en la resistencia contra la agenda calderonista, se construyó a sí mismo una identidad política distintiva a través de un episodio crucial, entrañado en  la reactivación de la movilización en las calles en el 2008, esta vez no por un objetivo electoral, sino por una lucha doctrinaria: la oposición a un intento de reforma energética del gobierno del panista, que en abril de ese año pretendía permitir la inversión privada en el sector y la modificación del artículo 27 constitucional.

La oposición a esa reforma presentó también un escenario sin precedentes, en un proceso social que articuló tanto una protesta política de amplio alcance (similar a la del desafuero), como una sumatoria de voces públicas para la construcción de una alternativa soberanista sobre los recursos energéticos en México, y un ala institucional (con integrantes del PRD, Partido del Trabajo —PT— y Convergencia), que desde recintos legislativos buscó ser correa de transmisión de esas ideas.

Es decir, si el desafuero de 2005 fue el inicio de una movilización que simpatizaba con un cambio de régimen, el sexenio de 2006 a 2012 fue la plataforma en la que se tornó en un movimiento de mayor estructuración y claridad en su identidad política; proceso donde el movimiento aprovechó ciertas estructuras prexistentes (sobre todo la interlocución con partidos afines, como los mencionados), pero no estuvo exento de resistencias externas —como la embestida mediática del calderonismo— e internas (como el abandono por parte del sol azteca, sobre todo a partir de 2008, cuando la corriente Nueva Izquierda se impuso en la dirigencia del partido).

Más allá de vicisitudes, ese movimiento logró presencia territorial nacional y una socialización política que, aunque intermitente, era constante y se hizo visible con una variedad de denominaciones y participaciones públicas: la Convención Nacional Democrática de 2006; la conformación del llamado gobierno legítimo en 2006-2007; el Movimiento en Defensa del Petróleo en 2008; el acompañamiento a las movilizaciones del Sindicato Mexicano de Electricistas (SME) en 2009 y del movimiento “No más sangre” en 2010; en un protagonismo opositor cuya militancia no quedó en el aire, sino en el registro sistematizado de simpatizantes y, hacia 2011, con el renombramiento de esa estructura como Movimiento Regeneración Nacional (en homenaje al periódico Regeneración de los hermanos Flores Magón), que contaba con más de cuatro millones de afiliados. Un devenir que concatenaba siete años de acciones políticas, cuyos principales denominadores fueron, en lo práctico, la denuncia de inequidades electorales y, en lo ideológico, la ponderación de la soberanía nacional y la restitución de derechos sociales.

Tal actor político, en tanto articuló lo institucional con la movilización para expresar sus causas, se definió a sí mismo como movimiento para identificarse como una fuerza que, si bien se encauzó en la ruta electoral, no se limitó a ella y jugó en todos los campos que pudo (político, legal, social, institucional, activista) y que, a diferencia de otras organizaciones, hizo de la socialización política, del recorrido de calles y de los objetivos no electorales, banderas persistentes.

La elección de 2012 fue una prueba de fuego para el movimiento, tanto para evaluar sus contingencias internas (su relación de conflicto con el PRD) como para medir fuerza ante sus adversarios externos. El resultado de esa contienda —donde de nuevo el triunfo de Enrique Peña Nieto se vio opacado por múltiples irregularidades cometidas— significó un segundo lugar oficial, pero también una plataforma definitoria: pese a la derrota legal, ese movimiento —en unión con la plataforma partidista que abanderó por segunda vez la candidatura de López Obrador— obtuvo la mejor votación para las izquierdas en su historia (más de 15,8 millones de votos) y el Movimiento Regeneración Nacional, en su papel de estructura electoral paralela a los partidos, fue el insumo central para que, de manera inédita, esas izquierdas lograran cubrir el 71 por ciento del territorio nacional para la vigilancia de casillas y labores de socialización política y territorialización; números que las izquierdas partidistas no habían alcanzado hasta entonces.

La disyuntiva postelectoral de 2012 se fijó así en si esa organización debía persistir en la ruta de ser un movimiento —con la incertidumbre de lidiar con cúpulas partidistas cada vez más distantes— o buscar la formalización propia. En una asamblea representativa celebrada el 20 de noviembre de 2012, una abrumadora mayoría de delegados del movimiento de todo el país optó por la segunda opción, para así buscar la ruta de la formalización partidista.

Con una velocidad inusitada —de octubre de 2013 a enero de 2014—, Morena logró reunir los requisitos numéricos de celebrar 32 asambleas estatales con tres mil personas cada una como mínimo —según lo estipulado por la ley electoral— para solicitar su registro ante el INE como partido político nacional, cuestión que logró también en tiempo récord, en tanto que la autoridad electoral mexicana avaló sus asambleas formativas y los requisitos documentales (estatutos, principios y programa) del partido, y en julio de 2014, apenas seis meses después de sus asambleas fundacionales, logró su registro legal como partido político nacional.

La celeridad de ese proceso no es una casualidad, sino consecuencia lógica del activismo persistente de un movimiento que, con más trabas que recursos y con más voluntad que incentivos, fue la oposición protagónica en el sexenio previo y que hizo propia prioridad algo que otros partidos habían abandonado: el recorrer el territorio nacional no sólo difundiendo ideas políticas, sino recogiendo problemáticas locales.

El registro de Morena como partido político en 2014 no fue una decisión súbita, sino más bien el corolario de un proceso que, una década atrás, inició como una movilización que buscó sacudir las iniquidades electorales y terminó cuestionando el sistema de partidos en su totalidad. Su reto hoy, como se observa, no recae en atraer votantes, sino en distender los sacudimientos —entre ellos la intromisión atrapatodo y la reproducción del pragmatismo a ciegas— que el partido, por su fuerza inusitada, hoy alberga en sí mismo.

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