Nada ha estado exento de la sorna de los medios anglófonos; todo ha sido blanco de su coctel de desdén y mendacidad.
Incluso antes de llegar a Palacio Nacional, la cuarta transformación se hallaba bien fija en la mira de los medios hegemónicos del mundo anglófono. “Para el presidente electo Andrés Manuel López Obrador, su luna de miel puede haberse acabado más de un mes antes de asumir el cargo el 1 de diciembre”, escribió el corresponsal Patrick McDonnell en el periódico Los Angeles Times. ¿La razón de tan dramática afirmación?: la inminente presencia del presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, en la ceremonia de la toma de posesión del tabasqueño. Cuando López Obrador se negó a retirarle la invitación al mandatario bolivariano, Andrés Oppenheimer advirtió desde las páginas de The Miami Herald que el presidente estaba empezando su gobierno “con el pie izquierdo”.
Con suma preocupación, la revista Time —conocida por su portada de Enrique Peña Nieto con la leyenda “Salvando a México” en la época de la reforma energética del 2014— colocó a México en su top diez de “riesgos geopolíticos más grandes del 2019”. Según el autor Ian Bremmer, el entonces entrante presidente mexicano “gastará dinero que México no tiene” en políticas que “amenazan con regresar a los años 60”. Ya para el fin de los primeros cien días de mandato, sin embargo, los funestos vaticinios se habían convertido en veneno personalizado. “[AMLO] se ve como el salvador mexicano, quien desde su percha del poder administra rectitud”, fustigó Mary Anastasia O’Grady en el rotativo del sector económico The Wall Street Journal, “y se justifica, entonces, en su objetivo de transformar el país radicalmente. Tomará venganza sobre los ricos, o como él los llama, los ‘fifís’. Cualquiera que se oponga es marcado como corrupto… Hay una pauta aquí y no tiene nada que ver con mejorar la vida de los mexicanos”.
Dos semanas después, el diario complementario del Reino Unido The Financial Times retomó el argumento de O’Grady, sazonándolo con una amenaza velada. “En una cruzada redentora para acabar con el ‘neoliberalismo’ y las ‘mafias de poder’ corruptos de México, ha usado ‘consultas populares’ para justificar medidas polémicas, como la cancelación de un aeropuerto a medio construir…”, lamentó el espacio periodístico. “A mediano plazo, la búsqueda autocrática de regeneración del señor López Obrador arriesga con llevar a la descomposición institucional y económica”. Para el periódico, existían sólo dos maneras de frenar su poder: aplicar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y atacar el peso. “No es demasiado tarde para que él cambie antes de que los mercados financieros, y los ciudadanos decepcionados, lo obliguen a cambiar”. (Sin conformarse con abogar por el sabotaje a un gobierno legítimo a través de una crisis cambiaria, el diario regresaría en los primeros meses de la pandemia con un editorial en el que exhortaba a los gobernadores y jefes de negocios mexicanos a tomar acciones legales contra las políticas “más cuestionables” del presidente).
Luego llegaron las elecciones en Estados Unidos de noviembre 2020. Cuando AMLO no reconoció la victoria de Joe Biden al instante —no obstante el hecho de que el colegio electoral no certifica los resultados hasta más de un mes después del día de la elección— Amy Mackinnon, en la revista Foreign Policy,incluyó al presidente mexicano en un repaso de “tiranos, populistas y autoritarios” que “están rompiendo filas con la mayoría de los líderes mundiales con la esperanza de que Trump, de alguna forma, se aferre al poder”. La temeridad de Mackinnon habría de ser replicada un par de años después por el Index on Censorship, organización no gubernamental británica, financiada por la Fundación Nacional para la Democracia del gobierno de Estados Unidos —también fondeadora de Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad (MCCI) en México—, que nombró a AMLO el “tirano del año” de una lista que incluyó a Kim Jong-un, Alí Jamenei, Mohamed bin Salmán y Vladimir Putin, líderes, respectivamente, de Corea del Norte, Irán, Arabia Saudí y Rusia.
Una semana antes de que México celebrara sus propias elecciones legislativas de 2021, la revista británica The Economist opinó que “los votantes deberían frenar” al “falso mesías” de México, quien “busca políticas ruinosas por medios inapropiados”. El editorial terminó con un abierto llamado al intervencionismo estadounidense. Sin miedo a la hipérbole, un artículo en The Nation —revista ostensiblemente de izquierdas— consideró que “AMLO ha sido una decepción para el mundo —para México, ha sido mucho peor”.
Faltaba poco para decir “la galaxia”.
Luego, el día de los comicios, la prensa norteamericana insistió con un regocijo malicioso en que el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena, partido del presidente) perdió su mayoría calificada (que nunca había tenido) o que fracasó en su tentativa de alcanzarla: “EL PRESIDENTE MEXICANO PIERDE SU CONTROL DEL PODER EN ELECCIONES INTERMEDIAS MANCHADAS POR LA VIOLENCIA”, chilló la cadena CNN, mostrando debajo del encabezado una foto de AMLO con Trump. La BBC concordó, afirmando que la coalición gobernante iba a “perder terreno” dado que “muchos votantes dicen” que el presidente no impulsó la economía ni redujo el crimen. Con harta preocupación, el Washington Post concluyó que “el presidente perdió algo de su ‘teflón’”.
Pero pocas cosas encendieron los ánimos de los medios angloamericanos más que la Ley de la Industria Eléctrica, que volvió a afianzar el dominio del sector público en la red nacional mexicana. “Nada puede sacudir la fijación de AMLO con los combustibles fósiles”, vociferó The Economist, bastión del liberalismo desde el siglo XIX que acababa de descubrir su vocación ecologista. “El presidente de México está impidiendo el desarrollo de energías renovables”. El Financial Times dio un paso más adelante al alertar sobre la “peligrosa adicción” de México a esas fuentes energéticas. Por su parte, David Agren, de The Guardian,no tuvo empacho en jugarle al psicoanalista del mandatario mexicano afirmando que “su perspectiva sobre los combustibles fósiles y las empresas estatales tienen su origen en su crianza en el estado petrolero de Tabasco”. Pobre de López Obrador: con una juventud así, ¿qué posibilidades tenía de escaparse de su obsesión con el petróleo y las paraestatales? Más allá del límite de la risibilidad, el periodista del medio británico procedió a explicar que México alguna vez fue líder en asuntos climatológicos… porque entregó con anticipación su proyecto al Acuerdo de París. Ni Bill Gates fue capaz de abstenerse de comentar, aconsejando a México apostar por la educación en lugar del petróleo. Si sólo el país hubiera pensado en eso antes, ¡vaya!
Nada ha estado exento de la sorna de los medios anglófonos; todo ha sido blanco de su coctel de desdén y mendacidad. En un típico artículo del periódico The New York Times —vocero por antonomasia del establishment estadounidense—, las corresponsales Natalie Kitroeff y Maria Abi-Habib tacharon al mandatario mexicano de “veleidoso” y “explosivo”, y afirmaron, sin ningún dato de respaldo, que la economía mexicana se iba “a pique” (en el año en cuestión, 2022, el país creció 3.1%). En una nota posterior sobre la megamarcha del 18 de noviembre del 2022, Abi-Habib y Steve Fisher declararon que el público estaba ahí para “mostrar su apoyo a un presidente que los beneficiaba económicamente a través de programas de asistencia social”, aunque “menos conscientes” de los “polémicos cambios electorales que él espera ratificar”. En resumen: una turba vendida e ignorante. Y el día antes de que tales reformas fueran aprobadas por el Senado, Kitroeff, demostrando una persistente incapacidad de distinguir entre una nota informativa y un artículo de opinión, declaró que constituían “los más significativos de una serie de acciones del presidente mexicano para socavar las frágiles instituciones del país, parte de un patrón de los desafíos a las normas democráticas en todo el hemisferio occidental”. Si los cambios se mantenían, advirtió con un tono de oscura amenaza, “los funcionarios electorales dicen que será difícil llevar a cabo elecciones libres y justas, incluso en una contienda presidencial crucial el próximo año”.
Después de la eléctrica, nada ha activado el gen moralizante de los medios del norte más que la reforma electoral. David Frum —exrredactor de discursos del presidente George W. Bush y, junto con Jeffrey Goldberg, su editor en la revista The Atlantic, uno de los grandes proveedores de las mentiras que justificaron la invasión norteamericana a Irak— escribió una furiosa diatriba en la revista advirtiendo que “la democracia liberal está bajo asalto” en México por un presidente “errático y autoritario”. Su colega Anne Applebaum, en quizá el artículo más tonto de todo este triste surtido, llegó a la Ciudad de México, se entrevistó con el entonces consejero electoral Lorenzo Córdova (“un hombre con una oficina llena de libros”) y fue a la marcha del Instituto Nacional Electoral (INE) con Denisse Dresser sólo para concluir que López Obrador —un hombre “que se asocia diversamente con Jesucristo, la Virgen de Guadalupe y espíritus mayas del bosque”— está destruyendo la democracia desde adentro. “En México, la semana pasada, descubrí una virtual unanimidad entre académicos, personas de negocios y comentaristas políticos de que la democracia del país ahora está en un peligro real”, escribió Gideon Rachman en The Financial Times, basado en una encuesta que debió levantar en el lobby de su hotel de lujo. Y, para no ser excluida, la Radio Pública Nacional (NPR, por su sigla anglófona) de Estados Unidos sentenció que la nueva ley “destripaba” al Instituto Electoral mexicano —sí, “destripaba”—, representando “un golpe a su joven democracia”.
Por comprensivo que pudiera parecer este recuento, es sólo una muestra de lo que ha salido, de manera consistente y acrítica, de las fauces de la prensa de Estados Unidos y el Reino Unido en estos años. Y aparte de mis artículos en la revista Jacobin y algunas voces en medios alternativos, no ha habido el más mínimo interés en buscar un equilibrio, en conocer y contar el otro lado. Lo más perturbador de todo es que la gran mayoría de estas citas ni siquiera provienen de los medios más derechistas (Fox, Breitbart, etcétera), sino de los que se autodenominarían “liberales” o “progresistas”. Pero tal progresismo no se extiende ni siquiera a la tentativa de entender el proceso de transformación que se está llevando a cabo a la otra orilla del río Bravo, en un país con el que comparte una frontera de tres mil kilómetros.
Una ignorancia, eso sí, que les saldrá cara en términos de relaciones diplomáticas y políticas públicas.