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La DEA y López Obrador: entre la contención y el conflicto

Es de reconocer que en los últimos cinco años el gobierno se haya alejado de los intereses más perversos de la DEA.

Durante el sexenio de Felipe Calderón (2006-2012), las operaciones antinarcóticos de la Drug Enforcement Administration (DEA) del gobierno de Estados Unidos se caracterizaron por su amplia extensión y su poca regulación. En aquellos años, el gobierno de México subordinó su agenda antidrogas a los intereses y preferencias de la agencia estadounidense.

Durante la administración de Enrique Peña Nieto (2012-2018), existió un esfuerzo consciente por reducir el protagonismo de los agentes estadounidenses en la ejecución de operaciones policiales en nuestro país. Si bien este esmero tuvo algunos resultados, las relaciones establecidas por la agencia durante el sexenio de Calderón fueron de tal calibre que, a pesar de las nuevas reservas presidenciales, la DEA continuó operando con cierta flexibilidad en México entre 2012 y 2018.

El gobierno de Andrés Manuel López Obrador (2018-2024) marcó un alto a la DEA. En los primeros cinco años de administración federal, varios episodios de confrontación (algunos públicos, otros menos) forjaron una política de contención que mantuvo al límite la operación extralegal de la agencia en México. Aunque no se evitó del todo que la DEA siguiera influyendo en la definición de las líneas de cooperación en materia de seguridad entre México y Estados Unidos, sí se limitó la operación táctica y estratégica de la agencia en nuestro país.

Tanto malestar causó la política de contención que, al sexto año de la administración, y ya iniciado el ciclo electoral, el sector más duro de la DEA (y del gobierno de Estados Unidos) no tuvo reservas en intervenir en las elecciones presidenciales por medio de filtraciones de información sensible a medios de comunicación.

I.

Hubo un tiempo en que la DEA hacía y deshacía en México. En 2014, hace exactamente diez años, uno de sus agentes, Víctor Vázquez, dirigió personalmente la operación policial que resultó en el penúltimo arresto de Joaquín “El Chapo” Guzmán. Al momento de la detención de Guzmán, el funcionario de la agencia antinarcóticos vestía uniforme de la Armada de México y cargaba con equipamiento de uso exclusivo de las fuerzas armadas mexicanas.

Supimos de la participación de Vázquez en aquel operativo por su propia indisciplina: el agente no resistió la idea de tomarse una fotografía junto al capo. Tampoco importaba demasiado; por aquellos años, agentes como él desplegaban operativos similares a lo largo y ancho del país. Áreas enteras de la Armada de México y de la Policía Federal funcionaban como correas de transmisión de los intereses de la DEA. Nunca habían convergido tanto los intereses de la agencia antinarcóticos con los del gobierno federal.

Durante los sexenios de Calderón y Peña Nieto, la prensa mexicana de la época fue capaz de rastrear historias como las de Vázquez, en un encuadre que deja de ver la escala de intromisión de la DEA en la política de seguridad en nuestro país y, sobre todo, el grado de subordinación de la estrategia de seguridad nacional a intereses estadounidenses. Las consecuencias de este planteamiento las conocemos todos.

II.

El gobierno del presidente López Obrador marcó una distancia con el pasado reciente. Si bien continuó trabajando con la DEA en el marco de las reglas establecidas por el Entendimiento Bicentenario (el marco de cooperación que reemplazó a la Iniciativa Mérida), la gestión federal adoptó una política de contención a las operaciones tácticas y estratégicas. Esto es, se buscó que la DEA dejara de planear y ejecutar operaciones antinarcóticos en México. Al contrario de lo que había sucedido durante las administraciones anteriores, se priorizó reducir los niveles de violencia generados por el crimen a perseguir las métricas de confiscaciones y arrestos prefiguradas por la agencia de Estados Unidos.

Han sido varios los episodios de ruptura y confrontación entre el gobierno de López Obrador y la agencia antinarcóticos. Entre otros, la decisión del presidente de liberar a Ovidio Guzmán ante la ola de violencia callejera que amenazaba con explotar en Culiacán, Sinaloa (octubre de 2019); la defensa presidencial al exsecretario de la Defensa Salvador Cienfuegos y la difusión pública del expediente generado por la agencia en contra del general (septiembre-noviembre 2020); la publicación de lineamientos que establecieron restricciones formales a las operaciones de la DEA en México (enero 2021); la disolución de una de las unidades especializadas en temas de drogas y crimen organizado que trabajaba mano a mano con la agencia (abril de 2021); y la no adjudicación de permisos a esa oficina para la operación del King Air, el avión que por años sirvió para conducir operaciones policiales en México (mayo 2022).

A esta cadena de fricciones y desencuentros hay que sumar la política de la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) de limitar el número de agentes estadounidenses en territorio mexicano y la decisión de la Fiscalía General de la República (FGR) de no priorizar las extradiciones sugeridas por la DEA. La Armada de México, por su parte, también ha reducido su colaboración con la agencia antinarcóticos.

La DEA tiene operaciones en más de cien países. No es la primera vez que se enfrenta a resistencias de un gobierno extranjero. En México, sin embargo, la agencia estaba habituada, como en ningún otro lugar, a imponer una agenda vertical cuasifeudal. Es natural, entonces, que la política de contención de López Obrador haya generado evidente malestar, sobre todo entre sus sectores más duros.

Ese malestar (y el temor de que continué la política de contención durante una administración encabezada por Claudia Sheinbaum) explica la filtración que dio lugar a que en enero de 2024 tres medios distintos de comunicación (Deutsche Welle, InSight Crime y Pro Publica) divulgaran de manera sincronizada notas sobre un posible financiamiento irregular a la campaña presidencial de López Obrador en 2006. Ese malestar explica también una segunda filtración, esta vez al New York Times, sobre la misma sospecha en la elección de 2018. Desafortunadamente para los propósitos de la DEA, ambas iniciativas fracasaron y tuvieron como consecuencia no deseada un incremento en la popularidad presidencial.

III.

Durante décadas, el gobierno de México tendió a subordinar su estrategia de seguridad a los intereses estadounidenses. Esto tuvo como consecuencia el que la instrumentalización de políticas públicas en nuestro país no priorizara los intereses de los y las mexicanas. Dicho de otra manera, en la búsqueda de consensos con nuestro vecino del norte se dejó de lado el interés nacional. El mejor ejemplo de lo anterior está en la política antinarcóticos enarbolada entre 2006 y 2018.

Cierto: la guerra contra las drogas continúa constriñendo muchas de las decisiones de nuestra política de seguridad. Nada ha ayudado que el presidente López Obrador haya descartado cualquier intento de reformar la política de narcóticos en el país y, así, avanzar hacia la regulación no punitiva de algunas sustancias. A pesar de eso, es de reconocer que en los últimos cinco años el gobierno se haya alejado de los intereses más perversos de la DEA.

Estará en la decisión de la próxima administración el que la política de contención del presidente López Obrador frente a la DEA haya sido sólo un breve paréntesis entre décadas de injerencia o el inicio una verdadera política de Estado abocada a defender los intereses nacionales. La elección del dos de junio también va de eso.

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