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Democratizar  la democracia:  la revocación de mandato y la expresión del demos

El ejercicio del poder y del gobierno no es considerado en términos reales como asunto del demos, sino como algo que compete a la clase política.

“Democractizar la democracia” podría parecer una expresión reiterativa, fuera de lugar y hasta cierto punto incomprensible, pues ¿qué más democrático que la democracia? Podríamos pensar que ésta es en sí misma diáfana, transparente y consistente en sus contenidos y que no da lugar a equívocos y distorsiones. Sin embargo, como tantas otras nociones (académico-políticas) y tantas otras prácticas sociales, la democracia moderna ha tenido desde el inicio (siglos XIX y XX) diversas acepciones, ha sido concebida y puesta en práctica bajo muy distintas modalidades y le han sido imputados también contenidos y alcances no siempre coincidentes. La democracia, sin adjetivos, desde hace tiempo tan debatida, no ha generado gran consenso sobre su propio significado.

En este siglo XXI resulta claro que buena parte de la crisis que la democracia exhibe en numerosos países occidentales, en alguna medida también en el nuestro, tiene una relación directa con la hegemonía conquistada por el modelo de democracia liberal mínima vigente, emanado del Consenso de Washington a fines de los años 80. Este modelo, diseñado para afinar los sistemas de control social y garantizar la gobernabilidad en el mundo capitalista, ha resultado un factor decisivo para el desequilibrio entre los componentes internos de los regímenes democráticos, al hacer prevalecer el ámbito de la representación como definitorio de la democracia y como su único garante, con lo que desplaza a un plano muy secundario otras formas de participación.

Los postulados de esta nueva democracia sentaron las bases para aceitar el despliegue del modelo neoliberal y establecieron las nuevas coordenadas para la relación entre el capitalismo y la democracia, con un claro predominio de la lógica económica por sobre la política, así como la reorientación de las funciones del Estado (fortalecimiento de las alianzas con el mercado y reducción de la protección a los sectores sociales). De aquí devino la domesticación de los regímenes democráticos y la reducción del propio ejercicio democrático a su mínima expresión: la vigencia de un sistema electoral funcional y destinado primordialmente a regular y garantizar el turno de las élites en el poder.[1]

La expansión del modelo de democracia representativa mínima significó un vuelco cualitativo con relación a las aspiraciones de soberanía popular, construcción de ciudadanía, pluralidad política y participación del demos en el sistema de toma de decisiones; todo ello históricamente presente en los valores democráticos y en las reivindicaciones de numerosos actores políticos y sociales que han visto en la democracia la posibilidad de generar un orden sustancialmente más incluyente.

La versión constreñida del gobierno representativo supone la existencia de un gobierno y un sistema de partidos con creciente autonomía con respecto a sus representados; que, lejos de fortalecer y garantizar el vínculo con estos, instala de facto una distancia evidente que los desliga “legalmente” de la misión que originalmente les fue asignada: el ser la expresión de la voluntad popular. Los y las ciudadanas convertidas en “electorado” no poseen atribución alguna para participar en la toma de decisiones sobre los asuntos políticos y, por el contrario, su condición ciudadana queda circunscrita a la emisión del voto. Aun cuando el voto se haya expresado legítimamente y valide en estos términos a quienes van a gobernar, son estos, los representantes, quienes virtualmente gozan de este atributo y no lo hacen en calidad de portadores del mandato popular sino en cumplimiento de una función que, se asume, les ha sido delegada.

En así que en esta versión de la democracia el pueblo no gobierna indirectamente, como lo estipulan los principios originarios del gobierno representativo;[2] participa en la elección pero su poder participativo es transferido a los representantes. En la práctica, el ejercicio del poder y del gobierno (ejecutivo y legislativo) no es considerado en términos reales como asunto del demos, sino como algo que compete a la clase política.

De esta manera, el sistema representativo vigente ha dado lugar a un proceso creciente de autonomización del ámbito de la “gran política”, de la clase gobernante y del sistema de partidos, quienes de manera gradual se han erigido como un poder independiente que muy poco tiene que ver con la voluntad popular y con la expresión de las necesidades e intereses de la pluralidad social realmente existente. Es un sistema erigido sobre la base de una serie de instituciones, funciones y procedimientos que soslayan los consensos sociales y alimentan la distancia entre el demos y el gobierno.

En contraparte, si se toma en cuenta que el principio sustantivo de la democracia alude a la idea originaria de que la soberanía radica en el pueblo, y que es este quien le da sentido distinguiéndola de los regímenes monárquicos y autoritarios, es lógico pensar que es precisamente el pueblo, asumido en calidad de ciudadanía, el verdadero sustento de la democracia. La vocación inicial del gobierno del pueblo remite a que es este quien gobierna a través de diversos dispositivos, prácticas e instituciones. Son los y las ciudadanas quienes acreditan y dan sentido a la democracia como modalidad específica de ejercicio del poder, sobre la base de dos principios ineludibles: la distribución del poder y la participación en la vida pública.

Sustentados en esta perspectiva, otros modelos democráticos han tendido a romper el cerco montado por la democracia liberal instituida, abriendo distintos caminos para legitimar y profundizar la democracia, a través de fortalecer y ampliar los ámbitos de participación de la ciudadanía y crear puentes hacia nuevas formas de inclusión política. Estos modelos tienen como base el sistema de representación, pero añaden instrumentos y prácticas políticas complementarias a éste, encaminados a restituir al demos la capacidad de intervención en la vida pública, y a ampliar así de manera más clara los horizontes de la democracia; es el caso, por ejemplo, de la democracia deliberativa y la democracia participativa.

Es en esta última donde se anclan instrumentos valiosos institiuidos y arraigados en diversas democracias en las últimas décadas: el plebiscito, referéndum, consulta popular, iniciativa ciudadana, revocación de mandato (democracia directa), asambleas ciudadanas, consejos, consultas y observatorios ciudadanos, presupuesto participativo, entre otros recursos (democracia participativa).

En este marco es que podemos valorar el reciente ejercicio participativo de revocación de mandato para la presidencia de la república, que tuvo lugar por primera vez en la historia de nuestro país el pasado mes de abril. Como es sabido, la convocatoria para la puesta en práctica de este instrumento de democracia directa (instituido en la Ley Federal de Revocación de Mandato en septiembre de 2021) fue lanzada por el propio presidente de la república, quien paradojicamente era al mismo tiempo el sujeto de la revocación. Esta circunstancia generó desde el inicio del proceso malestar y desconcierto, así como desaprobación tajante y descalificación por parte de algunos sectores de la ciudadanía opositora y, principalmente, de miembros de la clase política y de la intelectualidad abocada a estos asuntos. Ciertamente, se trataba de un procedimiento atípico, dado que teóricamente este tipo de ejercicios responde, o debiera responder, a la iniciativa ciudadana.

Para estos sectores se trató de un recurso maniqueo por parte de Andrés Manuel López Obrador orientado más a obtener una ratificación popular de su mandato y, en esta medida, un claro respaldo ciudadano a su gestión y a las transformaciones estratégicas que está impulsando en este segundo periodo de su mandato. Ambas cuestiones tienen mucho de cierto; sin embargo, fueron además acompañadas por un proceso que en varios sentidos resultó enturbiado en el seno de la polarización política de por si existente y por un conjunto de comportamientos y prácticas tanto de parte de los promotores como de los opositores a la iniciativa, que pasaron por encima de la legalidad, la civilidad y las funciones institucionales establecidas para los procesos electorales. Así, el ejecutivo federal y una parte de los y las funcionarias afines a este transgredieron la veda electoral e incurrieron en propagandizar la consulta en un periodo no permitido; en tanto, el Instituto Nacional Electoral (INE), principal responsable de garantizar la realización de este ejercicio institucional, opuso diversas resistencias y restricciones al proceso y, arguyendo la falta de presupuesto, armó una logística a todas luces insuficiente para la cabal realización de la consulta; difundió información limitada y tardía, y colocó únicamente 30 por ciento de las casillas necesarias.

Este conjunto de condiciones derivó en un proceso denso y complicado que, pese a todo, generó resultados interesantes y valiosos en la perspectiva de abrir brecha hacia la democratización de la democracia. La participación en las urnas fue de cerca de 17 millones de votantes (concretamente 16 millones 502 mil 636 ciudadanos), que corresponden aproximadamente al 18 por ciento de la lista nominal, lo que está lejos del 40 por ciento establecido para hacer la consulta vinculante. No obstante, es una cifra y una proporción que está por encima de las alcanzadas en distintos procesos electorales para elecciones presidenciales previas (concretamente Felipe Calderón y Vicente Fox, con 15 millones de electores), que contaron con toda la infraestructura necesaria y el 100 por ciento de las casillas instaladas; en esta medida, resulta bastante significativa la revocación. Por otra parte, los resultados de la consulta mostraron que, de quienes votaron, el 91.8 por ciento otorgó su aprobación al presidente y únicamente un 6.4 por ciento votó a favor de la revocación.

Ante este panorama es importante mencionar algunas cuestiones paradójicas que mostró este ejercicio:

  1.   El hecho inédito de que un gobernante que goza de fuerte legitimidad por el respaldo recibido en las urnas sea también quien se somete a un ejercicio revocatorio y ponga a consideración de la ciudadanía la continuación de su mandato.
  2.   Un amplio sector de quienes se reconocen como “demócratas”, que por definición son defensores del voto y del ejercicio de los derechos políticos, omitieron sus “principios” y llamaron a NO VOTAR en aras de obstaculizar la consulta.
  3.  Una desvaloración de la clase política con respecto a los y las votantes que ejercieron su derecho al voto como “ciudadanos de segunda”, que no saben ser civiles y no saben cómo y en qué términos votar. No son, por tanto, “verdaderos ciudadanos”. Los “verdaderos ciudadanos” resultan ser los que no votaron.
  4. La ilegalidad de la propaganda electoral ejercida por sectores gubernamentales resultó la única manera de difundir en forma el ejercicio y hacerlo llegar a las mayorías.
  5. La idea de que fue un ejercicio injustificable, inútil y oneroso cuando los recursos en ella gastados están muy por debajo de los que históricamente se han invertido en elecciones y en el mantenimiento de las burocracias partidarias, y cuando en realidad se trata de un instrumento que tiende a fortalecer la participación de la ciudadanía, que es el sustento de toda democracia.
  6. La valoración de que fue un proceso desaseado, defectuoso y cuestionable, cuando se trató de un primer ejercicio en esta dirección, que necesariamente se instituye a través del ensayo y error; y no es por ello descartable, sino perfectible.
  7. La validez que, pese a todo, tuvo la consulta sobre la revocación como convocante efectiva de la voluntad popular y ciudadana, y que conjuntamente con otros instrumentos de democracia participativa instituye el camino para ampliar el horizonte de la democracia.
  8.  Que no hay manera de avanzar y consolidar la democracia sin ampliar los márgenes de la participación de la ciudadanía. 

[1].    Sustentadas en en los planteamientos de Schumpeter (1961) y Huntington (1994).

[2].    De acuerdo con Manin (1996), el sistema representativo se articula sobre la base de cuatro principios: elección de representantes a intervalos regulares, independencia parcial de los representantes, libertad de opinión pública y toma de decisiones posterior al proceso de discusión. Y entre estos principios existen disposiciones que tienden, no obstante, a establecer un vínculo claro entre representantes y representados (gobernantes y gobernados). (Manin; 1996).

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