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El impulso punitivo: una mirada crítica desde los feminismos de América Latina y el Caribe

En nuestra región, el incremento de leyes punitivas carcelarias sobre drogas afecta a las mujeres de forma desproporcionada.

impulso punitivo

La llamada cuarta ola de los feminismos en América Latina y el Caribe también es conocida como la ola violeta. Impregnada de demandas contra la violencia de género, el color violeta en su representación ha teñido también las narrativas y las movilizaciones de los últimos tiempos al interior de los movimientos de mujeres y feministas.

Aunque no es un problema nuevo —recordemos que Flora Tristán, hoy de reconocida obra y trayectoria como baluarte del feminismo socialista, describió la violencia contra la mujer al interior de la pareja como un dispositivo más de disciplinamiento y “esclavización”, violencia que ella misma sufriera en su matrimonio y más adelante, durante largos años de su vida—, ha sido en las últimas décadas cuando se ha consolidado el tema de la violencia de género como uno de los ejes principales de los movimientos feministas en la región y en el mundo, pero con él también han proliferado demandas de un punitivismo manodurista como solución inmediata.

En tal razón, el grueso de peticiones provenientes del movimiento de mujeres se encuentra encabezado por exigencias de leyes contra la violencia de género, leyes para regular el consentimiento, leyes sobre violencia digital, más políticas públicas emergenciales, como el aumento de patrullas de género, cámaras de vigilancia, botones de pánico, despliegue de agentes del orden en zonas proclives a la criminalidad, etcétera. Criterios siempre acompañados de severidad en las penas para quienes cometen este tipo de delitos, así como de sanciones drásticas ejemplarizantes.

A la par, y frente a los obstáculos e inoperancia que nos revela el sistema de justicia penal para tramitar e investigar correctamente hechos asociados a la violencia basada en el género, otras respuestas alternativas al campo de lo jurídico también han sido impulsadas con fuerza. Por ejemplo, las denuncias sociales, los escraches públicos, los señalamientos por redes sociales. Una de las campañas más conocidas con este perfil es el movimiento MeToo. El señalamiento social y público contra sujetos que han cometido presuntamente violencia de género ha traído como consecuencia en varios casos la pérdida de empleo, la separación de medios laborales, la cancelación de obras.

Estas expresiones y peticiones punitivas como tendencia cada vez más extendida en los feminismos de la región no se explica de forma desconectada del contexto político; y así ha sucedido históricamente.

Virginia Vargas, quien sitúa al feminismo de la segunda oleada como uno de los determinantes en la subversión de la política en el siglo XX, ancla también a los feminismos de América Latina y el Caribe a los efectos de esta trascendencia. Considera que su expansión regional tuvo lugar con las particularidades que cada país mostraba al interior de su conflictividad social y, en tanto, así de prolíferos fueron consolidándose durante la década de 1980. Por ejemplo, la lucha de las mujeres en esos años y la lucha por la recuperación de la democracia en los países sudamericanos en dictadura no estuvieron desligadas. De ahí que las feministas chilenas en su lucha contra la dictadura exigieran “democracia en el país y en la casa”. De forma similar sucedió con los países centroamericanos que se encontraban en conflictos armados.

Politizar lo privado no fue —ni ha sido— ajeno al contexto político. Las dictaduras militares y los conflictos armados develaron “nuevas” formas de entender el carácter político de la subordinación de las mujeres en el llamado mundo privado. Surgieron nuevas definiciones, nuevas categorías de análisis y nuevos puntos de partida: violencia doméstica, asedio sexual, violación en el matrimonio, feminización de la pobreza y más. Al decir de Nancy Fraser, las feministas latinoamericanas de esos años politizaron lo que hasta ese momento se encontraba despolitizado, creando nuevas narrativas, nuevos espacios de discusión y también instituciones desde las cuales se pudiera actuar e impactar en escenarios y poblaciones más amplias. No obstante, la respuesta del movimiento siguió estructurada en la organización, en la movilización y en las demandas de acciones fundamentalmente políticas que apuntalaran una transformación social más profunda y no meramente penal.

Llegada la década de 1990, estas vertientes de los feminismos nuestroamericanos van a consolidar sus epistemologías y praxis, a la vez que los procesos de institucionalización del género y del feminismo fueron tensando la relación entre si el feminismo debía conservar su génesis y autonomía como movimiento popular y revolucionario, o si debía formar parte de las estructuras del Estado y sus instituciones (especializándose cada vez más en asuntos de género y feminismo). En medio de estas disputas, las organizaciones no gubernamentales también comenzaron a interceder y delinear las políticas de género y las agendas de los feminismos.

El proceso de institucionalización del género en distintos países, la consolidación de estructuras supranacionales pero con intervención en los asuntos nacionales (como la Organización de las Naciones Unidas y las conferencias mundiales de las mujeres, en especial la cuarta de Pekín, en 1995), involucró a la lucha de las mujeres el campo de lo jurídico con mayor protagonismo. En ello ya la violencia de género se encontraba definida y figuraba como uno de los problemas principales a atender.

El ascenso de las políticas neoliberales también se vincula a lo anterior. Los países de nuestra región habían contraído el papel garantista del Estado a su forma mínima durante aquel tiempo. En consecuencia, el “libre mercado”, la hipermercantilización de la vida y la focalización en la individualidad competitiva y meritocrática también impactaron las colectividades y las capacidades organizativas sociales. Al achicarse el Estado, las poblaciones más vulnerables (como las mujeres, las personas racializadas, migrantes, mujeres rurales y demás) se vieron desamparadas y, por tanto, los efectos de desigualdad y violencia del neoliberalismo las golpearon en mayor medida. La precarización, la falta de derechos laborales, económicos y sociales, y el empobrecimiento cada vez más agudo de los sectores subalternos desencadenaron paralelamente una espiral de criminalidad y violencia.

La suma de México al Tratado de Libre Comercio para América del Norte (TLCAN) significó la expansión de la industria maquilera en su forma feminizada, el despojo a las comunidades de sus territorios, un abandono del campo mexicano, que fue ocupado por el narcotráfico, un alza en la densidad migratoria en el interior del país y hacia Estados Unidos por la frontera norte; lo que derivó en un particular desate de violencia feminicida, como el fenómeno de “las muertas de Juárez”. Es decir, las violencias de género se agudizaron con la profundización del neoliberalismo en el país, entendiendo que el orden jerárquico y disciplinante de género pensado desde una matriz de opresión múltiple es producido social y políticamente.

Actualmente la crisis del sistema neoliberal también se expresa en una crisis de violencias basadas en el género que, luego de la década de 1990, fue “actualizada” mediante una “guerra contra las drogas” o “guerra contra el narcotráfico” impulsada por el expresidente panista Felipe Calderón. A la vez que desplegaba una “guerra” contra ningún ejército, ni contra país invasor, sino contra la propia sociedad civil precarizada, las narrativas de enfrentamiento, severidad, castigo y punición se trenzaron con campañas como tolerancia cero a la violencia contra la mujer, sanciones severas y cárcel. Por tanto, el mundo de lo penal y lo punitivo vino a constituir el colofón de la justicia también para las mujeres y a manera de respuesta al ascenso de las violencias de género.

Más prisiones, mayor encierro carcelario y más leyes penales severas se convirtieron en sinónimo de no impunidad, sin atender otras tramas que hacen posible la violencia de género. La hegemonía de los discursos feministas, además de reificar la rabia (justificada) del hartazgo de las mujeres que la sufren, se impregnó de un discurso y una agenda altamente punitiva. No obstante, es importante señalar que justamente estos “nuevos” sentidos de justicia son producidos por un sector de mujeres y feministas que, aunque ubicadas en un orden de género desventajoso por su condición de tales, no son impactadas por otros vectores de desigualdad y discriminación, como la condición racial, el origen étnico o territorial, la clase social y demás. Es decir, desde una perspectiva interseccional forman parte de un feminismo hegemónico que desatiende otras matrices de opresión y exclusión. De corte neoliberal, estas demandas se han cruzado con políticas represivas y de persecución penal de programas más amplios (como antidrogas o anticorrupción) y han tenido como resultado el reforzamiento de la criminalización de las personas disidentes de género, de mujeres racializadas, migrantes y empobrecidas, quienes precisamente corporifican las sujetas subalternas en su relación con el feminismo hegemónico.

En nuestra región, el incremento de leyes punitivas carcelarias sobre drogas afecta a las mujeres de forma desproporcionada. En números totales los hombres son más encarcelados por delitos de drogas, pero en términos de proporción el porcentaje de mujeres encarceladas en América Latina y el Caribe es más alto que el correspondiente a los hombres. Por ejemplo, en países como Brasil, Chile, Costa Rica, Panamá y Perú la proporción de mujeres encarceladas por delitos de drogas es un 30% más alta que en el caso de hombres privados de libertad por las mismas causas en esas mismas naciones. En efecto, las mujeres cumplen roles de menor entidad en el mercado de la droga y el crimen organizado, siempre expuestas al encarcelamiento, fácilmente sustituibles y reclutables debido a la altísima feminización de la pobreza en nuestros territorios, por lo que estas leyes punitivas terminan siendo inoperantes para liquidar el tráfico de drogas y muy funcionales para la reproducción de la criminalidad, la precarización y las ganancias de la industria carcelaria privatizada. Además, los efectos de la discriminación territorial, étnica, racial también definen el problema de las mujeres encarceladas.

En 2018, de las 714 mil reclusas de todo el mundo, el 35% lo fue por delitos de drogas; mientras que de los 9,6 millones de reclusos hombres, solo el 19% lo era por las mismas razones. Esto apunta a una errada política penal que no logra desarticular el crimen organizado y, sobre todo, a una ausencia de otras políticas no punitivas desde una perspectiva de género e interseccional que logren aliviar las cargas de pobreza y precarización en los territorios criminalizados y preteridos por los países de nuestra región.

Por su parte, la aprobación de normas penales contra los discursos de odio y otras formas de discriminación, por ejemplo, contra personas trans, no ha logrado prevenir especialmente la violencia contra ellas. Generalmente criminalizadas por la policía, violentadas por los agentes del orden y discriminadas sistemáticamente en el mundo laboral, de las escuelas y hasta de sus propios hogares, invertir ese orden de causas y efectos haciéndolos depender de la represión penal por parte de ese mismo aparato policial que las castiga arbitrariamente resulta un sinsentido y reproduce la criminalización y la violación contra sus derechos. La cuestión preventiva y los fines de que, en efecto, quienes discriminan, violentan y emplean discursos de odio contra las personas disidentes de género reciban una sanción (punitiva o no) por ello, supera la cuestión penal y necesita de la intervención radical en materia de derechos sociales, económicos, culturales, colectivos. Siendo que la esperanza de vida de las mujeres trans en la región no supera los 35 años, que terminan en el trabajo sexual exponiéndose al sida y en condiciones de pobreza, ¿cómo es posible que destinen recursos económicos para impulsar un proceso penal donde ellas figuran como las personas criminalizables? Por ello, (casi) nunca acceden a esa justicia que se enarbola con banderas de crímenes de odio y represión penal.

En palabras de Tamar Pitch, la política de seguridad:

se acoge a la retórica de la necesidad de defender a los “débiles” y a las mujeres en primer lugar, de amenazas externas, en Italia típicamente identificadas en los últimos años con los emigrantes extranjeros. A esta retórica no son extrañas las batallas de las mujeres contra la violencia sexual y el acoso sexual, y en general su recurso a lo penal, contribuyendo así a relegitimarlo. Pero nunca como en este caso resulta evidente cómo la “protección de nuestras mujeres” sirve de justificación de un control y de una esterilización del territorio, además de un endurecimiento de la represión penal de la ilegalidad (sobre todo) extranjera, que a las mujeres en absoluto les conviene

También en América Latina y el Caribe, y en particular en México, muchas veces los discursos sobre securitización (seguridad ciudadana y políticas de seguridad) que provienen del feminismo hegemónico esconden iniciativas xenófobas contra la migración pobre sudamericana y centroamericana. En esas redes, la situación de mujeres migrantes racializadas que son violadas y desaparecidas en sus trayectos hacia el norte y que son apresadas, violadas y asesinadas también por fuerzas militares son totalmente invisibilizadas y desatendidas.

Las feministas negras, sobre todo desde la década de 1980, también alertaron sobre las diferencias de la respuesta penal ante hechos de violencia de género cuando las víctimas son mujeres no racializadas y racializadas. En este sentido, existe discreción a la hora de abordar el problema de la violencia doméstica o de género al interior de las comunidades afro, evitando que las estadísticas sean malinterpretadas y se reduzcan las respuestas a la violencia doméstica como un tema de “minorías”. O bien que se refuercen estereotipos en contra de hombres, personas y comunidades racializadas esencializándolas como violentas. Incluso, un mal manejo de ese tipo de información propicia la reproducción del actuar discriminatorio y violento de la propia policía contra las comunidades racializadas, lo que ha sido una práctica histórica recurrente. De ahí que, aun con leyes penales en contra de la violencia doméstica y de género, el temor a una represión mayor contra los sujetos racializados es consistente a la vez con una inoperatividad de la persecución penal como “solución” a la violencia de género.

“Frecuentemente, las mujeres de color son reacias a llamar a la policía, debido a que la gente de color en general se resiste a poner sus vidas privadas bajo el escrutinio y control de una fuerza policial frecuentemente hostil”, señala Kimberlé Crenshaw. Si bien hace referencia al contexto estadounidense, en la región de América Latina y el Caribe las lógicas de las matrices de opresión imbricadas en género y “raza” expresan las mismas problemáticas.

En resumen, no se trata de impugnar la existencia de legislaciones contra la violencia de género, ni de denostar las articulaciones externas al campo jurídico que implican una denuncia social, sobre todo en contextos de impunidad y de falta de acceso a un sistema judicial congruente con un tema tan complejo como la violencia de género. Sin embargo, estas leyes y articulaciones no son respuestas integrales a un problema multidisciplinario y que conlleva atender también sus causas estructurales desde lo político y desde lo social.

El impulso punitivo siempre estará bajo el escrutinio de la mirada crítica feminista, sobre todo desde sus márgenes y desde la subjetividad subalterna. Buscar soluciones alternativas a la represión penal exclusiva constituye un imperativo ético dentro de las profundas desigualdades que hoy atraviesan nuestros pueblos. No queremos más muertas, ni feminicidios, ni espirales de violencia de género, pero tampoco queremos menos justicia social ni menos que vidas dignas para todas, todes y todos.

Referencias

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https://revistaseug.ugr.es/index.php/acfs/article/view/515

Soberanes, R. (28 de mayo de 2022). “Estoy destrozada”: el infierno de ser mujer, migrante y negra en México. Animal Político. Recuperado de:

https://www.animalpolitico.com/sociedad/mujeres-migrantes-infierno-en-mexico

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