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La larga marcha de la soberanía mexicana

México ha transitado —no sin dificultad, pero sin volver a caer en la violencia— de país de “ciudadanos imaginarios”, para usa los términos de Fernando Escalante, a otro de ciudadano reales.

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Soldados del Ejército Mexicano: Lanceros irregulares y de la brigadade Zacatecas en el fondo durante la segunda guerra contra Francia. L’Illustration: journal universal hebdomadaire, Volume 41, nº 1.053, 02/005/1863. Janet-Lange & Hotelin-Hurel

¿Qué es exactamente la soberanía? La esencia del concepto es la independencia de la autoridad política cuyo poder interno y externo no deriva de ninguna otra entidad superior.

El Concepto. La soberanía, como Jano, tiene dos caras: una ve la relación de la sociedad con su entorno externo y la otra ve hacia el interno.

Desde siempre las naciones débiles han tenido que negociar su grado de independencia con las fuertes. Para países como el nuestro la soberanía ha tenido un contenido básicamente defensivo, en un mundo donde prevalece la política del poder.

El 23 de abril, en un mitin en Ohio, convocado por el Partido Republicano de Estados Unidos para apoyar, en las elecciones intermedias de 2022, a un candidato clave para los proyectos de la derecha en el congreso federal, el expresidente Donald Trump se vanaglorió de haber “doblegado y sin mayor dificultad” al gobierno de México al obligarle a “desplegar 25 mil soldados en la frontera [sur]” para impedir el ingreso de los migrantes centroamericanos que iban camino a Estados Unidos y obligarlos a esperar en territorio mexicano la decisión de Washington de admitirles o no. La presión fue efectiva por estar respaldada por un instrumento muy propio de la política del poder: si México no aceptaba lo exigido se le impondrían aranceles hasta por 25 por cierto a sus exportaciones a territorio estadounidense, que representaban el 80% de sus ventas al exterior.

Si hay algo peculiar en el incidente descrito no es su esencia —situaciones mucho más críticas han ocurrido en la relación de México con el exterior—, sino su crudeza y simplicidad. El episodio ilustra bien la naturaleza y límites de la soberanía en el sistema internacional de países como el nuestro, obligados a mantener relaciones con grandes potencias en condiciones de asimetría extrema de poder.

Pero ¿qué es exactamente la soberanía? La esencia del concepto es la independencia de la autoridad política cuyo poder interno y externo no deriva de ninguna otra entidad superior. En la práctica, la soberanía es relativa y depende de la capacidad del soberano de reivindicar con éxito su derecho a ejercer con independencia el poder político dentro de un territorio delimitado y sobre el que reclama exclusividad.

Fue en el seno del sistema político europeo y como producto de la larga y compleja negociación de la Paz de Westfalia de 1648 —la que puso fin a la llamada Guerra de los ochenta años entre España y los Países Bajos, y también a la Guerra de los treinta años, que involucró a Francia, Suecia y a los 300 o más principados alemanes del otrora Sacro Imperio— que se aceptó y definió el principio de la soberanía de los estados. En esos acuerdos se reconocieron la soberanía territorial de los signatarios, el principio de no intervención de un Estado en los asuntos internos de los otros y la igualdad formal entre ellos.

Con las independencias americanas el concepto del Estado como ente soberano dentro de un territorio delimitado cruzó el Atlántico y posteriormente se globalizó con las dos guerras mundiales del siglo pasado y las olas descolonizadoras que siguieron. En teoría, el actual sistema internacional mantiene como principio central que los estados soberanos son los actores principales y razón de ser de dicho sistema. Sin embargo, a la par de la proliferación de estados independientes en los últimos 75 años también han surgido normas generadas y negociadas por las propias entidades soberanas —notablemente en el seno de las Naciones Unidas—, que se suponen obligatorias y que ningún actor estatal debe dejar de observar escudándose en su carácter de soberano. Tal es el caso de los derechos humanos. Por otro lado, la globalización económica ha llevado a preguntarse si las grandes empresas privadas internacionales —Google, por ejemplo— u organizaciones gubernamentales multinacionales de carácter económico —el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial— no han expropiado ya parte sustantiva de la soberanía de aquellos estados que en momentos de crisis se ven obligados a suscribir “cartas de intención” o equivalentes y someter su economía a los dictados de entes externos, donde el poder de decisión está en manos de un puñado de  grandes potencias que, además, tienen la capacidad de librarse de esos dictados.

México ingreso al sistema internacional en calidad de colonia europea a inicios del siglo XVI, es decir, en el arranque mismo de la primera globalización.

La Soberanía en México. México ingreso al sistema internacional en calidad de colonia europea a inicios del siglo XVI, es decir, en el arranque mismo de la primera globalización. Como gran productor de plata, la Nueva España fue pieza importante del sistema económico global, pero no en calidad de ente soberano. La subordinación política no causó mayor inquietud en la colonia, pero la invasión napoleónica de la metrópoli confrontó a las élites con un hecho inédito: la prisión de Fernando VII en Francia obligó a las autoridades coloniales a plantearse esta interrogante: sin un rey ¿dónde residía la soberanía? Ya la independencia de Estados Unidos y la Revolución Francesa habían sugerido una posibilidad: en una asamblea de representantes del pueblo. Y en medio de la lucha contra Napoleón, las cortes reunidas en Cádiz decretaron en 1812 que en todo el imperio ese pueblo lo conformaban tanto españoles como criollos, mestizos e indios, pues todos debían considerarse ciudadanos.

Los elementos anteriores, aunados a los efectos en México de la sangrienta rebelión de independencia iniciada desde 1810, llevaron en 1821 a la proclamación de la independencia mexicana. En España, a donde ya había retornado el rey, el que no se aceptara esa independencia no tuvo ya mucha importancia práctica. La imposibilidad de España de reimponer su soberanía en lo que había sido su imperio americano hizo que el tema político central en América fuera definir la manera en que el nuevo soberano, el pueblo, iba a delimitar fronteras e institucionalizar el ejercicio del nuevo poder.

En México el camino para llegar a dar sentido y contenido a la soberanía popular no fue pacífico ni claro. Para empezar requirió, además de frustrar un desatinado intento de reconquista, la redacción de un documento fundacional: una constitución. Y, a su vez, ese documento requería de un acuerdo entre las élites sobre la naturaleza y propósitos de la nueva nación. El definir hacer realidad la forma en que el pueblo jugaría su papel de soberano resultó tan problemático que aún el proceso no ha concluido.

El acuerdo sobre las reglas que debían regir la relación política entre los miembros de la nueva nación tendría que surgir del seno de una sociedad que por siglos había vivido organizada en una red de corporaciones y grupos con diferentes derechos y obligaciones —república de europeos, republicas de indios, castas, gremios, etcétera—, con nula experiencia de autogobierno a nivel nacional, con una comunicación difícil entre sus regiones, con una integración económica débil y con verdaderas naciones indígenas en sus dos fronteras que se resistían a ser integradas a un país en ciernes. Sólo tras la cruenta restauración de la república en 1867 se logró hacer más o menos realidad la unidad nacional y poner parcialmente en práctica una constitución.

La construcción de un Estado nacional y soberano mexicano avanzó penosamente y pudo frustrar el intento francés de hacer del país un imperio y un estado cliente.

Las diferencias y antagonismos entre los dirigentes de los grupos políticos, de corporaciones, clases y regiones, llevaron a que en buena medida el proceso de toma de decisiones se hiciera por fuera de los canales institucionales. Los acuerdos políticos tuvieron lugar menos en las cámaras legislativas o en los tribunales y más entre los caudillos de un número extraordinario de “pronunciamientos” militares con componentes civiles a lo largo del territorio. De acuerdo con el cálculo del historiador Will Fowler, hay registro de al menos mil 500 pronunciamientos en el México decimonónico, lo que hizo de este medio el más expedito y efectivo instrumento de negociación política. Esa debilidad institucional también la refleja el que entre 1825 y 1855 el país experimentara 49 cambios en la presidencia, en promedio más de uno por año. En esas condiciones no queda claro en quién recaía la soberanía o siquiera si realmente existía.

Por lo que se refiere a la soberanía frente al exterior, México pudo defenderla con éxito en 1829 frente al intento español de reconquista, pero ya no en 1836, cuando no pudo impedir la separación de Texas; ni en 1838, cuando fue forzado a aceptar una demanda de indemnización francesa respaldada por una flota de 26 navíos; y menos en 1846-1848, cuando perdió la guerra con Estados Unidos y la mitad norte de su territorio.

La construcción de un Estado nacional y soberano mexicano avanzó penosamente y pudo frustrar el intento francés de hacer del país un imperio y un estado cliente; así, se pudo restaurar la república en 1867 tras el triunfo del partido liberal luego una cruenta lucha, imponer una constitución (la de 1857) y hacer efectiva la separación entre iglesia y Estado. El ejercicio y centralización del poder político de los liberales se llevó a cabo mediante una combinación de la fuerza con la negociación entre la presidencia y las élites nacionales y extranjeras. La construcción de un régimen que permitió las reelecciones de Benito Juárez y luego de Porfirio Díaz también dio lugar a negociar un espacio de autonomía con el conjunto de potencias con intereses en México, especialmente Estados Unidos.

La sorpresiva caída de Díaz en 1911 abrió las puertas a una nueva guerra civil que terminó transformada en revolución y en una nueva ausencia temporal de soberanía. La mexicana fue, en palabras de la historiadora Berta Ulloa, una “revolución intervenida” por potencias externas. Sin embargo, el afianzamiento de un nuevo régimen a partir de 1917 logró transformar ese enfrentamiento coyuntural con el exterior en una fuerza nacionalista legitimadora del nuevo orden. La reforma agraria, la recuperación legal de la propiedad original de la riqueza petrolera (1917) y la expropiación de todas las empresas extranjeras de esa industria en 1938 fueron momentos culminantes del “nacionalismo revolucionario” mexicano.

A partir de la alianza de México con Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial y su posterior incorporación durante la Guerra Fría al bloque de las “democracias” pese a ser de facto un sistema autoritario, permitió a los presidentes mexicanos desplegar una política que fuera, a la vez, aceptable para Estados Unidos y compatible con el “nacionalismo revolucionario” y su demanda de autodeterminación. Ejemplos de esta política fueron el rechazo a la firma de un tratado militar con Washington al inicio de la Guerra Fría, el dar asilo a guatemaltecos tras el golpe auspiciado por Estados Unidos en ese país en 1954, el no romper relaciones con la Cuba revolucionaria en la década de 1960, reprobar la invasión norteamericana de República Dominicana en 1965, apoyar al gobierno de Salvador Allende en Chile en 1973, al sandinismo en Nicaragua en 1979, impulsar la formación del Grupo Contadora para mediar en las guerras civiles centroamericanas,  etcétera. Sin embargo, esta política de “independencia relativa” tuvo límites, especialmente tras la crisis del modelo económico mexicano. El gobierno mexicano dio entonces un giro histórico y logró en 1992 que un México ya dentro del modelo económico neoliberal fuera incorporado a un tratado de libre comercio entre Estados Unidos y Canadá, con lo que, en los hechos, integró su economía a la norteamericana —el 80 por ciento de las exportaciones mexicanas van al mercado norteamericano— y redujo su espacio de independencia económica. 

A partir del poblamiento de la frontera norte al final del siglo XIX la estabilidad y gobernabilidad de México fue considerada por Washington como un elemento de su seguridad nacional y eso tuvo implicaciones permanentes para la soberanía mexicana. Un ejemplo claro hoy es la política en torno al narcotráfico. El país del norte se convirtió, a la vez, en el impulsor internacional del combate a las drogas y en el gran mercado para los narcotraficantes mexicanos, en su fuente de armamento y sitio de blanqueo de dinero. El establecimiento de un gran complejo de Estados Unidos dentro de México para recabar inteligencia sobre ese narcotráfico se convirtió, inevitablemente, en una interferencia más en los asuntos mexicanos.

Las transformaciones anteriores culminaron en la elección de 2018, cuando un movimiento-partido recién formado, con un proyecto crítico del neoliberalismo (el Movimiento de Regeneración Nacional, Morena).

Volviendo la vista a la cara interna de la soberanía, la presidencia posrevolucionaria se consolidó de nuevo como el eje del poder y centro de la soberanía, tras anular a los últimos “hombres fuertes” de la revolución y afirmar su control sobre el partido de Estado y sus sectores, sobre los gobiernos locales, el ejército y el sistema electoral, y negociar la subordinación de las cúpulas empresariales en el contexto de una economía cerrada que necesitaba de la protección arancelaria.

Cuando en 1990 el escritor peruano Mario Vargas Llosa llamó al régimen mexicano “dictadura perfecta”, ese sistema en realidad ya se había empezado a resquebrajar. Sus cuarteaduras se hicieron visibles tras su brutal represión de los movimientos estudiantiles de 1968 y 1971, la crisis estructural del modelo de economía cerrada y los abiertos fraudes electorales, como el de 1988. De esas grietas empezó a emerger un pluralismo que erosionó las posiciones del partido oficial, hasta que en el año 2000 el partido que había monopolizado la presidencia por 71 años aceptó que la había perdido a manos de una derecha supuestamente democrática, aunque el viejo partido de Estado aún pudo retener el control de una buena parte del aparato de gobierno. En esas condiciones, la lucha electoral se convirtió en un proceso real donde el súbdito de antaño pudo empezar a actuar como ciudadano.

Las transformaciones anteriores culminaron en la elección de 2018, cuando un movimiento-partido recién formado, con un proyecto crítico del neoliberalismo (el Movimiento de Regeneración Nacional, Morena) y encabezado por un líder carismático, derrotó en las urnas y de manera contundente a un conjunto de partidos que tenían como objetivo impedir que la izquierda llegara al poder.

En conclusión, a partir de la segunda mitad del siglo pasado México ha transitado —no sin dificultad, pero sin volver a caer en la violencia— de país de “ciudadanos imaginarios”, para usa los términos de Fernando Escalante, a otro de ciudadano reales. La irrupción, por esta vía, del México profundo en las arenas de la política ha significado un paso enorme en el complejo tránsito de dos siglos de una soberanía popular teórica a otra efectiva y que, si la fortuna acompaña a esta transformación, significará el inicio de un cambio histórico en la naturaleza de su régimen político.  

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