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La (in)transición democrática

A partir de 1992, la alianza PRI-PAN buscó mediante la legislación electoral modificar por completo el papel de los partidos políticos, que conforme al proyecto de la globalización habrían de ser en lo sucesivo entidades funcionales al modelo del capitalismo neoliberal.

Bipartidismo

El desarrollo del subsistema electoral y partidario mexicano se instala en un contexto que ha transitado, en la última centuria, al menos por cuatro grandes etapas reales y complejas: la primera, donde se apuesta por un modelo pluralista (1917-1945); la segunda, caracterizada por un periodo de partido único, hegemónico o de Estado (1946-1988); la tercera, que podría ya estar terminando, es la del bipartidismo, transición votada o alternancia acotada (1989-2017). La cuarta etapa histórica se inició formalmente en 2018, con el triunfo contundente de Andrés Manuel López Obrador para impulsar un nuevo modelo que se esfuerza por recuperarse de la incertidumbre democrática de las elecciones; la restauración de valores como el estado de derecho; la división real de poderes, y el respeto al voto libre sin condiciones.

Debemos explicar que desde 1989 el modelo bipartidista es el patrón que se impulsaba gradualmente, desde las más altas esferas del régimen, para la competencia política. Dos partidos, el Revolucionario Institucional y el de Acción Nacional (PRI y PAN), son las fuerzas que impulsaron reformas constitucionales y legales para monopolizar la alternancia del poder a nivel nacional, estatal y municipal.

En México, los acuerdos para la reconciliación política que encaminaría al país a un escenario bipartidista se dan después de las elecciones nacionales conflictivas y fraudulentas de 1988, entre el blanquiazul y el tricolor. A partir de 2012, y de acuerdo con el llamado Pacto por México de aquel año, se sumó un nuevo invitado sólo para testificar los acuerdos de aquellos: el Partido de la Revolución Democrática (PRD).

Si México se ha tardado tanto en su incursión a la transición democrática, también se entiende que ha sido, sobre todo, en primer término, por el acuerdo al que llegaron el PRI y el PAN desde 1989 de construir un modelo donde sólo ellos se disputarían el poder; en segundo lugar, a la debilidad de las fuerzas de oposición de izquierda, que entre otras graves dificultades sufrieron tres grandes fraudes electorales (1988, 2006 y 2012) y, finalmente, a la lenta emergencia de una sociedad sometida por muchas décadas a un régimen corrupto, corporativo y clientelar.

En consecuencia, la negociación y renegociación de pactos políticos y acuerdos electorales entre todos los partidos, que posibiliten una verdadera transición democrática, estuvieron ausentes desde 1988, cuando se cuestionó como nunca, electoralmente, al régimen. Por esto, también, el modelo mexicano de 1988 a 2017 es un sistema a todas luces inequitativo. Estaba fundado en un falso pluralismo que no quiso transitar a una verdadera alternativa democrática. Se valió de los procesos electorales para aparentar lo que no es. Desde un modelo de partido hegemónico que duró muchos años, los mexicanos padecimos desde 1989 otro, oligárquico, de derecha, que, apoyado en la corrupción administrativa y el fraude electoral, se pretendió convertir en la imagen trasnacional del México del siglo XXI.

Durante muchos años se dijo que la transición mexicana a la democracia estaba en curso. Esas voces nunca juzgaron las incoherencias de múltiples procesos electorales. A lo largo del tiempo desestimaron las intervenciones del gobierno federal en las elecciones, la entronización abusiva del dinero, la cooptación de los funcionarios electorales y las campañas de difamación para eliminar a la izquierda como opción nacional. Esta visión simplista del acontecer mexicano resultó cómoda para los gobiernos, organismos internacionales, inversionistas y financieros ávidos de beneficiarse de los recursos nacionales.

Desde agosto de 1988 quedó muy clara la intención y el proyecto que se impulsaría a futuro entre el tricolor y el blanquiazul. El cuestionado candidato a la presidencia Carlos Salinas de Gortari se reúne entonces con los principales dirigentes del partido que habría ocupado el tercer lugar en la elección del 6 de julio de aquel año, para obtener un reconocimiento que le era fundamental para él y presuntamente para el país.

Un asesor y experto electoral de la dirigencia panista lo dejó claramente definido: “Y como las elecciones son procesos de competencia entre élites, que apelan al electorado para dirimir el conflicto, son los líderes de la oposición los que a fin de cuentas sancionan la limpieza de la elección. El papel del PAN es particularmente crucial en este caso, porque la coincidencia del PRI y PAN respecto a la limpieza electoral sería suficiente para aislar, interna y externamente, cualquier reclamo de terceros partidos”.[1]

Así sucedió, desde las elecciones locales de 1990 y federales de 1991, hasta 2017: PRI y PAN acordaban quién ganaba y quién perdía en los comicios.

No fue fácil que el tricolor cediera a la presión y chantaje panista, pero después del monumental fraude electoral de 1988 la amenaza panista al régimen encabezado por Carlos Salinas era toda una provocación: “Si los objetivos mínimos del PAN se satisfacen (gubernatura, varias senadurías y una proporción de la Cámara de Diputados suficiente para seguirle otorgando veto sobre reformas constitucionales), la alianza que facilita el gobierno salinista podrá ser renovada”.[2]

Así fue. A partir de 1992, la alianza PRI-PAN buscó mediante la legislación electoral modificar por completo el papel de los partidos políticos, que conforme al proyecto de la globalización habrían de ser en lo sucesivo entidades funcionales al modelo del capitalismo neoliberal.

Entre los cambios que acordaron ambos partidos y que incidieron en el modelo partidario mexicano estuvieron la nueva forma de integración de la Cámara de Senadores (1994), donde se duplica el número de escaños para beneficiar a la primera minoría partidista de cada entidad —en la mayoría de los estados los beneficiados fueron sólo priistas o panistas—; además de que desde que en 1990 entró en vigor una nueva legislación, el PAN y el PRI acordaron que la designación de los consejeros integrantes del organismo organizador de los comicios y magistrados del órgano jurisdiccional se haría por cuotas a los partidos en función de su fuerza electoral. Desde entonces a la fecha, el instituto y el tribunal electoral están en manos de esos partidos, donde el binomio PAN-PRI resulta totalmente beneficiado.

Además, desde entonces la lógica para integrar al Instituto Nacional Electoral (INE) y al Tribunal Electoral del Poder Judifical de la Federación (TEPJF) es el reparto de puestos como porcentajes partidistas. A partir de las reformas de 1996, la práctica de repartir los cargos del organismo como cuotas no hizo más que consolidarse.

Otro de los ajustes aprobados por esta mancuerna que impactaron en en el sistema partidario mexicano es el cambio de los partidos a entidades de interés público, lo que concitó un fenómeno complejo, pues el macrofinanciamiento que se les otorgó desde 1990, y que fue incrementándose en los años siguientes, trajo consecuencias que resultaron negativas para un posible desarrollo democrático de los partidos y del país.

Al contar, por un lado, con cuantiosos recursos del Estado, los partidos sufrieron una transformación interna brutal, pues dejaron muy rápidamente de ser organizaciones de militantes para transformarse en nudos de burócratas muy bien remunerados: la relación entre las dirigencias y las bases se debilitó enormemente y la corrupción de las élites dirigentes se desarrolló aún más con el beneplácito de los gobiernos de entonces. Esa es la razón por la que el PRI propuso en 1995 que sólo pudiese haber 10 por ciento de recursos privados en las campañas. En cambio, el PAN insistió machaconamente en 50 por ciento.

Finalmente, en una negociación tras bambalinas y a despecho de los acuerdos adoptados, el gobierno concedió que el 10 por ciento convenido no se circunscribiera a los recursos públicos de cada campaña, sino que se computara sobre el total de la bolsa asignada al conjunto de los partidos. De esa manera, la suma ascendió a 417 millones de dinero privado permitidos para cada candidato.

Si a esto añadimos las aportaciones ocultas que transcurren libremente gracias al secreto bancario y a la insuficiencia de los instrumentos de fiscalización del organismo electoral, concluiremos que las elecciones en México, a pesarde la magnitud de los recursos públicos, son dominadas por los fondos privados y por las complicidades tejidas con las empresas mediáticas.

Otro punto de cambio figura en que el entendimiento entre PAN y PRI no sólo se dio en las elecciones locales de 1989, cuando se les reconoce a los panistas la gubernatura de Baja California, sino que continuó hasta 2021, cuando sin rubor alguno ya se aliaron en un solo frente electoral.

Baste revisar los acuerdos fundamentales entre ambos no sólo para impulsar el modelo económico de privatizaciones, sino su alianza estratégica para aprobar desde entonces todas y cada una de sus reformas constitucionales y legales fundamentales en materia económica y política, y oponerse al actual gobierno federal.

El PRI y el PAN, en estrecha alianza, impulsaron hasta 1989 el proyecto de privatizaciones del sector público, de pérdida soberana sobre nuestros recursos energéticos. Actuaron unidos en estrecha relación para presentar el proyecto de alternancia acotada. Por otra parte, desde 1997 en las entidades federativas la realidad política que se vivió es de una dinámica bipartidista en los congresos locales mayoritariamente dominada por PRI y PAN.

En conclusión: el sistema de partidos conformado desde 1990 y derrotado en 2018 estuvo planeado para edificar un modelo bipartidista. También se construyó una legislación cada vez más difícil de satisfacer para muchas organizaciones. Cada nueva modificación de la legislación tendía a eliminar un sistema pluralista para ir consolidando otro excluyente.

Se auspició desde las altas esferas del poder no la existencia de organizaciones políticas representativas y el ejemplo de una real pluralidad política e ideológica, sino el apoyo al surgimiento de partidos sin representación real.

Entender las barreras para formar partidos políticos en México es discernir que las reformas electorales sólo se han centrado en revisar las reglas de acceso al poder. Hasta la fecha está ausente la discusión sobre la forma de ejercer el poder. Esto nunca ha estado en la discusión del poder legislativo. Modificando sólo los mecanismos de acceso, se margina la sustancia misma de un buen gobierno, como es la discusión plural y abierta del régimen político.

Los resultados político-institucionales en México, hasta las últimas elecciones federales del 2021, hacen de nuestro país un ejemplo de sociedad sin partidos fuertes, el proceso electoral y político se torna menos predecible y más errático, por lo que para la competencia política y la democracia se requerirá el desarrollo de un sistema de partidos consolidado según el cual la competencia entre los mismos siga patrones predecibles y sus fuerzas se mantengan dentro de parámetros regulares. Aunque no siempre el que haya partidos fuertes, estables y arraigados en la sociedad garantiza que los marcos institucionales fomenten la gobernabilidad democrática, esto es, una acción colectiva positiva y liberal.

Por lo pronto, México inició en 2018 una nueva etapa que irá más allá del 2024.


[1] Molinar, Juan (1991). El tiempo de la legitimidad. Elecciones, autoritarismo y democracia en México. México: Cal y Arena. Página 249

[2] Ibídem, p. 250.

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