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Justicia agraria

En las mujeres se sostiene la seguridad alimentaria del país, de ahí la importancia de proveer los mecanismos para asegurar el manejo de los recursos y la toma de decisiones con representación en los órganos agrarios.

La palabra justicia siempre ha sido ambigua, no sólo se ha reducido a su relación con el derecho y el símbolo de la Temis vendada de los ojos ante la balanza que medie lo justo, sino que ha tenido acercamientos por demás románticos hacia el deber ser de la ley y de los actos de la vida diaria.

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Cuando las mujeres mencionamos la palabra justicia, los ecos pueden ser muy diversos, y suelen atender a muchos factores sociales que tiene que ver con la clase, la raza, la economía, la lengua. Así, cuando hablamos de justicia debemos hacer una recapitulación de lo establecido de manera histórica a lo largo de los marcos jurídicos que han exigido la igualdad de derechos humanos.

Los derechos sociales establecidos en la constitución como resultado del proceso de la Revolución mexicana no se enfocaron en las mujeres, un sesgo de género que evidenció la carencia de la supuesta neutralidad de la ley.

En los debates del constituyente de 1917 se discutió el derecho de las mujeres a votar y a ser votadas, pero jamás se tocó el tema de las mujeres en el reparto agrario. En México, sólo el 36% de la tierra ejidal o comunal está legalmente en manos de las mujeres, por lo que es importante una reforma integral en materia agraria que reconozca y proteja el trabajo de las mujeres en el campo mexicano. Existen algunas iniciativas en el Senado y en la Cámara de Diputados en ese sentido, sin embargo, aún no se establece una reforma integral agraria con perspectiva de género que abone a la igualdad sustantiva para las personas que trabajan y resguardan la tierra. 

Históricamente, el acceso de la mujer a la tierra estaba condicionado por la dedicación al cuidado de la familia; es decir, la trabajaban pero sólo para uso de la propiedad familiar. Desde principios del siglo pasado, con el estallido de varias revueltas, fue posible comenzar con el reconocimiento de la titularidad y el reparto agrario en el país. Sin embargo, para las mujeres estos derechos han sido paulatinos o limitados debido a los estereotipos de género del deber ser dentro de la ley, lo que de manera evidente irrumpe la supuesta neutralidad de las leyes, abriendo una brecha de desigualdad.

En el movimiento agrarista del general Emiliano Zapata participaron diversas mujeres con la intención de ser tomadas en cuenta como partícipes en los repartos de la tierra, pero también estaban las que apoyaron la labor política de dar forma a las ideas de reparto agrario. Es el caso de Dolores Jiménez y Muro, que apoyó la redacción del prólogo del Plan de Ayala, del 28 de noviembre de 1911. Además, había contemplado en la redacción del Plan de Tacubaya, de marzo del mismo año, en el punto XVI, la demanda de que todos los propietarios que tengan más terrenos de los que puedan cultivar estén obligados a dar los incultos a quienes los soliciten. Lo anterior tuvo repercusiones políticas y jurídicas una vez que se llamó a la conformación del congreso constituyente de 1916, que retomó los puntos más importantes de la demanda zapatista, pero nuevamente sin reconocer estos derechos en su totalidad para las mujeres.

¿Por qué las mujeres tienen menor acceso a las actividades agrícolas y menores oportunidades de empleo rural? En México, existen tres principales barreras para el acceso de las mujeres al trabajo en el sector rural y a los apoyos gubernamentales. La primera es no contar con una titularidad comprobable de sus tierras: si no son titulares no acceden a los apoyos gubernamentales o de crédito. La segunda es por los patrones socioculturales en los que entran los estereotipos de las actividades agrarias, como la agricultura, ganadería: prevalece la idea de que son masculinas, lo que complica la injerencia de mujeres. La tercera se relaciona con la desigualdad laboral y las diferencias del trabajo remunerado entre hombres y mujeres.

La reforma a la ley agraria de 1992 no estableció distinción de género para los titulares de las tierras porque su intención fue quitarle el carácter social de los bienes. Este cambió se concretó en 1994 con una medida complementaria a la reforma constitucional de 1992, mediante la integración del Programa de Apoyos Directos al Campo, Procampo, un proyecto de pagos directos a los productores de granos básicos con base en superficies cultivadas que nuevamente recayó en los titulares y no en las mujeres que hacían la labor cotidiana en el campo.

En esa tesitura continuaron las reformas a la ley agraria y a la ley de desarrollo sustentable de 2001 al 2012. Apenas en noviembre de 2020 tanto la Cámara de Diputados como el Senado aprobaron el decreto que reconoce los derechos de las mujeres como sujetos agrarios; con estas modificaciones se precisa que los titulares ejidatarios podrán designar no sólo a los hijos, sino también a las hijas como sucesoras de los derechos ejidales, apenas un primer paso que permita certeza jurídica en el reparto agrario.

En un estudio reciente, Mujeres por el acceso a la tierra, presentado por la Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano (Sedatu) y la Procuraduría Agraria, se expone que en las mujeres recae la fuerza laboral del campo; es decir, no sólo proveen gran parte de lo que la tierra produce, sino que mantienen en funcionamiento los predios que son abandonados por sus propietarios debido a la migración o el desplazamiento forzado. En las mujeres se sostiene la seguridad alimentaria del país, de ahí la importancia de proveer los mecanismos para asegurar el manejo de los recursos y la toma de decisiones con representación en los órganos agrarios. A la falta de reconocimiento legal de su labor frente a las tierras se suman otras problemáticas, como el acceso a la educación, salud pública y riesgos en la seguridad social resultantes de la militarización en las comunidades.

¿Cómo nombrarnos sujetas agrarias en estas condiciones? Es importante una reforma a la ley agraria que contemple la participación prioritaria que tienen las mujeres en el campo mexicano. A pesar de que existen diversas iniciativas en las cámaras que buscan darle prioridad al tema, es vital contemplar una reforma integral. Esta, primeramente, debe reconocer la personalidad jurídica de las mujeres, la posibilidad de ser titulares no sólo por herencia, también por representación del órgano agrario, para evitar la violencia patrimonial e institucional por parte del Estado, que ha hecho caso omiso a este pendiente histórico.

Estos puntos equivalen a la necesidad de reformar el artículo 27 constitucional, la ley agraria y el resto de las disposiciones en materia. En México, según datos del Registro Agrario Nacional, hay 10 mil 371 órganos de representación agraria, los cuales están compuestos por 48 mil 768 hombres y 13 mil 90 mujeres, una brecha evidente aún por resarcir.

Si la justicia por sí misma es un concepto abstracto, lo es aún más en términos agrarios. Aunque el cuerpo de las mujeres siga siendo un territorio de poder bajo sospecha, como dice Lilián Celiberti, es necesario interpretar la justicia agraria con la conciencia de que nuestro cuerpo es la primera tierra que trabajamos, dotado de señas particulares, pues lleva entre sus entresijos las huellas de mujeres que no sólo pusieron las manos, sino el pensamiento que el tiempo no despoja; una tierra que se ancha como maizal en temporada de aguas.

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