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Lo judicial es político: la justicia tras el paso de la cuarta transformación

Históricamente, el poder judicial vivió en la clandestinidad. A menos que uno formara parte de la contienda legal, fuera miembro del poder judicial o uno de sus operadores, sus resoluciones pasaban de noche.

Al movimiento que lidera Andrés Manuel López Obrador se le pueden reconocer méritos, regatear logros y exigir cuentas. En esa dualidad reside el funcionamiento saludable de nuestro régimen democrático. Lo que resultará más difícil para sus detractores será negar que la maniobra política guiada por el presidente implicó la metamorfosis de la vida pública en el país. En esta ocasión, me referiré a la mutación provocada por la llamada cuarta transformación en el poder judicial.

Al hablar del poder judicial, mi atención se dirige tanto a la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), como a los tribunales federales y locales que funcionan en cada uno de los estados del país. Ese poder no se limita simplemente a impartir justicia o a resolver conflictos entre particulares o entre estos y el Estado, sino que el poder judicial funciona también como guardián del orden constitucional, al asumir la tarea de resolver juicios de amparo, controversias constitucionales y acciones de inconstitucionalidad. En ejercicio de tales atribuciones es que el poder judicial revisa que las leyes, los tratados internacionales y los actos de autoridad cumplan con lo señalado en nuestra carta magna. Por ello, podemos afirmar que el poder judicial es uno de los tres pilares en que descansa el ejercicio del poder estatal, un contrapeso que se erige para restringir a los otros dos poderes de la Unión: el ejecutivo y el legislativo.
Históricamente, el poder judicial vivió en la clandestinidad. A menos que uno formara parte de la contienda legal, fuera miembro del poder judicial o uno de sus operadores, sus resoluciones pasaban de noche. Nada insólito. El poder judicial suele funcionar así en el mundo. La explicación se encuentra en su autonomía, en la difusa atención mediática que recibe, en el sectarismo arraigado en sus actores y operadores, y en la complejidad técnica de sus resoluciones. Estas particularidades se tradujeron en falta de control y en poquísima transparencia.

Por lo que hace a su autonomía, es claro que la separación de poderes es una de las garantías que —en cualquier Estado democrático— el poder judicial requiere para funcionar. No obstante, tal característica no debe ser comprendida como inmunidad o falta de escrutinio. La autonomía no puede constituir licencia para no ser transparente o no rendir cuentas. El poder judicial puede y debe ser revisado, en aras de encontrar un equilibrio saludable con los otros poderes; debe ser reevaluado y estar abierto al escrutinio público en consideración con su bajísima legitimidad social.

La limitada atención mediática de sus resoluciones se explica en conjunto con la complejidad técnica de las mismas. La dificultad de comprender sus determinaciones actúa como un muro que impide a los medios comunicarlas de forma sencilla. Pensemos, por ejemplo, en el reciente caso de la detención y procesamiento del fiscal de Morelos Uriel Carmona. Resultó prácticamente imposible encontrar un medio de comunicación que lograra esclarecer —con peras y manzanas— por qué su detención se encontraba dentro del marco legal. Ni un solo abogado se aventuró a descifrar de manera simplificada que, si bien el fiscal contaba con inmunidad a nivel federal, no se extendía a nivel local. La tarea de traducir el lenguaje jurídico al español accesible no es codiciada; debería serlo.

No puedo dejar de mencionar el patente fenómeno de sectarismo que ha caracterizado al poder judicial y lo ha cerrado deliberadamente. En su seno, jueces y abogados pretenden monopolizar su comprensión y funcionamiento para que sólo ellos puedan interpretarlo y operarlo: la más descarada opacidad en beneficio propio y de sus clientes. Ese sectarismo se ha traducido en dificultad para que el resto entendamos y asimilemos la información relevante, dejándonos en abierta incertidumbre respecto al funcionamiento de uno de los poderes de la Unión.

En resumen, lo que el poder judicial ha elegido hacer es resguardarse tras el velo de su especialización técnica. La ley es la ley. La ley —técnica y enredada— es presentada como la creación de ilustres juristas y operada por jueces íntegros y perfectos. Sobre esta base se nos exige depositar nuestra confianza en la justicia nacional. La ceguera con la que se representa a la justicia se ha transmitido a la sociedad: no vemos ni comprendemos a este actor político. Los profesionales del derecho solemos llenarnos la boca con expresiones como “certeza” o “seguridad jurídica”, cuando no tenemos la más mínima intención de informar a terceros acerca de cuáles son sus derechos y cómo operan en la práctica. En este estado se encuentra nuestra justicia: lejos de la mayoría y distante de la equidad.

Con este sistema judicial se encontró la llamada cuarta transformación.
Su llegada marcó el inicio de un desafío al poder judicial, que comenzó a ser retado y cuestionado. Por supuesto que la acometida no gustó. La sacudida fue vista con malos ojos por sus miembros, sus operadores, y, sobre todo, sus beneficiarios. El primer asalto llegó en 2021 con una tímida reforma que buscaba mejorar la regulación de los derechos laborales de los funcionarios judiciales, ampliar y mejorar la defensoría de oficio, elevar a rango constitucional el combate a la corrupción, el nepotismo, el acoso sexual y la violencia de género. Después vendría lo bueno. Desde la mañanera —esas conferencias diarias que el presidente sostiene desde que asumió el poder en diciembre de 2018—, López Obrador comenzó a evidenciar resoluciones problemáticas tanto del ámbito judicial federal como del local. Dirigió nuestra atención hacia lo que estaba oculto: el poder judicial que permanecía elusivo al escrutinio público. Esta administración ha destapado no sólo decisiones controvertidas; ha sembrado el interés de comprender cómo opera el antes oscuro poder que ahora es examinado bajo una lupa intensa.

Los jueces y sus aliados han fundado la defensa del poder judicial en dos máximas: “la ley es la ley” y “lo jurídico no es político”. Estas populares afirmaciones —en apariencia sólidas— merecen un análisis riguroso. Afirmar que la “ley es la ley” implica una visión inamovible de la justicia. Nos obliga a ignorar todo contexto e implicaciones sociales de su aplicación. En esencia, nos incita a perpetuar errores y leyes injustas. El sistema legal es, por naturaleza, dinámico y susceptible de perfeccionamiento. Su operación también debe entenderse como objeto de evolución. Por otro lado, ignorar el matiz político de las decisiones jurídicas, además de ser simplista, pasa por alto la interconexión entre ambos dominios. Libera de responsabilidad a las decisiones judiciales. Proyecta a los jueces como meros autómatas, despojados de cualquier consideración ética y social. La justicia es política, la justicia es mutable, la justicia es contexto.

Lo que aquí sostengo es que la llegada de la cuarta transformación abrió las puertas al escrutinio del poder judicial. Incitó la revisión de aquel poder que se encarga de la aplicación práctica de todos nuestros derechos. ¿Alguien se atreverá a minimizar su trascendencia? Sorprende observar que hay quienes tachan tal escrutinio como intromisión indebida o abuso de poder. Discrepo. Mientras algunos ubican la independencia como el centro de la fortaleza del poder judicial, otros situamos su integridad y el fortalecimiento de la confianza pública en la administración de justicia como sus pilares fundamentales. El escrutinio ejercido por parte del ejecutivo sobre las labores judiciales no implica, en modo alguno, una usurpación de competencias. El ejecutivo, en esencia, nos representa a todos, incluso en la supervisión, evaluación y señalamiento de las dinámicas de las instituciones públicas. El poder ejecutivo —independientemente de quien lo encabece— tiene la facultad y obligación de actuar como contrapeso y mecanismo de control.

El escrutinio de las funciones del poder judicial desmantela la asimetría que durante tanto tiempo dimos por sentado: fomenta la transparencia y la rendición de cuentas en su operación, desafía la tendencia sectaria y el velo de secrecía que protegía al apartado de justicia. Nos permite identificar sus deficiencias, contradicciones y fallos sistémicos.
¿Por qué molesta? ¿Quién no aspira a una mejora significativa en la administración de justicia?

El poder judicial se encuentra actualmente bajo escrutinio, no bajo asalto. Desde el ejecutivo y el legislativo se plantean reformas para mejorar su desempeño, acercarlo a la ciudadanía, prevenir actos de nepotismo y corrupción y restaurar su legitimidad. Desde la elección popular de ministros de la Corte, recortes salariales, modificaciones orgánicas del poder, hasta la limitación de aquellos asuntos de los que pueden conocer y que afecten el funcionamiento estatal. Es un gesto audaz.

En respuesta, el poder judicial y sus operadores han adoptado una postura defensiva. Han alzado sus escudos y desenvainado sus espadas, preparados para luchar por un sistema que durante años operó en su propio beneficio. El campo de batalla se ha delimitado y la lucha ha iniciado. Si bien no considero que la propuesta central que abandera el presidente sea la correcta, es decir, no creo que los ministros de la Corte deban ser elegidos a través del voto popular, sí coincido en que el poder judicial requiere de una reforma en materia de justicia que toque a quienes la operan y la forma en que es administrada. Hoy, la designación de ministros de la Corte ya funciona en términos democráticos y con la participación de los otros dos poderes. Es el senado quien realiza su designación y el ejecutivo quien presenta las ternas respectivas.


La oposición no sólo se ha atrincherado en torno al poder judicial, también lo está usando como campo de batalla en contra de los otros poderes. Se ha convertido en su principal instrumento. Desde ahí se promueven amparos a diestra y siniestra en contra de los proyectos de esta administración, inclusive se ha convertido en práctica común un accionar del saturadísimo poder judicial para atacar adversarios. Véanse, por ejemplo, los amparos iniciados por la aspirante del Frente Amplío por México para que el presidente le permita el acceso a la conferencia matutina. Quienes se atreven a afirmar que lo judicial no es político han optado por utilizar aquel escenario como campo de batalla política en contra del presidente.

Lo que la cuarta transformación ha provocado en materia de justicia no puede subestimarse. Ha retirado el velo que ocultaba a quienes administraban y distribuían la justicia en el país. Ha incorporado a la narrativa pública la posibilidad de cuestionar al todopoderoso poder judicial. Un poder político que —no se nos olvide— se negó a reducir sus salarios conforme lo que mandataba la Ley de Austeridad Republicana y ha mantenido al país sumido en niveles inadmisibles de impunidad.

En este escenario de choque entre poderes y narrativas, el poder judicial se erige como el terreno de una batalla que trasciende las paredes de los tribunales. No es un mero escenario de litigio, sino una arena donde las contiendas políticas y las pugnas de poder se encuentran. La batalla trasciende las teorías y las afirmaciones simplistas. Más allá de partidos y colores, está en juego el futuro de un sistema de justicia revestido de solemnidad que no ha podido responder a las necesidades de la sociedad en búsqueda de equidad y transparencia. El objetivo es uno: que el sistema de justicia logre, finalmente, servir a todos por igual.

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