Los operarios y beneficiarios del amparo —y en general del aparato judicial— tienen pocos o ningún incentivo para proponer la adecuación de las instituciones, leyes y procedimientos que buscan garantizar la administración de justicia en el país.
El presidente ha sido apuntado como el responsable de que Yasmín Esquivel —la ministra que no debería ser ministra— continúe en su cargo en la Suprema Corte de Justicia de la Nación. La verdad es otra. El proceso para revocar el título de licenciada en derecho de la (aún) ministra fue interrumpido por Sandra de Jesús Zúñiga, jueza federal que otorgó la suspensión definitiva. Tal interrupción permanecerá hasta que se resuelva el juicio de amparo promovido por la ministra. ¿Cuáles son sus argumentos? Los de siempre.
Un despropósito. Quien —en la más infantil e ilusa teoría— debería velar por la aplicación justa de la ley, ha echado a andar, en beneficio propio, el de por sí saturado aparato de justicia. Para aplazar lo inevitable. Para defender lo indefendible. La ministra, con una desfachatez inaudita, ha promovido un amparo para evitar ser sancionada por un hecho probado: el plagio de su tesis de licenciatura. El abuso en la utilización del amparo por parte de la (todavía) ministra evidencia lo que veníamos intuyendo: el amparo se ha prostituido. Se hace trampa con él. Se enreda y engaña al aparato jurisdiccional en nombre de la justicia. Aquel juicio que nació para defendernos de actos de autoridad está siendo utilizado con fines meramente estratégicos y para retrasar procesos judiciales. ¿Podemos permitirnos esto en un país con niveles alarmantes de impunidad? ¿Podemos concedernos esta exquisitez cuando nuestros jueces ya tienen demasiados casos por resolver? Preguntas retoricas.
El amparo en México existe para tres fines y —como sabemos— quien a dos (o tres) amos ha de servir, a alguno de ellos ha de mentir. La primera finalidad es proteger derechos humanos. Pensemos, por ejemplo, en el amparo que se interpone por la víctima de una detención ilegal; éste serviría para obtener su liberación. La segunda finalidad del amparo es ser mecanismo de control de constitucionalidad. Para ejemplificar este supuesto pensemos en el amparo otorgado en favor de una mujer criminalizada por una fiscalía local por abortar. El amparo en este caso ordenaría su liberación si considera que el delito de aborto es contrario a la constitución. La última finalidad del amparo se encuentra en fungir como forma de control de legalidad: para proteger las garantías de legalidad y seguridad jurídica de los artículos 14 y 16 constitucionales. El amparo promovido por la ministra Esquivel para dilatar su proceso encuadra en este último supuesto. Para obtener tal protección, la (todavía) abogada, ha argumentado la vulneración a una adecuada defensa, al debido proceso, a la seguridad jurídica y a la legalidad por parte de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
Lo intentado por la (aún) ministra no es novedoso, acaso lo contrario, comienza a aburrirnos: el uso del amparo por y para los más desafortunados personajes y causas. Para muestra, dos ejemplos más.
Linda Cristina Pereyra, esposa de Genaro García Luna, está denunciada ante la Fiscalía General de la República(FGR) por el delito de operaciones con recursos de procedencia ilícita y ante una corte civil de Florida por sustraer alrededor de 750 millones de dólares del erario mexicano. Por ello, la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) de la Secretaría de Hacienda la había incluido en la lista de personas bloqueadas, para que no pudiera realizar movimientos financieros con tales recursos. No parece una exageración. Al contrario, parece lógico, lo obvio, lo justo. No obstante, apenas unos días después de que su esposo fuera encontrado culpable en Estados Unidos por cinco delitos relacionados a vínculos y sobornos con el narcotráfico, la justicia mexicana otorgó un amparo a Pereyra y, con ello, desbloqueo sus cuentas bancarias.
En la lista de amparos recientes (y descarados) sigue el del exgobernador de Tamaulipas Francisco Javier García Cabeza de Vaca. A él le fue otorgado un amparo contra la orden de aprehensión emitida en su contra por lavado de dinero y delincuencia organizada. Nada insólito: el poder judicial al servicio de unos pocos, rindiendo pleitesía a los ricos, a sus amigos, a los poderosos. La justicia, que debería ser ciega, parece estar parcialmente vendada al servicio de los más bribones.
Como veníamos olfateando, el amparo se ha orillado para dar paso a la trampa y la estrategia legal adecuada, alejándose así de su objeto primordial: la protección de los derechos humanos, su primera finalidad. Es así como la invención mexicana de la que alguna vez nos jactamos con tanto orgullo —el juicio de amparo— se redujo a una simple instancia jurisdiccional adicional. Un escalón añadido a la escalera de la justicia.
La sobreexplotación del amparo por parte de actores como estos tiene a nuestro sistema judicial —seré modesta— colapsado. No es ninguna sorpresa que, para los vulnerables, beneficiarios naturales del amparo, sobren poca tinta, pocos jueces, poco tiempo, casi nada de entusiasmo. Como intuíamos, el amparo sirve mal a uno de sus tres amos, cojea de la pata con la que debería defender derechos humanos.
¿Cómo llegamos hasta acá? ¿Por qué nadie nos detuvo? ¿Por qué nadie salvó a nuestro preciado juicio de amparo? Fácil: porque el estado actual de las cosas beneficia a las personas correctas. Mejor dicho, porque el estado actual de las cosas beneficia a las personas al mando. Los operarios y beneficiarios del amparo —y en general del aparato judicial— tienen pocos o ningún incentivo para proponer la adecuación de las instituciones, leyes y procedimientos que buscan garantizar la administración de justicia en el país.
Además, y no es cosa menor, debemos destacar la naturaleza del poder judicial, que lo mantiene lejano al cambio. La independencia judicial requerida a jueces y magistrados los retiene apartados de los otros dos poderes que, históricamente, han demostrado ser mucho más adeptos al cambio. Los poderes ejecutivo y judicial son de naturaleza esencialmente política y, por tanto, diseñados para responder fácilmente a los cambios de la opinión pública y las demandas sociales. El judicial —por diseño— ha nacido independiente y objetivo. Y está bien, su tarea es la interpretación del derecho, no su creación. Es comprensible que su evolución y adaptación sean menos flexibles y más prolongadas en el tiempo: se busca de él estabilidad y predictibilidad. Además, y tampoco es cosa menor, la formación de los juristas y operadores jurídicos suele ser conservadora y reacia al cambio: los jueces y abogados suelen estar a la derecha del resto de la sociedad. Los abogados estudian leyes y los casos históricos relacionados; han aprendido que el derecho es estático, tradicional. Han asimilado un proceso de creación lento, cuidadoso. Su cautela para adoptar cambios es comprensible.
En el 2021 el poder judicial en México fue medianamente trastocado por una reforma. Las modificaciones logradas dieron paso a un poder ligeramente más eficiente y profesional. La reforma mejoró la regulación de los derechos laborales de los funcionarios judiciales, amplió y mejoró la defensoría de oficio, elevo a rango constitucional el combate a la corrupción, al nepotismo, al acoso sexual y a la violencia de género. Aunque las medidas son importantes, lejos estuvieron de ser suficientes, de ser el terremoto requerido. La reforma no tocó un tema medular: la justicia y a sus operadores. Esa reforma nos la quedaron debiendo.
Hoy, en buena medida, estamos conscientes de la transformación requerida en el poder judicial por la divulgación de sus resoluciones impulsada por algunos de sus integrantes, miembros de otros poderes y de los canales de comunicación. El escrutinio de tales sentencias —no obstante que ha sido considerado injerencista— es en realidad una herramienta fundamental para fomentar la transparencia y la rendición de cuentas en el sistema de justicia. La opacidad y falta de supervisión que caracterizó su actuar en el pasado trajo consigo resoluciones injustas y corrupción. Gracias al escrutinio al que ha sido sometido, el poder judicial se ha situado en el centro del debate público y ha generado preguntas fundamentales sobre su necesaria transformación.
El poder judicial tiene una deuda pendiente con la ciudadanía: una reforma profunda que toque la justicia en su esencia y ataque los privilegios que impiden que todos tengamos acceso a ella. La transformación que necesitamos debe simplificar los procedimientos jurisdiccionales y hacerlos más eficientes y accesibles para todas las personas, especialmente para quienes menos tienen. Hoy, nuestros procesos judiciales son tan costosos y complejos, que tienen acceso a ellos poquísimos privilegiados. Esto se traduce en que el poder judicial se aleje del pueblo y se acerque al poder económico. En suma, la transformación judicial que hemos pedido y que llevan tiempo negándonos es eso: justicia efectiva para más personas.
Nos han prometido y no han cumplido: el poder judicial nos adeuda su transformación. Urge la eliminación de instancias innecesarias que, en la práctica, han demostrado ser nocivas para el funcionamiento del Estado y atentar contra la impartición de justicia. Es inaplazable acabar con la utilización abusiva del amparo como forma de control de legalidad. Así lo demuestran los casos recientes de la ministra Yasmin Esquivel, de Linda Cristina Pereyra y de Cabeza de Vaca.
Una reforma del juicio de amparo como el que se sugiere no sólo tendría un impacto evidente, además abriría la puerta a explorar con mayor seriedad las opciones y recursos efectivos que cumplan con los estándares de la Convención Americana de Derechos Humanos: mediación, arbitraje y otros mecanismos alternativos de impartición de justicia. Tales soluciones alternativas podrán liberar de importantes cargas al aparato de justicia, actualmente colmado. El fomento de estas alternativas abriría espacios a formas más efectivas y accesibles para resolver conflictos sin la necesidad de recurrir a juicios largos y costosos.
Los procesos de capacitación, formación y renovación de jueces y magistrados son también tareas pendientes y centrales. Tales procesos, además de contribuir en el combate contra la corrupción, fomentan la independencia judicial y garantizan juzgadores actualizados en conocimiento —técnico y tecnológico—, dispuestos a asumir nuevas prácticas y tecnología en beneficio de la justicia.
Un renovado sistema de justicia no podrá ignorar la urgente reforma que nos toca a los abogados: operadores necesarísimos en el accionar del aparato judicial. La profesión de abogado, originalmente cercana a la justicia, hoy está lejos de ser considerada honorable. La hemos corrompido hasta convertirla en un vulgar negocio. Hoy los despachos de abogados funcionan más como empresas comerciales que como auxiliares en la impartición de justicia: el neoliberalismo también avanzo ahí. La reforma a la abogacía deberá imponer la colegiación de sus miembros para establecer requisitos básicos de capacitación y supervisar el cumplimiento de normas éticas y profesionales mínimas. El correcto ejercicio de la profesión debe dejar de ser visto como un acto meramente privado. El correcto ejercicio de la profesión es un asunto de interés público. No más, pero tampoco menos.
El poder judicial mexicano, tristemente, se encuentra en una deuda insalvable con la sociedad que dice proteger. A lo largo de los años, el abuso del amparo ha sido una herramienta recurrente de aquellos que ostentan poder y riqueza, desviando así su verdadero propósito y protegiéndose a sí mismos en detrimento del bienestar de la mayoría.
¿Cómo puede la justicia ser considerada tal si sólo se utiliza para retrasarla y mantener a flote intereses egoístas?