Aunque la revolución creó instituciones que beneficiaron a grandes sectores de la población, quedó todavía muy lejos de la realización del sueño de los insurgentes.
El 27 de noviembre del 2022, el presidente Andrés Manuel López Obrador pronunció un discurso en la Plaza de la Constitución de la Ciudad de México con la finalidad de presentar los logros de su cuarto año de gobierno. En esa ocasión, el mandatario mencionó que si bien lo “fundamental son los hechos, no deja de importar cómo definir, en el terreno teórico, el gobierno que estamos aplicando”. Su propuesta —continuó— “sería llamarle humanismo mexicano no sólo por la frase atribuida al literato romano Publio Terencio, de que nada humano nos es ajeno, sino porque, nutriéndose de ideas universales, lo esencial de nuestro proyecto proviene de nuestra grandeza cultural milenaria y de nuestra excepcional y fecunda historia política”.
Subrayo las últimas palabras porque considero que expresan con claridad la razón por la que el presidente en sus conferencias mañaneras recurre constantemente a los hechos históricos para respaldar la política adoptada por su gobierno. En mi opinión, ese uso político de la historia le sirve para legitimarse y, al mismo tiempo, contribuye a la formación de la conciencia ciudadana, pues su concepción de la historia implica que para conocer el presente y vislumbrar un mejor futuro es necesario el conocimiento de pasado. Es de destacar el nulo interés de los historiadores profesionales por discutir la interpretación de los acontecimientos históricos expresada por el presidente en sus mañaneras. El presidente nos interpela una mañana sí y otra también, y ante tan importante interpelación como gremio hemos decidido callar. “Sería deseable que se abriera un debate que permitiera confrontar varias interpretaciones, de esa manera revisaríamos nuestro pasado a la luz de las decisiones presentes y cumpliríamos con nuestra misión de “averiguar de dónde venimos y adónde vamos”, en palabras de Eric Hobsbawm.[1]
Desde el 1 de diciembre de 2018, la nueva fuerza política que asumió la presidencia de la república, con una mayoría en el Congreso de la Unión, dejó claro que su programa de gobierno pretendía transformar el orden político, económico y social de nuestro país, y se bautizó como la cuarta trasformación (4T), haciendo alusión a que las anteriores habían sido la independencia, la reforma y la revolución. La primera y la última por sus características fueron llamadas revoluciones, y aunque la tercera se llamó Guerra de Reforma, también significó una profunda ruptura con el pasado al crear el Estado secular, es decir, laico. Estos tres momentos trascendentales de nuestra nación y de la construcción del Estado mexicano, ocurridos durante el siglo XIX y principios del XX, alcanzaron su victoria después de sangrientas y prolongadas guerras civiles que movilizaron al pueblo.
La revolución insurgente encabezada por Miguel Hidalgo y José María Morelos en 1810 luchó por terminar con la dominación española, que para entonces llevaba cerca de 300 años, y construir un nuevo Estado; a la vez levantó un programa de reivindicaciones políticas y sociales que se resumieron en los Sentimientos de la nación, de la pluma de Morelos. Ahí se declaró la soberanía popular y el sistema republicano para el nuevo país que se proponía construir; también se abolió la esclavitud y el sistema de castas para dar paso a una sociedad donde todos los hombres fueran iguales frente a la ley, y se acordó también que el Congreso, reunido en Chilpancingo en 1813, debería de promulgar leyes que moderaran “la opulencia y la indigencia, y del tal suerte se aumente el jornal del pobre que mejore sus costumbres, aleje la ignorancia, la rapiña y el hurto”.
Cuando se logró finalmente la independencia, en 1821, las fuerzas políticas hegemónicas en ese momento (la oligarquía criolla, la iglesia y el ejército) no se interesaron en llevar a la práctica el programa de los insurgentes, hasta que llegó uno de los suyos a la presidencia, Vicente Guerrero, en 1829, pues fue él quien finalmente abolió la esclavitud; sin embargo, quedó como asignatura pendiente construir una sociedad donde imperaran la justicia y la igualdad sociales, lo que permitiría a los oprimidos conquistar derechos y vivir con dignidad. Por esa razón, cuando López Obrador hace referencia a la independencia reivindica a los líderes insurgentes, tan menospreciados y vilipendiados por la historiografía neoliberal, que ha insistido en que carecieron de proyecto político, que eran sujetos amorales, una historiografía que se ha esmerado en negar que esos líderes fueron seguidos por el pueblo porque el pueblo los reconocía; una historiografía que no se cansa de negarle sustancia política al pueblo.
Por su parte, la reforma de Benito Juárez, o Guerra de los Tres Años (1858-1861), llamada por el gobierno actual segunda trasformación de nuestra historia, fue un periodo de intensa lucha que se inicia en la turbulenta región del sureste, en el actual estado de Guerrero. Me refiero a la revolución de Ayutla (1854), que tuvo como propósito principal eliminar privilegios y rémoras heredados de la época colonial que el Estado independiente no había podido desterrar. Liberales y conservadores fueron los protagonistas centrales de esta lucha; los primeros querían construir un Estado moderno y terminar con los resabios de la sociedad colonial que permitieran el desarrollo del sistema capitalista, mientras que los conservadores, como su nombre lo indica, querían conservar esos residuos coloniales. Unos de ellos eran los privilegios y fueros de la iglesia católica, que la mayoría de los liberales optó por limitar. Estas reformas quedaron plasmadas en la constitución política promulgada en 1857. La respuesta de los conservadores y de la iglesia no se dejó esperar: desconocieron el nuevo orden constitucional, formaron un gobierno ilegítimo y se levantaron en armas. Por su parte, Juárez, como presidente de la república, expidió en Veracruz, en plena guerra civil (1859), una serie de leyes que separaban a la iglesia del Estado: nacionalización de los bienes eclesiásticos, eliminación del fuero de los clérigos, creación del registro civil —eran antes las parroquias quienes constataban los nacimientos, matrimonios y fallecimientos—, entre otras.
Un año después se dio un paso importantísimo, al expedir la ley de libertad de cultos. En adelante los mexicanos serían libres de profesar la religión que quisieran y el Estado garantizaba ese derecho. En síntesis, se fundó el Estado secular o laico, en el que, por fortuna, hoy todavía vivimos. Es pertinente señalar que México fue el primer país de América Latina que fundó el Estado laico y, además, lo consiguió por medio de una cruenta guerra civil. Cuando se refiere a esta segunda trasformación, López Obrador resalta todas las virtudes de Juárez y de su formidable gabinete por construir un Estado moderno y por su convicción de defender la soberanía nacional; sin embargo, en mi opinión, no enfatiza lo suficiente el hecho de que los liberales no aspiraron a construir una nación basada en la igualdad y en la justicia sociales que mejorara las condiciones de vida de los más pobres y marginados; esa sería la tarea de la siguiente revolución.
En efecto, en 1910 estalla una insurrección conocida como revolución mexicana (la tercera trasformación en palabras de actual gobierno). Este gran acontecimiento histórico es muy complejo y tiene varias etapas con propósitos muy claros, que de manera esquemática y resumida son: en la primera etapa la lucha fue por el respeto al sufragio y la no reelección de Porfirio Díaz; después del asesinato del presidente Francisco I. Madero, se formó el ejército constitucionalista para derribar al gobierno usurpador de Victoriano Huerta y reformar la constitución de 1857; más adelante se dividieron los revolucionarios, el ejército de Francisco Villa se separa de los constitucionalistas y, unido con los campesinos de Emiliano Zapata, que venían luchando desde 1910, forma una poderosa fuerza que enarbolaba un programa social que pretendía mejorar las condiciones de vida y de trabajo de los desposeídos de la sociedad.
Triunfaron los llamados constitucionalistas y fundaron un nuevo Estado con base en nuevas leyes consagradas en la constitución política en 1917, que incorporó muchos de los derechos sociales por los que luchaban villistas y zapatistas. Aunque la revolución creó instituciones que beneficiaron a grandes sectores de la población, quedó todavía muy lejos de la realización del sueño de los insurgentes: crear una sociedad igualitaria y un Estado garante de la justicia social. En esta dirección se orienta el programa de la 4T. Por esa razón el presidente cotidianamente remite a esos hechos históricos, pues en ellos fundamenta lo imperativo de la actual trasformación. Además, reitero que el referente histórico expresa una fuerte vocación de López Obrador por contribuir a la formación de la conciencia ciudadana de los y las mexicanas. Creo que para él, como para muchos historiadores, esa formación es una función de la Historia y, por ende, un compromiso esencial de los historiadores.
Ahora bien, cabría preguntarse por qué los gobiernos neoliberales no recurrieron a la Historia para legitimar su programa político. Considero que esos gobiernos partieron de la concepción de considerar la Historia como algo que no compete a los poderes públicos ni es útil para la formación de la ciudadanía. Y, sobre todo, porque su omisión les permitió encubrir la sistemática destrucción que realizaban de las instituciones creadas gracias a la revolución de 1910. Muchas de ellas las desmantelaron y privatizaron.
Por esta misma razón, pasaron de noche el Centenario y el Bicentenario en 2010, durante el gobierno de Felipe Calderón. Me atrevo a pensar que con la citada omisión, también hacen un uso político de la Historia, práctica común de quienes no tienen ni pueden encontrar en la memoria colectiva referentes para legitimarse. Por lo mismo, considero que de ahí se desprende la molestia y enojo de los conservadores por las constantes referencias que López Obrador hace de nuestro pasado para relacionarlo con el presente y con su programa de gobierno.
[1] Eric Hobsbawm, Sobre la Historia, Barcelona, Crítica, 1998, p. 68.