Hoy la suma de esfuerzos históricos está cerrando las pinzas para develar lo ocurrido, incluyendo los nombres de los perpetradores que se pensaron anónimos. La terquedad de la memoria los alcanzó.
Cuando era pequeña y preguntaba por ella, mi familia materna me decía que estudiaba en una ciudad lejana. A los ocho años me informaron que era una desaparecida política.
El miércoles 22 de junio, una comunidad de sobrevivientes, insurgentes y familiares de víctimas de la contrainsurgencia ingresamos al Campo Militar número 1 (CM1) con la certidumbre de que en esas instalaciones se cometieron graves violaciones a los derechos humanos entre 1965 y 1990. Con el acto protocolario que inauguró la colaboración entre el Ejército mexicano y la Comisión para Acceso a la Verdad, el Esclarecimiento Histórico y el Impulso a la Justicia de violaciones graves a derechos humanos, se aceptó la participación castrense en la violencia política del pasado reciente de nuestro país.
Esa mañana hablé como hija de una persona desaparecida en las entrañas del gran cuartel. Mi madre, Alicia de los Ríos Merino, una joven chihuahuense de 25 años, militante de la Liga Comunista 23 de Septiembre, fue detenida el 5 de enero de 1978 en la zona norte de la Ciudad de México, en el sector industrial de Nuevo Vallejo. Inmediatamente fue trasladada al CM1 por agentes de la Brigada Especial. Por testigos sobrevivientes reconstruimos su detención forzada entre el mes de enero y los últimos días de mayo de 1978, extendida en diferentes instalaciones al interior del complejo de Lomas de Sotelo. Cirilo Cota, Ramón Galaviz y Juan Manuel Hernández compartieron con ella celdas vecinas durante las noches y los días del mes de febrero. En abril del mismo año, Mario Álvaro Cartagena, “El Guaymas”, la vio por escasos minutos tras ser detenido, cuando fue conducida para reconocerlo.
El 25 de mayo de 1978 fueron trasladados cinco jóvenes desde Ciudad Juárez al CM1. Eran Lorenzo Soto, Florencio Coronel, Jesús Elizalde, Reyes Ignacio Aguirre y Alfredo Medina. Después de feroces sesiones de tortura, Reyes y Alfredo fueron conducidos a un avión militar que los condujo hacia la Base Aérea Militar 7, ubicada en Pie de la Cuesta, Guerrero. Junto con ellos iba mi madre. Agentes de la policía militar, vestidos de civil y con melena larga, bajo las órdenes de Arturo Acosta Chaparro y Francisco Quirós Hermosillo, confinaron a mi madre, a Reyes y a Alfredo en una prisión hechiza conocida como “el bungalow”. Tras unos días en el lugar, los dos jóvenes juarenses fueron trasladados de nueva cuenta hacia el CM1. Mi mamá se quedó en esa playa acapulqueña en la que ejecutaban a las personas detenidas a la orilla del mar para tirarlas millas adentro durante vuelos ocurridos durante la madrugada. Ningún otro testigo vio a Alicia desde esos primeros días de junio de 1978.
Cuando era pequeña y preguntaba por ella, mi familia materna me decía que estudiaba en una ciudad lejana. A los ocho años me informaron que era una desaparecida política. Oírlo me provocó una infinita desesperanza. Desconocíamos dónde estaba y quién se la llevó. La única certeza era el motivo de su ausencia: mamá era guerrillera. En medio de la contrainsurgencia, a mediados de la década de 1970 cientos de doñas, familiares y sobrevivientes iniciaron la investigación sobre los circuitos de la desaparición, sus instalaciones y perpetradores, en ese entonces servidores públicos en activo, civiles y militares. Todos los rastros conducían al impenetrable CM1. Las evidencias se presentaron a los presidentes en turno, a los secretarios de Gobernación, a la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) y al titular de la Fiscalía Especial para los Movimientos Sociales y Políticos del Pasado. Se le gritó al país que existían cárceles clandestinas.
Desde esa perspectiva, la niña Alicia que no comprendía los obstáculos para visitar a su madre en la prisión, habló la mañana del 22 de junio con la tranquilidad de una mujer de 45 años que conoce lo acontecido por las décadas de búsqueda, litigio e investigación colectiva. Ni el discurso provocador del general Luis Crescencio Sandoval, titular de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), ni los argumentos del presidente Andrés Manuel López Obrador para imponer una reconciliación entre comunidades antagónicas me distrajeron del momento: habíamos entrado al centro neurálgico de la desaparición forzada en el pasado reciente del país.
Hoy, la suma de esfuerzos históricos está cerrando las pinzas para develar lo ocurrido, incluyendo los nombres de los perpetradores que se pensaron anónimos.
Lo sucedido en ese acto evidenció la complejidad de un proceso irresuelto por más de 50 años, en un contexto en el se han incrementado de manera notable las funciones de las fuerzas armadas y en que la Fiscalía General de la República (FGR) evade su responsabilidad en la investigación y judicialización demandadas enarboladas por los colectivos de víctimas y las organizaciones de la sociedad civil. Antes y después del acto en el CM1, hemos subrayado que los testigos estatales son vitales para el esclarecimiento y que la FGR es quien debe apremiar sus declaraciones.
Hoy, la suma de esfuerzos históricos está cerrando las pinzas para develar lo ocurrido, incluyendo los nombres de los perpetradores que se pensaron anónimos. La terquedad de la memoria los alcanzó. Lidian con el temor de que descendientes, vecinos y comunidad conozcan su trayectoria contrainsurgente. En el último año de litigio en el caso de mi madre, durante las diligencias en la Fiscalía General de la República, la defensa legal del Centro Prodh y yo hemos observado el desconcierto en los rostros de los exagentes de la Dirección Federal de Seguridad (DFS) al leer sus nombres en los registros elaborados por ellos mismos décadas atrás. La negación sistemática y los exabruptos no disimulan el miedo ante una posible consignación por violaciones graves a los derechos humanos perpetradas en contra de civiles e insurgentes.
Las resistencias al interior de los poderes de la nación y del personal contrainsurgente que sobrevive confirman que el proceso de investigación, esclarecimiento, narración y castigo por violencia política será extenuante y complicado. A partir del mes de septiembre, la Comisión de la Verdad, integrada por los cinco mecanismos de esclarecimiento histórico, apoyo a la justicia, búsqueda, reparación integral y memoria, cuenta con dos años para obtener resultados sustanciales para un país sumido en la tragedia, con más de 100 mil personas desaparecidas.
En el corto plazo, la Comisión de la Verdad realizará recorridos en las instalaciones militares, iniciando por el CM1. Es preciso que, pese a las tensiones evidentes del proceso, incorporen a sobrevivientes y familiares con procesos abiertos en el reconocimiento de sitios, pues será imposible investigar sin testigos, coadyuvantes y representantes legales. Las comunidades afectadas hemos denunciado ante la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y la Organización de los Estados Americanos (OEA) la carga que implica litigar derechos a la información y a la participación frente a las instituciones del Estado. Hacerlo frente a la Comisión de la Verdad sería inconcebible.
Estoy convencida de que el cumplimiento del mandato será posible si las personas comisionadas y el funcionariado que integran la Comisión, incluidas las fuerzas armadas, consultan y garantizan el ejercicio digno de los derechos de las personas y comunidades denunciantes, organizadas o no. Contrario a vulnerar la autonomía e independencia de la Comisión, la consulta y el derecho de coadyuvancia alientan la construcción y el cuidado de un espacio experto, democrático, pedagógico y con perspectiva de derechos humanos que, finalmente, resuelva un proceso cruento, oculto y desestimado por el Estado en el pasado reciente de nuestro país.