El bienestar colectivo no se construye
con la suma de logros individuales sino
que, por el contrario, es condición para
que esos logros sean posibles.
La corrupción suele definirse como el abuso de una posición de poder en un colectivo para obtener beneficios personales. En México este fenómeno se remonta a los tiempos de la Colonia y ha persistido, con diversos niveles de gravedad, en las distintas épocas de su existencia como Estado independiente.
Las gestas históricas nacionales —la Independencia, la Reforma, la Revolución— se han caracterizado por atacar la corrupción. Lo hicieron los próceres que combatieron el corrupto Virreinato; lo hicieron los liberales del siglo XIX, cuyo dirigente máximo, Benito Juárez, promovió y observó una estricta defensa de los bienes públicos y buscó romper la relación entre los cargos gubernamentales y las situaciones de privilegio, derroche y frivolidad; lo hicieron los revolucionarios de principios del siglo pasado, quienes no sólo se rebelaron contra el autoritarismo del Porfiriato sino también contra la escandalosa corrupción en la que se fusionaron los políticos y los empresarios porfiristas.
Sin embargo, ni los independentistas, ni los autores de la Reforma Liberal, ni los gobiernos emanados de la etapa armada de la Revolución mexicana pudieron erradicar la corrupción, que limitó los alcances sociales del nacionalismo revolucionario y del desarrollo estabilizador, contaminó instituciones fundamentales para la construcción del país y debilitó el pacto social sobre el que descansaba el régimen hasta llevarlo a su desgajamiento, en 1987-1988.
El auge del neoliberalismo en el mundo fue visto por una facción del entonces gobernante Partido Revolucionario Institucional (PRI) como la gran oportunidad para desmantelar el Estado de bienestar que se venía construyendo en el país y para apoderarse de los ingentes recursos públicos que se invertían en desarrollo social, salud y educación, infraestructura y abasto popular; es decir, para llevar la corrupción a una escala hasta entonces desconocida. El sexenio de Miguel de la Madrid fue el interregno en el que el desarrollo estabilizador fue abandonado y en el que empezaron a entronizarse los dogmas neoliberales, los cuales fueron abiertamente adoptados tras el fraude electoral de 1988, que colocó a Carlos Salinas en la presidencia.
A partir de entonces, y durante los gobiernos subsecuentes hasta 2018 —treinta años exactos, los mismos que duró el Porfiriato—, la corrupción se volvió método de gobierno; el saqueo de las arcas públicas, el pillaje de los bienes nacionales y la privatización de todo lo imaginable —desde las industrias del Estado hasta la seguridad– fueron durante tres décadas el afán principal de los gobernantes. El abuso de las posiciones de poder para obtener beneficios personales fue el imperativo en las presidencias del propio Salinas y en las de Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto.
Este proceso de despojo generalizado no habría sido posible sin la legalización o la despenalización de prácticas corruptas y, sobre todo, sin la legitimación social de conductas que a ojos de la gran mayoría resultaban inmorales y reprobables. Es cierto que hasta 1988 muchos funcionarios se regalaban un tren de vida principesco, pero lo hacían a trasmano, a espaldas de la ley o amparados en la opacidad de las cuentas públicas. A partir del Salinato, la hipocresía cedió el lugar al cinismo y los ingresos desmesurados y obscenos del funcionariado fueron legalizados y exhibidos, por más que, al margen de sus emolumentos y a espaldas de la opinión pública, no pocos empleados del gobierno amasaron fortunas aprovechando cargos a los que formalmente habían llegado para servir y de los cuales se servían.
En el ámbito económico, el discurso oficial, adoptado y reproducido por la gran mayoría de los medios informativos que siempre vendieron sus servicios al poder público —con el que mantenían relaciones agudamente corruptas—, impuso los mandamientos de la máxima competitividad (es decir, la supervivencia del más fuerte en la jungla del libre mercado), la máxima rentabilidad (o sea, la carta abierta a la especulación improductiva) y la máxima productividad (que fue el pretexto para emprender brutales ofensivas contra los derechos laborales y las organizaciones sindicales).
En la esfera social, el régimen neoliberal buscó anular derechos y en el discurso los remplazó, siempre que pudo, por las oportunidades. El gobierno y el sector privado ensalzaron el éxito individual como objetivo supremo de las personas, en detrimento de los tejidos sociales y las estructuras gregarias que han caracterizado a la sociedad mexicana desde hace milenios. Matar de hambre a los asalariados en nombre de la lucha contra la inflación; ponerle buena cara a las devaluaciones de la moneda con el pretexto de la competitividad de los productos nacionales en el mercado internacional; disipar las aspiraciones colectivas al trabajo en la atomización de individuos que debían “emplearse a sí mismos” (Salinas acuñó el lema) o dedicar su vida a la obtención de “vocho, changarro y tele” (como lo decía Fox); “el cambio está en uno mismo”, como rezan muchos recetarios de autoayuda y gurús de eso que se ha denominado “superación personal”: la prédica moral de los neoliberales se orientó a promover la resignación ante la pobreza, a romper la solidaridad colectiva, a alentar el “sálvese quien pueda” individualista y a ver como naturales la pobreza y la desigualdad.
En los hechos, semejante discurso no sólo causó una catástrofe política, económica y social, sino que, en forma colateral a las estrategias económicas del neoliberalismo, impulsó el auge del crimen organizado y de la violencia delictiva. A fin de cuentas, los capos de los cárteles son los casos más rotundos de éxito individual, y no hay negocios más rentables, productivos y competitivos que el tráfico de drogas, el secuestro y el tráfico de personas. En 2009, un subsecretario de Agricultura cometió la imprudencia de expresar en público la admiración secreta que el Calderonato profesaba al narcotráfico: el sector agropecuario, dijo, debe aprender el modelo del tráfico de drogas porque los narcos “han logrado definir el mercado con el gobierno en contra y lo han hecho sin subsidios; ese es el tema, hay que aprender a definir el mercado, todo lo demás cae por inercia”.[1]
Independientemente de su fundamento legal y de su grado de éxito o de extravío, las políticas de redistribución, movilidad social y bienestar que impulsaron los gobiernos posrevolucionarios plasmaban una moral ancestral que antepone el beneficio común al personal, que demanda, por ello, la preservación de los bienes nacionales y que orienta políticas de promoción de la salud y la educación públicas. Es, en suma, contraria a la corrupción privatizadora. Por ello, esa moral fue vista por los neoliberales como un objetivo a destruir. No lo consiguieron, pero sí provocaron un acanallamiento ético en amplios sectores de la sociedad: los mismos que no son capaces hoy de percibir el contraste entre su situación de privilegio y las acuciantes necesidades en las que vive la mayoría del país; los que acabaron viendo la corrupción como una práctica normal; los imposibilitados para ver que el dinero que recibían —y en muchas casos siguen recibiendo— por contratos inflados, subrogaciones, becas y subsidios es dinero que fue sustraído a, o que debe ser empleado en, atender las necesidades acuciantes de quienes sobreviven en la pobreza; los mismos que se hacen eco de las furibundas campañas de descrédito en contra de la cuarta transformación y que creen en las calumnias vertidas por los medios oligárquicos a un ritmo industrial.
La corrupción, reza un documento de la Organización de las Naciones Unidas[2], es una plaga insidiosa que tiene un amplio espectro de consecuencias corrosivas para la sociedad. Socava la democracia y el estado de derecho, da pie a violaciones de los derechos humanos, distorsiona los mercados, menoscaba la calidad de vida y permite el florecimiento de la delincuencia organizada, el terrorismo y otras amenazas a la seguridad humana.
Asimismo,
sus efectos son especialmente devastadores en el mundo en desarrollo. La corrupción afecta infinitamente más a los pobres porque desvía los fondos destinados al desarrollo, socava la capacidad de los gobiernos de ofrecer servicios básicos, alimenta la desigualdad y la injusticia y desalienta la inversión y las ayudas extranjeras. La corrupción es un factor clave del bajo rendimiento y un obstáculo muy importante para el alivio de la pobreza y el desarrollo
Pero antes de las consideraciones legales, económicas, políticas y de seguridad, están los imperativos morales: el hambre es inadmisible, el desempleo es inadmisible, la negación de los derechos a la vivienda, educación, cultura y una vida libre de violencia es inadmisible; el autoritarismo es inadmisible; la destrucción de los entornos naturales y sociales es inadmisible; la privatización de bienes públicos, sea una línea ferroviaria, una hectárea de selva o una escultura mesoamericana, es inadmisible.
De la misma manera, la indiferencia ante el hambre y el desempleo, la negación de derechos básicos, la rapiña de la propiedad nacional, la depredación ambiental y las políticas belicistas de seguridad pública no sólo son agravios a la población, sino también ofensas a su moral.
El bienestar colectivo no se construye con la suma de logros individuales sino que, por el contrario, es condición para que esos logros sean posibles. Por lo demás, la lucha contra la corrupción no puede librarse sin que sea al mismo tiempo una lucha para erradicar el neoliberalismo corrupto y corruptor. Y esa causa conlleva una tarea de regeneración fundamental: la revolución de las conciencias. En ella, la reconstrucción de los valores morales es obligadamente central. Es preciso recuperar las mentes que se dejaron seducir por la fantasía perversa de la consecución de la riqueza y el consumo como propósito de las relaciones sociales y como horizontes principales de la vida.
[1] La Jornada, 29 de octubre de 2009, p. 8.
[2] Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, Nueva York, 2004, p. 3.