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La vergonzosa y entreguista política exterior del PRIAN

El periodo más vergonzoso de la política exterior mexicana se inauguraría con Vicente Fox y su canciller Jorge G. Castañeda Gutman.

De la nada, nada sale. Todo cuanto existe tiene una razón y una historia, salvo para los gobiernos neoliberales de Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, quienes quisieron remar contra la historia de México e inventarse una nueva política exterior caracterizada por la sumisión a Estados Unidos. Ya fuera por interés personal o de camarilla para colocarse en alguna de sus empresas o consultorías pasada su gestión, o porque sus mentes colonizadas realmente consideraban que la sumisión a los intereses de Estados Unidos se había vuelto de veras equivalente al interés nacional o, mejor aún para ellos, una combinación de ambos. Sin embargo, la historia es necia y lo que atestiguamos fue su fracaso: ni Jorge G. Castañeda se atragantó con su “enchilada completa” ni Luis Videgaray logró compartir el pan y la sal con Donald Trump por conocer al primo del hermano del señor que no fue a la fiesta, como suele suceder en Atlacomulco.

Los principios de política exterior, consagrados en la fracción X del artículo 89 constitucional, tienen su origen en la experiencia histórica traumática de México durante el siglo XIX y principios del XX. La autodeterminación de los pueblos; la no intervención; la solución pacífica de controversias; la proscripción de la amenaza o el uso de la fuerza en las relaciones internacionales, y la igualdad jurídica de los Estados tienen su base en las doctrinas Juárez, Carranza y Estrada.

El principio de no intervención en los asuntos internos de otros países derivó de la invasión francesa para apoyar al imperio de Maximiliano de Habsburgo.

La igualdad jurídica de los Estados, la reafirmación del principio de no intervención, la autodeterminación de los pueblos y la proscripción de la amenaza o el uso de la fuerza en las relaciones internacionales que forman parte de la doctrina Carranza tienen su origen en la toma de Veracruz por parte del ejército estadounidense y de los múltiples intentos de este país por invalidar el artículo 27 de la nueva constitución, que proclamó la propiedad originaria de la nación de las tierras y aguas, incluidos minerales e hidrocarburos del subsuelo —un artículo que tampoco surgió de la nada, sino que deriva del derecho colonial, según el cual las tierras y minerales pertenecían al rey en tanto representante de la nación.

Finalmente, la doctrina Estrada apunta que México no se arroga el derecho de reconocer o desconocer Estados y gobiernos, sino que simplemente envía, mantiene o retira embajadores propios y de otros países. Esta doctrina tiene también su principio en las múltiples intervenciones que México padeció respecto al reconocimiento de sus gobiernos en el siglo XIX y los posrrevolucionarios, especialmente por parte de Estados Unidos. Como es posible apreciar, estos principios tuvieron como objetivo salvaguardar la soberanía nacional, el proyecto político y social de la Revolución mexicana, y abrir cierto margen de autonomía relativa frente a la potencia del norte, que desde el siglo XIX anunció su intención de mantener a América Latina como su zona de influencia, y en el siglo XX se consagraría como potencia hegemónica en el mundo occidental e inlcuso, a finales de la centuria, de todo el mundo.

No es casualidad que los principios de política exterior fueran elevados a rango constitucional en 1988 ni que incluso se agregaran dos más: la lucha por la paz y la seguridad internacionales. Todavía en los albores del neoliberalismo, durante el gobierno de Miguel de la Madrid, México aplicó los principios de política exterior que llevaron a diferendos con Estados Unidos en relación a los refugiados guatemaltecos que el país latinoamericano recibió para protegerlos de la dictadura militar centroamericana; el desconocimiento al gobierno del dictador Anastasio Somoza y el reconocimiento y apoyo al régimen sandinista en Nicaragua; y el reconocimiento al Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN) salvadoreño como fuerza política legítima para los criterios de México y Francia. Cabe destacar que todos estos acontecimientos sucedieron antes de la llegada de De la Madrid a la presidencia; sin embargo, el primer presidente neoliberal no rompió con tales posturas y, en cambio, continuó con la creación del Grupo Contadora, en donde participaron Colombia, Venezuela y Panamá, además de México, para buscar la paz con justicia social en Centroamérica.

Para el gobierno neoconservador de Ronald Reagan, estos conflictos no eran más que escenarios proxies de la guerra fría, como habían sido las de Corea y Vietnam. Todo esto en el contexto de la crisis de 1982 y el incipiente proceso de liberalización económica mediante la integración de México al Acuerdo General de Tarifas y Comercio (GATT, por su sigla en inglés, antecedente de la Organización Mundial del Comercio), lo cual significaba el fin del modelo de desarrollo por sustitución de importaciones, las primeras privatizaciones y la reducción sustancial al gasto público, especialmente el social, como condición para el rescate financiero de México conducido desde Estados Unidos, el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial. Más adelante, incluso en el gobierno privatizador y librecambista de Carlos Salinas, México sería sede de los Acuerdos de Chapultepec entre el Farabundo Martí y el gobierno de ultraderecha de Alfredo Cristiani para dar fin a la guerra salvadoreña.

Con la nueva crisis desencadenada por el “error de diciembre”, el gobierno de Ernesto Zedillo se encontró en la imperiosa necesidad de solicitar otra vez el rescate financiero de Estados Unidos, el FMI y el Banco Mundial. A consecuencia de la crisis, comenzaría otra fuerte ola migratoria de mexicanos a Estados Unidos. El Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) ya había entrado en vigor, y al culminar la guerra fría, con Estados Unidos como vencedor, se había acabado el pretexto para las dictaduras militares latinoamericanas, por lo que prácticamente todos los países de la región contaban ya con gobiernos electos. Zedillo se convertiría entonces en un adalid no solicitado de la globalización neoliberal y comenzaría el cambio en la política hacia Cuba, so pretexto del bono democrático derivado de las primeras elecciones en las que el Partido Revolucionario Institucional (PRI) perdió la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados ante la oposición, conformada entonces entre los partidos Acción Nacional (PAN) y de la Revolución Democrática (PRD).

No obstante, el periodo más vergonzoso de la política exterior mexicana se inauguraría con Vicente Fox y su canciller Jorge G. Castañeda Gutman, paradójicamente hijo del también canciller Jorge Castañeda y Álvarez de la Rosa, encargado de la digna política hacia Centroamérica durante el gobierno de José López Portillo. El gran sueño guajiro de Jorge Castañeda junior era lograr un acuerdo migratorio muy probablemente a cambio de permitir la entrada de capitales extranjeros al sector energético. Todo se derrumbó literal y figurativamente el 11 de septiembre de 2001. Para Estados Unidos, la prioridad serían las intervenciones en el Medio Oriente, primero en Afganistán y después en Irak. Aquí hay que reconocer la labor de Adolfo Aguilar Zínser, embajador de México ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, quien no se dejó presionar ni por Estados Unidos ni probablemente por Castañeda para obtener el voto mexicano para legitimar la invasión a ese país. Castañeda renunció en 2003, pero su pernicioso y deshonroso legado continuaría con Luis Ernesto Derbez.

Fox siguió la línea de Zedillo de tratar de convertirse en el adalid del libre comercio en América Latina mediante la promoción del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), el cual fue rechazado por la oleada de gobiernos progresistas que en ese momento habían llegado al poder en América latina: Luiz Inacio Lula da Silva en Brasil, Néstor Kirchner en Argentina y Hugo Chávez en Venezuela. El epitafio del ALCA fue la frase pronunciada por el caribeño: “ALCA al carajo” y su bautizo a Fox como “cachorro del imperio”. Las tensiones entre Caracas y la Ciudad de México continuarían hasta que, en noviembre de 2005, México solicitó el retiro del embajador venezolano y el gobierno de Venezuela actuó en consecuencia. Posteriormente, el PAN, grupos empresariales afines y pseudoorganizaciones de la sociedad civil lanzaron spots de televisión en donde asociaron a Chávez con el entonces aspirante presidencial Andrés Manuel López Obrador.

Embriagados con su supuesto bono democrático —el cual dilapidarían rápidamente— Fox y Castañeda decidieron involucrarse en los asuntos internos de Cuba y fomentar encuentros con la disidencia cubana, que culminarían en el “guaguazo” o toma por la fuerza de la embajada mexicana en Cuba por un grupo de “disidentes”. Fue también en este primer periodo que Fox le ofreció a Fidel Castro el famoso “comes y te vas”, en el marco de la Conferencia Internacional sobre la Financiación para el Desarrollo, realizada en Monterrey en 2002 con el fin de evitar que el presidente estadounidense de entonces, George W. Bush, coincidiera con el comandante. Este bochornoso incidente no se daría a conocer sino hasta el retiro de la embajadora de México en Cuba y la expulsión del representante de aquel país en el nuestro, en el marco de la sucesión presidencial de 2006. Ya para 2004, cuando López Obrador se vislumbraba como el precandidato puntero, el gobierno de Fox, desesperado, decidió poner en marcha un complot en el que participarían la entonces presidenta del PRD, Rosario Robles, Diego Fernández de Ceballos, Carlos Salinas, Carlos Ahumada, Federico Döring y el payaso Brozo. El autor de los videoescándalos, Ahumada, escogería a Cuba como lugar para esconderse, creyendo que podría gozar de los favores del gobierno de Castro por su buena relación con Salinas: nada más alejado de la realidad, pues La Habana deportó a Ahumada a México no sin antes enunciar en un comunicado que tenía información del propio detenido acerca del complot con fines políticos. 

Durante el gobierno de Felipe Calderón se lograron reestablecer las relaciones con los gobiernos cubano y venezolano, pero ahora la sumisión a Estados Unidos se dio en el plano nacional con su “guerra contra las drogas”. Desde hacía tiempo que el gobierno de Bush quería crear un “plan Colombia” para México que le permitiera incrementar el número de elementos y la influencia de su agencia antinarcóticos (DEA, por su sigla inglesa) en las fuerzas de seguridad mexicana, incluyendo no solamente a la Policía Federal, encabezada por el hoy preso por narcotráfico Genaro García Luna, sino también al ejército, la Marina, procuradurías y el poder judicial. A cambio, el gobierno mexicano recibiría armamento, asesoría e inteligencia. A este acuerdo se le denominó “Iniciativa Mérida”. Para un gobierno con una bajísima credibilidad democrática de origen, este apoyo le serviría, además, para poder legitimarse entonces por la fuerza. El trágico resultado fue que Calderón recibió la tasa de homicidios más baja de la historia, con 5,8 por cada 100 mil habitantes en febrero de 2007, y la elevó hasta 26,3 en mayo de 2011.

La ignominiosa Iniciativa Mérida continuó operando durante el sexenio de Peña Nieto con resultados similares: la tasa de homicidios que recibió Peña Nieto fue de 19,6 en diciembre de 2012, elevándose hasta 31,3 en mayo de 2018, la más alta de la historia. Además de lo anterior, ese presidente priista logró, mediante el Pacto contra México, lo que ningún gobierno prianista había podido y que se consideraba la joya de la corona del entreguismo: permitir la entrada de capital privado, nacional y extranjero, al sector energético en toda la cadena productiva de los hidrocarburos y de la generación de electricidad. La promesa del Pacto contra México de tener precios de los energéticos más bajos jamás se materializó y, en cambio, se incrementó la dependencia de la importación de gas y gasolinas a Estados Unidos, con una transferencia de riqueza hacia ese país.

La audacia castañedista de intervenir en los asuntos internos de otros países se reeditó de la mano de Luis Videgaray como canciller cuando se reunió con la disidencia venezolana ante el chavismo y mediante críticas al desempeño democrático de aquel gobierno, como si el México peñanietista hubiese sido ejemplo de democracia. Incluso, se tuvo la audacia de expulsar al embajador norcoreano en 2017, con el fin de congraciarse con el gobierno de Estados Unidos, quedando en ridículo cuando un año después el ya entonces presidente Trump se tomó una fotografía saludando al líder de ese país asiático, Kim Jong-Un. La indignidad de Videgaray se remonta a cuando llevó a Los Pinos al entonces candidato presidencial Trump, dándole trato de jefe de Estado a pesar de que uno de los elementos torales de su campaña política fueron constantes ataques denigrantes hacia México.

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