No se puede obviar el elitismo aburguesado de cierto desprecio por el sentido común, al ser este el ámbito del vulgo o, lo que es lo mismo, del pueblo, la plebe, los raspas, los comunes.
A veces decimos que el sentido común es raro, pero ¿qué queremos señalar con ello? Palabras más, palabras menos, esto se preguntó el historiador, escritor y filósofo Voltaire en los párrafos donde define el sentido común de su Diccionario filosófico, publicado en 1764. Aunque se le atribuye más bien la frase: “el sentido común es el menos común de los sentidos”, que en todo caso es un proverbio latino ahora relativamente comercializado. Sin importar el origen, lo que vale la pena destacar aquí es otra idea del ilustrado francés, quien señala que resultaría tan injurioso decir a alguien que no tiene sentido común como afirmar que sólo tiene sentido común. Lo que podría traducirse —con algo de exceso— como: nada sin sentido común, nada sólo desde el sentido común.
El sensus communis, en su forma latina, habría dicho otro filósofo, René Descartes, es la cosa mejor repartida del mundo. Pese a ello, después, precisamente por su filosofía, el sentido común se descalificaría por ser una forma del pensamiento notablemente opuesta a la claridad de la ciencia; es decir, al conocimiento sustentado, verificable y objetivo. Este otro sentido, el común, distinto de nuestras percepciones sensoriales, sería el terreno de las creencias sin fundamento. Pero habría que prestar atención a la expresión; repartida o compartida, dijo este otro francés. Compartimos el sentido común: es nuestro y nos acuerpa de algún modo. Lo mismo han destacado otros, quienes han visto en el sentido común una forma de valorar lo ordinario y lo cotidiano de los razonamientos, las opiniones o las percepciones que somos susceptibles de heredar de una comunidad.
Es un territorio sin duda impreciso, puesto que es el ámbito de las ideas y, por supuesto, de los prejuicios aprendidos en el entorno, con los que interpretamos y comprendemos el mundo y nuestra presencia en él. Lo aprendemos de la familia, los amigos, los maestros, los curas y también, fuertemente, de los medios de comunicación. Y nos enseña a razonar sobre cosas tan complejas como el bien o el mal, o tan sencillas como el momento justo de apagar el fuego que calienta una olla. Se trata de las opiniones que cultivamos en la vida social sin que necesariamente hayan pasado por un filtro que resuelva si son verdaderas, parciales, imprecisas o francamente falsas. Por ello, muchos consideran que debemos huir del sentido común como de la peste y que la ciencia sería el único camino garante del éxito de semejante fuga.
Hay, sin embargo, una valoración sobre el sentido común que ve en él algo más que sólo razón tosca, pedestre, ordinaria o chabacana, con frecuencia atribuida a las clases poco cultas o no ilustradas. Y es que no se puede obviar el elitismo aburguesado de cierto desprecio por el sentido común, al ser este el ámbito del vulgo o, lo que es lo mismo, del pueblo, la plebe, los raspas, los comunes. Con toda su arrogancia, este gesto revela la profunda ignorancia sobre cómo todos, sin excepción, participamos de la construcción del sentido común. O más bien, como pensaría el comunista italiano Antonio Gramsci, de los distintos sentidos comunes.
Esto es importante porque, al ser el sentido común el recurso con el que respondemos e interpretamos de forma espontánea o sin pensarlo mucho a los problemas más cotidianos, no puede ser homogéneo, como no lo es la sociedad. Si en el día a día tenemos que vérnoslas con nuestras diferencias étnicas, lingüísticas, de género, de clase o ideológicas, es porque las sociedades contemporáneas son prismas que, al ser vistos a contraluz, revelan sus distintos componentes. Ha sido en todo caso por la vía de la represión, la antidemocracia o la marginación que se ha pretendido homologar la pluralidad de las comunidades y los pueblos. Variedad que se expresa también en nuestros antagonismos, es decir, en las confrontaciones o en las alianzas, conscientes o no, que establecemos desde nuestra pluralidad de intereses y modos de comprendernos. Así lo expresa con toda contundencia la vida política, que siempre está atravesada por intereses de todo orden. De ahí que para muchos la función del Estado moderno y la vida democrática sea mediar esa conflictividad. En consecuencia, en las sociedades contemporáneas coexisten distintas formas del sentido común, que a veces se traslapan y se comunican pero que también pueden confrontarse al no compartir sus visiones del mundo.
Resulta evidente, por ejemplo, el choque abierto entre el modo en que hemos vivido e interpretado las décadas del neoliberalismo. Mientras que para una minoría del país este fue un modelo que fomentó el crecimiento económico y nos colocó en sintonía política con las potencias mundiales, para la gran mayoría, en lo cotidiano, las políticas neoliberales se han vivido como pérdida de derechos laborales, de seguridad, de poder adquisitivo, de tiempo para el ocio y el esparcimiento. Así, desde el juicio más sencillo —por sentido común—, hemos sabido que las promesas del modelo neoliberal nunca llegaron: el país no se desarrolló; no se acabó con la marginación ni la pobreza. Antes bien, reconocemos que hemos vivimos años de violencia y despojo brutales, de los que un amplio sector de la anquilosada clase política ha sido responsable. Quizá no conocemos las causas directas ni cómo funciona el complejo sistema económico y político que nos condujo hasta acá, pero somos capaces de juzgarlo. Recuerda aquello de que no se necesita ser veterinario para saber que, si camina como perro, ladra como perro y muerde como perro…
El valor de comprender el sentido común desde esta perspectiva consiste en reconocerlo como una fuente de razonamiento colectivo que, aunque difuso, es resultado de los conocimientos del pasado, transmitidos por generaciones, muchas veces probados y, por ello, también funcionales. Esto lo convierte en el primer piso, en el suelo base para la construcción de una visión de mundo colectiva que, desde su propia riqueza, tanto como su autocrítica, responda a los problemas del presente bajo una perspectiva de justicia social. Si acá nos reconocemos con el sentido común es porque sabemos que este es una fuente de nutridas respuestas a las imposiciones que intentan convencernos de que la pobreza es un asunto personal, de que la democracia, la ciencia y la educación son temas de élites o de que la violencia no tiene solución ni causa. Por ello es un espacio en disputa en el que se confrontan abiertamente visiones de mundo distintas que responden a intereses económicos y políticos también antagónicos.
De modo que el filósofo Voltaire parece tener razón: nada sin sentido común, pero nada sólo desde el sentido común, pues aspiramos a otro sentido colectivo, uno crítico, uno que vuelva cotidiana la conciencia de nuestros derechos y libertades; uno que nos dé herramientas para responder a la injusticia; uno que viva la democracia como participación informada y mayoritaria; uno que reconozca nuestro desarrollo individual como acto colectivo.
Aspiramos a otro sentido común.