El principio de guiar la acción política a partir de una concepción integral del ser humano, incluyente y abierta, es probablemente la mejor apuesta.
Usualmente, la discusión de las ideas políticas suele ser un asunto bizantino que consume el tiempo de profesores universitarios y sus alumnos. La ideología, incluyendo las etiquetas y conceptos con los que calificamos la disputa por el poder y el rumbo del gobierno, es un asunto esotérico para el común de los ciudadanos. Cuando la realidad política irrumpe en el cerrado mundo de la filosofía, las reacciones van de la extrañeza y el desdén hasta el rechazo categórico. Todo por no haber pasado antes por la aduana del canon intelectual en uso entre las élites académicas y económicas.
La propuesta de llamar humanismo mexicano al modelo de gobierno de la cuarta transformación causó desconcierto entre comentaristas políticos y el sector conservador de la academia. Sobre todo porque les remite a las etiquetas que el priismo usó para legitimar su camaleónico andar, del nacionalismo revolucionario a la socialdemocracia, pasando por el liberalismo social salinista y tantas otras fórmulas de caducidad sexenal.
Acostumbrados en los últimos 30 años a una visión atomizante de la sociedad, comentaristas e intelectuales son insensibles al potencial regenerador de la política más allá de las “instituciones”. Y sin embargo no debería extrañarles que el movimiento encabezado por el presidente Andrés Manuel López Obrador intente recoger en ese concepto un andar largo de movimientos e ideas en la lucha por la democracia y la justicia social en México.
La cuarta transformación es un humanismo
En primer lugar, el humanismo se inserta perfectamente dentro de una tradición política occidental que dio origen a la democracia y al liberalismo. Una ruta sinuosa donde generaciones de pensadores y gente corriente pugnaron por una forma de vida más racional y menos violenta. Un movimiento de ideas y de acciones políticas que a la vuelta del tiempo generaría un sistema de derechos civiles y sociales que sigue dominando la discusión política contemporánea. El punto primordial de ese impulso es poner al ser humano al centro de las preocupaciones de la política y la sociedad.
Esa preocupación por el ser humano, la persona en ciertas versiones, abreva no sólo de la antigüedad clásica grecorromana, sino también del cristianismo y su promesa de salvación. De ahí que en la larga historia del humanismo varias de sus ramas partan de una comprensión teológica de la humanidad. En forma contemporánea, ese humanismo estuvo presente en las propuestas de la democracia cristiana del siglo XX influida por Jacques Maritain o, más a su izquierda, en el personalismo de Emmanuel Mounier. Eso explica cómo los cristianos estuvieron presentes en la lucha contra el fascismo y a favor de la ampliación de la democracia.
Por su parte también las tradiciones socialistas y republicanas recogieron ese impulso, aunque en muchas ocasiones matizado por lecturas del marxismo que enfatizaban el rol suprahumano de las leyes de la historia o la estructura económica. Frente a los abusos del estalinismo, intelectuales y militantes optaron por releer al Karl Marx de los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 para criticar tanto al capitalismo como a los intentos de reducir al socialismo a una práctica estatal no democrática. Probablemente una de las herencias más importantes de corrientes como el grupo Praxis en la desintegrada Yugoslavia o la escuela de Frankfurt sea su crítica a los procesos enajenantes en nuestras sociedades contemporáneas. Es desde ahí, en la reconsideración del rol de los valores sociales y comunitarios, que una potente crítica a la sociedad de consumo ha llegado hasta nuestros días.
A la cuarta transformación le llegan esas ideas desde múltiples trayectorias. Sin embargo, hay que reconocer que del proyecto educativo de la Revolución mexicana viene un énfasis en traducir esos impulsos en acciones concretas y en una difusión más allá de las aulas universitarias. No en balde, a pesar de los constantes cambios en la currícula, la práctica de miles de docentes transmitió los conceptos del humanismo a una población urgida de conocimiento y que, en su esfera privada y comunitaria, tenía tres siglos de convivir con los elementos del humanismo cristiano. Frente a quienes no hace mucho hablaban de los mexicanos como “liberales salvajes” habría que oponer más bien la pervivencia de un aristotelismo-tomista como modo de razonamiento básico entre grandes capas de la población.
Esos orígenes diversos del humanismo conviven en tensión dentro del movimiento y chocan constantemente con los imperativos de un sistema económico deshumanizado y un mundo que atraviesa una crisis ecológica y política que recuerdan a la década de 1930. No hay una receta hecha para enfrentar los dilemas del mundo actual, pero el principio de guiar la acción política a partir de una concepción integral del ser humano, incluyente y abierta, es probablemente la mejor apuesta. Es también el mejor freno a los intentos de minimizar la voz de los ciudadanos de a pie y de los excluidos, conjuntando lo individual y lo colectivo.
Lo mexicano: un guiño a la historia
Sin embargo, el adjetivo nacional sitúa nuestro proyecto político en una realidad concreta, con una historia definida por las luchas sociales de varias generaciones y que pugna por reconocer la presencia de naciones que preceden la existencia de nuestro país. El denominar mexicano nuestro humanismo no implica renunciar a las pretensiones de universalidad, sino asumir que las particularidades históricas y sociales de nuestro territorio definen los problemas a solucionar y los acentos que tendrán nuestras respuestas.
La concepción de historia que cruza las definiciones políticas de la cuarta transformación cuestiona las complacencias de quienes tras el giro neoliberal demandaron el “fin de los mitos” y arrumbaron en las bibliotecas multitud de gestas comunitarias en reclamo de justicia y democracia. Es por eso por lo que en las acciones de gobierno, así como en el discurso obradorista, se busca un rescate de la historia patria como lucha por la defensa de soberanía nacional, la democracia y los derechos de los trabajadores. Sin reconocer la labor de quienes antecedieron en la lucha por un país más justo, no es posible ubicar entender el sentido de nuestras acciones.
Y sin embargo, lejos de caer en la tentación de reducir lo mexicano al folclor de las fiestas patrias, la cuarta transformación ha tomado como divisa reconocer la diversidad de las historias de los pueblos y comunidades, así como sus contribuciones en la construcción de una nación incluyente y democrática. Después de todo, ha sido a través del conflicto y la participación de comunidades e individuos que las primeras tres transformaciones dieron origen al México moderno. Al asumir la idea de construir un país solidario, igualitario y libre se opta por un espacio donde caben todos los Méxicos, incluyendo el de quienes viven fuera de nuestras fronteras.
Es por eso por lo que la relación con los pueblos originarios y su lucha contra la exclusión debe ser una de las prioridades en la forma en que se desarrolle cualquier gobierno humanista en México. No basta con reconocer el carácter pluricultural de México, eso sólo tendrá sentido cuando aceptemos que todo proyecto de desarrollo tiene que incluir el reconocimiento de la autonomía de los pueblos indígenas. Al final del día, la promesa de un país justo sólo puede cumplirse si logramos saldar la deuda de justicia con quienes fueron despojados de lengua, territorio y agua durante la colonización.
Si el devenir histórico nos ha conformado como un pueblo diverso con una serie de anhelos de justicia y democracia, la definición de quién es y qué es lo mexicano no es algo grabado en piedra, inmutable. Es en esta intersección entre el pasado y el presente que el anhelo universalista del humanismo representa una oportunidad de redefinir los contornos de nuestra comunidad de derechos. Puede que en un mundo cada vez más interconectado los temores de difuminar nuestra identidad se presten a abrir la puerta a actitudes y acciones inaceptables, propias de un nacionalismo agresivo. Al contrario: es momento de rescatar nuestra tradición de hospitalidad frente al perseguido y recordar que lo mexicano siempre se ha nutrido de la contribución del migrante y el vecino.
A modo de conclusión
Desafiar el consenso de las élites y ampliar los límites de la participación política ha sido una constante del proyecto de la cuarta transformación. Al calificar su modelo de gobierno como un humanismo desde México, López Obrador y su movimiento asumen la carga de una herencia intelectual que trasciende la barrera del nacionalismo revolucionario. Queda por verse si ideas como la autogestión y la democracia económica, tan caros a los humanistas de izquierda, tendrán cabida en este proyecto. Por ahora, la fuerza plebeya que irrumpió en 2018 tiene una bandera que defender más allá de este sexenio.