En mayo de 2020, cuando la pandemia tenía confinadas nuestras interacciones a las pantallas cuadriculadas del zoom, Héctor Aguilar Camín se reunió con el Grupo Generativo Patria 62, sus ex-compañeros de preparatoria. Los amigos estaban preocupados porque veían un país en degradación, y querían saber qué había que hacer para que esa alarma que a ellos les inquietaba permeara a las clases populares, que no parecían “darse cuenta” de la debacle en la que había entrado el país de la mano de López Obrador. Como seguramente es tenido por el más inteligente de ese grupo, todos escucharon atentos lo que Aguilar Camín tenía que decir: “Tenemos unas elecciones en 21 en donde hay que derrotar a Morena y a López, y luego, en el 22, muy probablemente, si perdió las elecciones del 21, estará tan jodido todo el país, porque no se va a recuperar muy rápido, que probablemente pierda también la revocación de mandato, por pendejo y por petulante”.
En octubre de 2021, Diego Fernández de Cevallos comentó sobre la visita de López Obrador a la ONU: “Cuando México se ubica como uno de los países más corruptos del mundo, Tartufo sale con las gansadas de ir a un foro de la ONU a darse baños de pureza hablando sobre anticorrupción. ¿Loco, cínico o todo junto? ¡Qué poca vergüenza!”. Más o menos por los mismos días, escribió en su cuenta de twitter: “Solo los imbéciles y resentidos pueden decir que los mexicanos “fuimos conquistados”, porque sin los espermas europeos de hace 500 años, no habría nacido. Tartufo, además, desciende de un abuelo español”. En una entrevista posterior, Cevallos le dijo a su anfitrión, Ciro Gómez, que “López Obrador es un mentiroso y desvergonzado que no respeta su investidura presidencial porque diariamente la hace garras”.
En marzo de 2022, la senadora Lily Téllez, criticando la respuesta de AMLO al Parlamento Europeo, lo llamó “Gran Jefe Ganso”. La gracia verbal de esta senadora se distingue además por arremeter, no directamente contra el presidente, sino contra sus simpatizantes, a quienes llama “achichincles, bola de léperos, bola de vulgares, ceros a la izquierda, enanos de intelecto, hienas a la espera de sobras apestosas, mascotas, parásitos, perros, personas de mala entraña, perversos, sirvientes, sucios” (estoy retomando parcialmente un recuento hecho por Viri Ríos en su artículo “Lily Téllez, Poetisa”).
“¡Indio de macuspana, tienes unas patas rajadas que ni el mejor zapato que te pongas te quita lo naco, pendejo!”. La imagen de una mujer vestida de blanco, asistente a la marcha que se promovió como “en defensa del INE” el 13 de noviembre de 2022, dio la vuelta por las redes sociales y llegó hasta la conferencia matutina. Después de mostrarla, el presidente le dijo a su audiencia: “Nada más pedir aquí que cuidemos a la señora, tiene todo mi respeto, le mando un abrazo, la quiero, se lo digo sinceramente, porque el hombre es producto de sus circunstancias”.
Cuando se registró como aspirante a la candidatura del Frente Amplio por México, Santiago Creel, en una arenga histriónica que -sin lograrlo- buscaba emocionar a su audiencia con un tono aguerrido pero visiblemente impostado, invocó “ese sentimiento que estamos padeciendo todos, de alguien que llegó a pensar que era dueño de México y de nuestras libertades. ¿Cómo se atrevió este desgraciado presidente? ¿Cómo se atrevió? ¿No sabía que había hombres y mujeres libres, formados en Acción Nacional, que no lo vamos a permitir?”
En agosto de este año, un ciudadano que se identificó como Julio César Campos Quezada, que afirmó ser vecino de Las Lomas de Chapultepec, lanzó ante una cámara que sabía que lo grababa, una retahíla de insultos al presidente: “Anciano, analfabeta y que no sabe ni hablar (…) voy a trabajar con Loret de Mola para destruirte, pinche gato”. Aparentemente perturbado por el consumo de alguna sustancia, Campos llegó más lejos que los demás: “Andrés Manuel me vale verga y lo vamos a madrear (…) y si estoy en posibilidades de matarlo, lo mato”.
“El que insulta, se degrada, pierde la autoridad” es lo que contesta el presidente, calmadamente, desde su tribuna. “No podemos quitarle el micrófono o los espacios en radio, en televisión a quienes no están a favor de la transformación. Eso sería autoritarismo. No lo vamos a hacer, al contrario: nos interesa que haya debate”.
También dicen que el presidente insulta. Que “arremete”, “ataca” y “hostiga” desde ese lugar que a sus opositores les gusta llamar “el púlpito presidencial”. Gabriel Said publicó, el 24 de junio de 2018 en Reforma, un texto llamado “AMLO poeta”, donde compila las palabras y frases con las que el ahora presidente ha descrito a sus adversarios: “mapachada de angora”, “sepulcro blanqueado” y “reverendo ladrón” saltan entre las más imaginativas. Pero sabemos que tiene otras entradas, muchas y muy frecuentes: “conservadores”, “conservas”, “aspiracionistas”, “corruptos”. No se puede decir que no pertenezcan, también, al género verbal del insulto -ese arte menor que consiste en generar una reacción de ofensa o enojo a través de palabras conscientemente escogidas-. La diferencia entre los insultos que recibe AMLO y los que profiere es la naturaleza de los conceptos involucrados, a qué características del interlocutor se apela para generar la ofensa. Al contrario que “pendejo”, “patarrajada” o “gato”, las palabras que usa AMLO para describir -y, de paso, ofender- a sus adversarios, se dirigen crucialmente a su identidad política.
Esto es importante porque la postura política siempre es producto de la propia determinación y no sólo de las condiciones externas o del destino. Ciertamente, hay determinantes sociales que nos hacen más proclives a adoptar una postura -y conducta- política u otra, pero estas condiciones en última instancia siempre se pueden evadir. La identidad política se escoge libremente, al contrario de la clase social, el color de la piel, el sexo, el género, la pertenencia étnica, la capacidad cognitiva o incluso el oficio que se desempeña. Describir -incluso si ofensivamente- a alguien por su identidad política es, primero, reconocerle como libre, y luego, cuestionar o incluso denostar sus decisiones. Frente a eso, insultar recurriendo a categorizar a alguien en las parcelas que nuestro orden social opresor considera indeseables (el pendejo, el sirviente, el pobre), revela más los prejuicios de quien insulta que lo supuestamente reprobable en la conducta del insultado.
Por eso, para López Obrador, recibir estos insultos es un timbre de orgullo. Suele compararse con Madero y decir que sólo con él comparte el primer lugar en ese curioso cuadro de honor. Aprovecha para recordar que en su mandato la libertad de expresión es irrestricta, y cómo no va a serlo: la mejor manera de acallar un discurso violento es con un discurso racional que lo confronte, jamás con la censura, porque en el silencio se cultiva más fácilmente el rencor. Pero además, dejar a sus adversarios irse de lengua le permite mostrar lo que durante años ha afirmado: que las élites desplazadas del poder político -y quienes sienten pertenecer a ellas- están movidas por un hondo clasisimo y racismo, y que su postura política, a pesar de ser deliberada, es irreflexiva e irracional. Paradójicamente, la libertad con la que se insulta al presidente terminó fortaleciéndolo a él y exhibiendo los vertederos más profundos del prejuicio de sus adversarios contra todo lo que representa.