Ante el fracaso de las policías, (AMLO) legalizó el papel del ejército y la armada como fuerzas temporales de seguridad interna (…) El resultado está aún por verse.
¿Qué es un ejército? El diccionario Webster lo define como un “cuerpo numeroso y organizado de individuos armados y entrenados para la guerra” y a la guerra la definió un general prusiano que sabía bien de lo que hablaba, Carl von Clausewitz, como “la política por otros medios” (De la guerra, 1832). Así pues, la razón fundamental de los ejércitos es y será no la violencia organizada misma, sino su fin último: la política. Y la esencia de la política es, según Harold D. Lasswell: el ejercicio del poder que determina “quién consigue qué, cómo y cuándo” (Politics: who gets what, when, and how, 1936). En cualquier caso, los ejércitos han sido los instrumentos de última instancia en la lucha política, tanto en lo interno como en lo internacional.
El inicio de la historia de los ejércitos en México puede trazarse desde la aparición de los grandes imperios prehispánicos, pero en su forma moderna estas instituciones surgen apenas en el siglo XVIII, cuando los ingleses amenazaron la seguridad del imperio español en América, pues llegaron a tomar La Habana (1762) y actuar en el Río de la Plata (1806-1807), mientras planeaban atacar la Nueva España.
Finalmente no fueron invasores externos los que pusieron en marcha la formación de ejércitos en la Nueva España, sino una gran guerra interna, la de independencia, un conflicto brutal que se prolongó de 1810 a 1821. La independencia no acabó con la violencia doméstica, sino que la prolongó y se le añadieron agresiones externas. En todos los casos, los actores centrales fueron militares y los “pronunciamientos” de generales y jefes con mando de tropa —de los que hubo decenas— fueron mezcla de rebelión y de petición de los mandos de un ejército poco profesional y en un Estado aún en construcción (Will Fowler, ed., Forceful negotiations, Lincoln, Nb, 2010) y que evolucionaron hasta protagonizar feroces guerras civiles. Fue un general, Porfirio Díaz, que alcanzó el poder por las armas, quien mediante una dictadura de tres decenios y medio construyó un régimen que, entre otras cosas, apartó al ejército del ejercicio directo del poder.
El derrocamiento de Díaz en 1911 volvió a poner a la fuerza armada en el centro de una política que llevó a la dramática derrota y disolución del ejército profesional (1914) y a la emergencia de otro, el revolucionario, que por un cuarto de siglo fue la base de un nuevo régimen corporativo donde, otra vez y poco a poco, se le fue sustituyendo en su papel de soporte principal del nuevo poder. La base no militar del nuevo sistema fue un partido de Estado conformado por organizaciones de masas. Para 1970, un estudioso del tema, Jorge Alberto Lozoya, vio en la despolitización del ejército la característica distintiva de esa organización armada, (El ejército mexicano (1911 – 1965), 1970). Tras la represión y naufragio del movimiento electoral con barruntos de rebelión de 1952 encabezado por el general Miguel Henríquez Guzmán, no se sabe ya de ningún otro intento de desobediencia a la autoridad civil en las fuerzas armadas, (Elisa Servín, Ruptura y oposición. El movimiento henriquista, 1945-1954, 2001). El papel formal de ese ejército postrrevolucionario se centró en combates a gavillas rurales, ayuda a la población en casos de desastres, pero también en discretas tareas de inteligencia política y, llegado el caso, en contener, reprimir y suprimir a opositores políticos que no se habían avenido a la negociación o a la cooptación (Juan Veledíaz, Un general sin memoria, 2010).
Una lista parcial de las acciones donde el ejercito fue la última ratio del régimen postrrevolucionario incluye a la rebelión cristera (1926-1929 y 1932-1938), la represión a los sinarquistas en 1946, la persecución y eliminación del movimiento campesino de Rubén Jaramillo (1943-1962), la supresión del movimiento ferrocarrilero (1958-1959), la represión de los movimientos navista de San Luis Potosí (1958-1963) y universitario en Morelia (1966) y la brutal matanza de Tlatelolco en la capital del país en 1968, pero su actividad represiva más sistemática tuvo lugar a lo largo de la década 1970, los años de la “guerra sucia”, contra guerrillas de izquierda tanto urbanas como rurales. Sin embargo, el surgimiento de la rebelión neozapatista del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en Chiapas en 1994 ya no pudo ser enfrentado al estilo de la “guerra sucia”, pues se le interpuso una fuerte movilización social que elevó a un nivel prohibitivo el costo político de una solución militar.
Cuando la Guerra Fría concluyó y modificó el entorno internacional, y en lo interno las reformas políticas empezaron a minar lenta pero irreversiblemente el sistema autoritario y represivo postrrevolucionario, el ejército intensificó su participación en la lucha contra otros grupos también surgidos del fondo de la pirámide social: los cárteles de narcotraficantes. Ese enemigo ya no era político, sino criminal, bien armado y con recursos económicos espectaculares, pues el narcotráfico mexicano representa hoy un negocio calculado en 600 mil millones de pesos anuales (Infobae, 9 de marzo de 2023).
El gobierno encabezado por Felipe Calderón (2006-2012) buscó usar a las fuerzas armadas como instrumento principal, casi único, para intentar resolver el problema de los cárteles del narco, pero ese instrumento resultó no ser el idóneo y “la guerra al narcotráfico” terminó en un fracaso. En 2018 por primera vez las elecciones llevaron a la presidencia a un gobierno de izquierda que, a su vez, optó por un cambio notable en el papel político de las fuerzas armadas mexicanas. Y es que, ante el fracaso de las policías, legalizó el papel del ejército y la armada como fuerzas temporales de seguridad interna, y creó una Guardia Nacional militarizada con más de 100 mil efectivos pero, a la vez, no enfatizó la fuerza como política central, sino la transformación de las formas de vida de las clases populares para minar así la base social del crimen organizado. El resultado está aún por verse.
Ante la ausencia de un verdadero servicio civil de carrera disciplinado, eficiente y confiable, y la inexistencia de una amenaza militar externa real, el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, empeñado en un cambio de régimen con orientación hacia la izquierda, decidió echar mano de las fuerzas armadas como el mejor instrumento disponible para la construcción de grandes obras de infraestructura, administración de aduanas, de aeropuertos y otras tareas que tradicionalmente eran responsabilidad de los civiles.
La oposición, e incluso entre partidarios de la 4T, descalificó esta política como militarista, pero el presidente consideró apropiado que una organización de más de 350 mil efectivos, disciplinados y preparados, pero con pocas probabilidades de tener enfrentamientos con cualquier otro ejército, invirtieran su energía y ejercieran sus habilidades en tareas internas esenciales.
Desde luego que la modificación y ampliación del abanico de quehaceres y responsabilidades del ejército y la armada, más la creación de una Guardia Nacional, demandan de la aceptación sin reservas de los mandos militares de algo que no les es habitual: abrirse al escrutinio de la sociedad, ser supervisados y dar cuenta puntual de sus acciones a la autoridad civil legítima, prescindir de los fueros no formales pero sí reales de los que habían venido disfrutaron a cambio de su apoyo incondicional al presidencialismo autoritario del pasado.
El cambio de régimen político y la democratización que se están intentado llevar a cabo en México requieren del sector militar el abandono de su pretensión de autonomía relativa con la que se habían conducido hasta hace poco. Por otra parte, también demandan que se dé forma a un servicio civil de carrera a la altura del proyecto nacional para que los responsables políticos no se vean en la necesidad de tener que suplir con las virtudes militares lo que en rigor y en un entorno democrático moderno debieran ser también virtudes de un sector civil bien preparado, disciplinado, con espíritu de servicio a la sociedad que lo sostiene y con sentido de sus responsabilidades.