El paralelismo sobre la historia criminal de ambos personajes se diluía en la cobertura mediática, a pesar de que el nombre del Chapo Guzmán se escuchó en varias ocasiones durante el juicio de García Luna.
En enero del 2017, Ángel M. Meléndez —agente especial en jefe de la oficina en Nueva York de Investigaciones de Seguridad Nacional (HSI, por su sigla en inglés) del gobierno estadounidense— reveló en conferencia prensa que cuando vio a Joaquín el Chapo Guzmán arribar a la Gran Manzana notó en sus ojos sorpresa, pero destacó que el ahora exlíder del Cártel de Sinaloa estaba en shock y era evidente su miedo ante el destino de enfrentar a la justicia estadounidense.
Tres años después, esa descripción del agente podía repetirse para describir lo que reflejaba el rostro de Genaro García Luna —tiular de Seguridad Pública en el gobierno de Felipe Calderón— cuando enfrentó a la jueza magistrada Peggy Kuo, en la Corte de Distrito Este de Nueva York, con sede en Brooklyn, ante la que el 3 de enero del 2020 se declaró “no culpable” de tres cargos en su contra por narcotráfico y uno por declaraciones falsas a las autoridades federales estadounidenses.
En octubre de ese año, con una nueva acusación de cinco cargos, incluido dirigir durante un largo periodo una organización criminal —tal como hiciera el Chapo—, García Luna enfrentó entonces al juez Brian Cogan, el mismo que sentenció a Guzmán. Ya era claro que las carreras delictivas de ambos tenían caminos paralelos y varios puntos de conexión, pero el exfuncionario de Calderón replicó ese paralelismo con otros líderes de organizaciones criminales, como los hermanos Beltrán Leyva, al tiempo que emergía como el líder de un “minicártel” operativo desde el gobierno federal mexicano entre 2001 y 2012, en los gobiernos de Vicente Fox y Calderón, ambos surgidos del Partido Acción Nacional (PAN).
El Chapo y García Luna, personajes otrora antagónicos —al menos públicamente— en el mundo del crimen organizado, terminaron teniendo más en común hacia el final de sus carreras criminales: el mismo temor a su futuro, el mismo juez, la misma sala en el mismo tribunal y, a partir del 27 de septiembre, posiblemente el mismo futuro tras las rejas.
¿Qué mostraron los juicios de ambos? Fue en la Corte de Brooklyn donde se escuchó sobre los primeros pasos, el ascenso y la caída de estos dos personajes de la historia negra de México y Estados Unidos.
El Chapo Guzmán comenzó a destacar en el escenario criminal en la década de 1990, pero tuvo su mayor empuje después del 2001, ya como líder de una facción del Cártel de Sinaloa y tras su fuga de la prisión de Puente Grande, Jalisco, durante el sexenio de Fox. También en los años 90, Genaro García Luna ascendía en su carrera como funcionario de seguridad en el gobierno federal, pero fue en el 2000 cuando su auge fue inminente, con la dirección de la hoy desaparecida Agencia Federal de Investigación (AFI).
Entre 2001 y 2005, Guzmán y García Luna disfrutaban las mieles de sus carreras sin castigo, pero mientras que el primero era abiertamente líder de una organización criminal, el segundo aprovechaba en las sombras su poder policiaco y político para facilitar al primero y a sus socios el tráfico de droga, a cambio de millones de dólares. Estos caminos paralelos fueron también descritos en los juicios de ambos: dinero, libertad e impunidad eran los premios para estos criminales.
A partir de 2006, el poder de García Luna ascendió a los más altos niveles, como secretario de Seguridad Pública de Felipe Calderón, pero también el poder criminal del Chapo Guzmán estaba en apogeo, algo que no pudo lograr sin la ayuda ofrecida por García Luna y sus secuaces, vía protección federal y facilidades para el trasiego de la droga.
Con tales semejanzas en sus historias, parecía natural que los medios de comunicación hicieran coberturas similares sobre los juicios de ambos personajes, pero no ocurrió así. Ni los medios mexicanos ni los estadounidenses abordaron de la misma forma los hechos.
En el caso de los medios estadounidenses, tras considerarlo el “enemigo público número uno”, el proceso contra el exlíder del Cártel de Sinaloa despertó fascinación; lectores, radioescuchas y televidentes estaban ansiosos de conocer detalles sobre Guzmán e incluso sobre su esposa, Emma Coronel, quien se convirtió en un personaje esencial en el juicio público, una presencia distractora que alcanzó protagonismo por sí misma. El Chapo, como los estadounidenses conocen a Guzmán, ya no necesitaba cartas de presentación: se convirtió en una leyenda sobre la que había que cerrar un círculo. Los medios mexicanos siguieron un camino similar porque, después de todo, el Chapo era igual o más famoso en México que en el vecino país angloparlante.
Mientras cubrí el juicio del Chapo para una empresa de medios dirigidos a hispanos en Estados Unidos —que incluye los periódicos La Opinión y El Diario—, la labor me resultó, por así decirlo, natural. Los lectores querían saber la mayor cantidad de detalles posibles sobre los crímenes y el modus operandi de Guzmán, por lo que cualquier artículo al respecto se colocaba entre los más leídos, lo que obligó a buscar novedosos ángulos e historias exclusivas, como un diálogo ciertamente personal con Emma Coronel y las cartas que nunca pudo escribirle a su esposo, a quien llamaba “El Señor”.
Tres años después, dada la envergadura del caso de García Luna —incluidos serios cuestionamientos sobre la Administración para el Control de Drogas (DEA, por su sigla anglófona) del gobierno norteamericano— parecía que la cobertura también sería natural, pero no resultó así debido a que este personaje es ampliamente conocido en México pero prácticamente desconocido en Estados Unidos. Mientras los medios estadounidenses ignoraban el episodio, salvo VICE News y un texto aquí y otro por allá en The New York Times, la cobertura fue liderada por espacios periodísticos mexicanos e hispanoestadounidenses, incluidos CNN y La Opinión.
El paralelismo sobre la historia criminal de ambos personajes se diluía en la cobertura mediática, a pesar de que el nombre del Chapo Guzmán se escuchó en varias ocasiones durante el juicio de García Luna.
¿Qué ocurría en México durante esta cobertura? Grandes periodistas la solventaron con publicaciones diarias, incluidos J. Jesús Esquivel, de Proceso, y David Brooks, de La Jornada. Sin embargo, algo parecía hacer falta y fue una coincidencia descubrirlo: el afán inmediato a través de Twitter. Sin proponérmelo, además de mis reportes diarios y los videos necesarios para La Opinión, decidí utilizar esa red social como una especie de “cuaderno de notas”.
La que tuiteaba era información real y en tiempo real que más adelante me servía para no perder hilo sobre qué debía escribir o contar en un video, pero pronto mi cuenta en Twitter cobró vida propia tanto en México como Estados Unidos por diversos motivos, pero principalmente porque abrió un debate que evidenció dos elementos poco afortunados de las coberturas de grandes medios en México: la incredulidad ante el proceso judicial estadounidense, sin conocer siquiera cómo se construyen estos casos, y la defensa casi surrealista de García Luna.
Para los comentaristas políticos más conocidos de México, García Luna parecía una víctima, más que un presunto criminal, por lo que se cuestionó la forma en que fue construido el caso en su contra, basado esencialmente en evidencia testimonial cruzada. Durante el juicio del Chapo, los medios mexicanos mostraban —por el historial del personaje— su bagaje criminal, pero nunca cuestionaron cómo se construyó el caso en su contra, a pesar de haber incluido también evidencia testimonial cruzada, es decir, de testigos cooperantes, de agentes de la DEA y del FBI —Buró Federal de Investigación, por su sigla anglófona—, junto a un largo etcétera. En el universo mediático de quienes lideraban las opiniones en México sobre el caso de García Luna se cuestionaba que pudiera o debiera emitirse una decisión del jurado “más allá de la duda razonable”.
Mi cobertura tenía como plan central hacer la crónica diaria del juicio, pero la conexión que habían logrado mis tuits con lectores de piso y algunos periodistas y líderes de opinión me llevó a ser una especie de explicador del proceso. Había un llamado constante a la paciencia sobre la evolución del proceso. Las reacciones de algunos medios fueron negativas, quizás también porque literalmente califiqué de irresponsable y carente de conocimiento la descripción que algunos comentaristas hicieron del proceso judicial, además de inconformarme con el rechazo a la participación de excriminales como testigos-evidencia.
Pronto encontré aliados y, además de mantener la cobertura desde La Opinión, colegas como Álvaro Delgado y Alejandro Páez Varela me hicieron un espacio de cuando en cuando en sus transmisiones digitales, donde sus preguntas me ayudaron a explicar también la importancia de cada paso del proceso de García Luna, así como sus paralelismos y diferencias con el juicio al Chapo Guzmán.
Lo mismo ocurría en medios como La Octava y Sin Censura, o bien en apariciones en televisión nacional con Javier Solórzano y Ricardo Rafael, incluso en espacios de Estados Unidos, como Radio Bilingüe, NY1 y Americano Media, además de canales periodísticos de Perú y Argentina. En todos, el objetivo era el mismo: responder el qué, cómo y por qué. Mis opiniones sobre García Luna en sí no eran esenciales, no tanto como el proceso, la evidencia y las pruebas presentadas.
Para el infortunio de México, de los mexicanos, si el juicio del Chapo reveló parte de la corrupción que permitió su crecimiento y el de sus aliados, el caso de García Luna confirmó aquello revelado por Jesús el Rey Zambada García sobre que había entregado al menos cinco millones de dólares al exsecretario de Seguridad Pública mexicano, quien a la vez usó su influencia y la información privilegiada de agencias mexicanas y estadounidenses para proteger a varios criminales.
El proceso en la Corte del Distrito Este de Nueva York contra García Luna fue más allá y permitió entender cómo el crimen organizado en México pudo crecer a niveles ahora incontrolables. Las historias paralelas del Chapo y García Luna encontraron varios puntos en común rumbo a la infamia.
Ambos juicios también revelaron cómo las acciones conjuntas entre México y Estados Unidos han sido prácticamente infructuosas en los últimos 20 años para contener a los cárteles de la droga. Sí, han arrojado decenas de detenidos, pero también casi 400 mil muertos y más de 70 mil desaparecidos en México, junto a miles de muertos por adicción en Estados Unidos. ¿Habrá algún día justicia? La sentencia al Chapo demostró que las organizaciones criminales no pararon con ella; sus hijos, Los Chapitos e Ismael el Mayo Zambada encumbraron nuevamente al Cártel de Sinaloa, ahora mediante el tráfico de fentanilo.
¿La sentencia a García Luna significará un cambio real contra el narcotráfico? Tristemente, no. En todo caso, funciona como un mensaje contra la corrupción, pero desde que el funcionario de seguridad dejó el gobierno, en 2012, el crimen organizado sigue operando como si nada hubiera pasado.
Si alguna lección han dejado las historias de infamia del Chapo y García Luna es que la ambición convierte a quienes deberían ser enemigos en mejores aliados. La pregunta ahora es: ¿Habrán terminado los García Luna?
La apabullante realidad nos tiene una respuesta negativa, por ahora.