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Crisis de la intelectualidad en el neoliberalismo

La justificación ideológica en ese momento de guerra fría se escribía con temor, pero se pronunciaba con cinismo: la libertad económica estaba por encima de la política.

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El neoliberalismo en México como todo un programa intelectual más que una mera doctrina económica tiene una historia larga, que se remonta a la década de 1930, cuando, durante el cardenismo, emergió la postura crítica del economista Luis Montes de Oca, director del Banco de México de 1935 a 1940, contra el intervencionismo estatal, fundamentado en un intento del general Lázaro Cárdenas por retomar la agenda revolucionaria, alicaída tras el abandono del reformismo agrario en el periodo de Álvaro Obregón.

Montes de Oca sustentaba sus posturas en una formación ideológica asimilada al liberalismo austriaco. Más allá de sus carencias, y de que tuvo poco margen de maniobra para impulsar un proyecto programático desde su visión, era un personaje con cierta solvencia intelectual. Esa discrepancia entre el director del Banco de México y el presidente Lázaro Cárdenas es la hebra que inicia un amplio tejido ideológico en México, donde el funcionario financiero dio pábulo a una serie de tareas intelectuales —que después devino en traducciones de libros, fundación de institutos de educación superior, vínculos con empresarios— que poco después daría cuerpo al neoliberalismo mexicano, proceso que documentó muy bien María Eugenia Romero Sotelo en su libro Los orígenes del neoliberalismo en México.

Pero una cosa es el neoliberalismo en nuestro país como programa intelectual en las aulas y centros ideológicos, y otra como programa económico en el poder, cuestión que tiene una fecha de nacimiento precisa: 1982, a resultas del viraje ideológico del Partido Revolucionario Institucional (PRI), de la mano de Miguel de la Madrid, y que se consolidó en 1988 con el ascenso de un puntal clave del sexenio previo: el secretario de Programación y Presupuesto, que se llamaba Carlos Salinas de Gortari.

Esa consolidación neoliberal era relevante por un punto. Mientras en el mundo anglosajón el neoliberalismo llegó al poder mediante las urnas (con la elección de Ronald Reagan y Margaret Tatcher), en América Latina arribó por imposición y antidemocracia: su inauguración se dio en Chile, en la dictadura golpista de Augusto Pinochet, que se ciñó al neoliberalismo en 1975 luego de dos años de un proyecto económico fallido. En México, la consolidación neoliberal se dio a través de un fraude electoral.

El neoliberalismo se abrió paso en distintos países de América Latina sin la necesidad de legitimidad democrática. La justificación ideológica en ese momento de guerra fría se escribía con temor, pero se pronunciaba con cinismo: la libertad económica estaba por encima de la política. Y no importaba el precio que había que pagar con tal de no caer en las garras del comunismo. Quizá el timbre más señero de esa tesis es la estampa del economista Milton Friedman departiendo muy cómodo con el criminal Pinochet en abril de 1975. Parecía que el mensaje de esa comunión intelectual era que podía pagarse un costo enorme de sangre con tal de contener a los rojos y mantener la “libertad”.

En México no hubo dictadura de guerra fría, pero el programa neoliberal —producto acabado del mundo bipolar— se enquistó luego de una elección sin competencia democrática, para afianzarse en un abierto golpe fraudulento. Así, el giro neoliberal mexicano en 1982 —promovido por un partido que debió desplazar sus propios principios y difuminar instituciones creadas por sus antecesores para consolidar su nuevo programa— tuvo un ascenso marcado por la imposición, que derivó en una prolongada estancia de 36 años como programa de gobierno, pues no cambió demasiado tras la alternancia en el poder encabezada por el Partido Acción Nacional (PAN) en el 2000.

Quizá esa falta de competencia real para acceder al poder, y el disfrute del mismo por tanto tiempo, sea una explicación hoy para comprender la crisis ideológica de los remanentes del neoliberalismo mexicano y, por supuesto, de sus intelectuales. A diferencia de otros proyectos políticos, y a diferencia de cómo debería ser en una democracia, el programa neoliberal mexicano no procuró persuadir desde abajo para llegar hacia arriba, sino más bien se dedicó a justificar desde arriba su permanencia.

No fue banal, en ese sentido, la alianza que pretendió Salinas de Gortari con un amplio sector de la comunidad intelectual y artística, ni que una parte fundamental de su política cultural implicara una proyección de México en el norte global, como evaluó recientemente el ensayista Rafael Lemus en su libro Breve historia de nuestro neoliberalismo.

Sin embargo, más allá de los fines concretos de esa alianza —que le resultó  exitosa al salinismo—, el trasfondo contenía una arista reveladora: afianzar la tesis de que un mandatario emanado de un fraude (o de una elección cuestionada, pero calificada como “la más verdadera” por Héctor Aguilar Camín) podía “legitimarse” a través de sus acciones de gobierno; algo tan absurdo como pensar que el ladrón de un automóvil puede ser eximido siempre y cuando demuestre que es muy bueno conduciéndolo.

Con un punto fundacional de esa naturaleza —vinculado a resarcir, o peor, solapar, la carencia de legitimidad de un grupo gobernante—, no es difícil imaginar que el debate venidero entre los ideólogos del neoliberalismo haya sido monocorde y, en diversas coyunturas, autoritario, carente de autocrítica y negacionista de evidencias que ponen en vilo su interpretación de la historia reciente. Y ello se debe a una cuestión notoria, porque más que productores de conocimiento e ideas, los voceros del neoliberalismo se dedicaron a ser compañeros de ruta de determinado grupo en el poder político. Quizá no viajaban en el mismo espacio del barco, pero ambos iban convencidos de que la ruta y destino eran no sólo correctos, sino inevitables.

Es necesario poner de relieve dos elementos clave que, aunque son netamente políticos, más que económicos, han acompañado a la visión neoliberal por lustros en nuestro país. El primero es la fetichización de la transición. No es que el proceso democratizador mexicano no sea importante, pero las voces del neoliberalismo han solido interpretar al aparato electoral como un fin y no como un inicio. Pareciera, en su visión, que el pluralismo, el fin del partido de Estado, las alternancias locales y la nacional de 2000 tienen una explicación en las operaciones institucionales, en desdén de lo que pasó desde abajo. Y, peor aún, se mira la transición como un proceso lineal e imparable, donde acaso sólo ocurren altibajos, pero que nunca estuvo en riesgo, hasta 2018.

De ahí que hayan omitido gravísimas crisis que pusieron en vilo a la democracia mexicana, como el fraude de 2006, donde las reglas mínimas de competencia fueron violadas no sólo por el espíritu lenguaraz y los gastos ilegales de campaña de Vicente Fox, sino porque por todo un año este sujeto usó el aparato de justicia para tratar de encarcelar a un opositor, mientras que fue una movilización popular, no las instituciones sacralizadas, la fuerza que lo detuvo, aunque después no pudo contenerse la alteración de actas y otros delitos que hicieron presidente ilegítimo a Felipe Calderón.

No comprender ese episodio de la historia mexicana y que la democratización padeció un limbo gracias a un gobernante neoliberal es uno de los vicios de origen que explican hoy la crisis de los ideólogos del neoliberalismo.

El segundo elemento es la demonización del populismo. Esa parece ser la preocupación central de muchos ideólogos neoliberales mexicanos. Se resalta aquí que su labor no es la de pensar, analizar, interpretar, cuestionar, interpelar o describir al populismo como fenómeno político complejo, que ha tenido episodios de suma importancia en América Latina. El objetivo, consciente o inconsciente, es la de reducirlo a una versión de vulgata panista y satanizarlo; convertirlo en un vocablo peyorativo que sirva para etiquetar y deslegitimar adversarios, no para pensar la realidad.

Como en la guerra fría se alertó sobre los peligros —más lejanos que reales— del comunismo; la disolución del epicentro de maldad, la Unión Soviética, dejó en orfandad ideológica a los antagonismos del neoliberalismo. Y en política, lo único peor que no tener en quién creer es no tener a quién detestar. De ahí que la vulgata neoliberal en México haya dedicado muchos esfuerzos en construir un concepto gelatinoso en donde, sin el menor rigor analítico o histórico, todo lo que no es neoliberalismo termina siendo un indeseable “populismo”, que siempre asociaron a las izquierdas hasta que llegó a escena un hombre impresentable que los obligó a tergiversar sus propios términos. A partir de Donald Trump en 2016 descubrieron que el populismo puede ser también de derechas, lo que permite acomodar en el mismo saco de desprecios a personajes opuestos.

Si bien los orígenes de esta concepción reduccionista son añejos (ya en el golpe de Estado en Argentina de 1976 los golpistas hablaban del “comunismo y populismo” como sus enemigos), en el caso mexicano, en los últimos 20 años ha primado en el discurso neoliberal una vulgata que, en esencia, es una acumulación de versiones, algunas más refinadas que otras, sobre “los peligros del populismo”, aunque para ello hayan renunciado a complejizar el fenómeno, mirar el rol democratizador que ha jugado, observar sus matices y las grandes diferencias existentes entre populistas… y más importante: el asustarse con ese fantasma más febril que concreto les ha impedido hacerse cargo de una autocrítica, ya sea como poder o como oposición, sobre algo mucho más cercano y real: los grandes estragos del neoliberalismo o el liberalismo realmente existente.

Hoy, por ejemplo, es usual escuchar en voces neoliberales que lo que ellos entienden por populismo es el mayor riesgo de la democracia. Sin embargo, la historia de América Latina en el siglo XXI permite otros relieves: ¿qué tienen en común todas las interrupciones antidemocráticas de mandatos de presidentes legítimamente electos? Sea Manuel Zelaya en Honduras, Fernando Lugo en Paraguay, Dilma Rousseff en Brasil, Rafael Correa en Ecuador o Evo Morales en Bolivia, entre otros casos, todos destacan en que los golpes ilegítimos contra sus mandatos provienen del liberalismo realmente existente, no de los “populistas”.

¿Quién encarna el riesgo antidemocrático entonces?

La crisis de los intelectuales del neoliberalismo mexicano hoy no se debe a que estén debilitados porque luchan contra un presunto dictador que los fulmina con la omnipotencia brutal de sus conferencias matutinas. Por el contrario, el acecho del enemigo político podría ser un aliciente para exponer las mejores reflexiones propias. No: el problema no está ahí. El problema es que nuestros intelectuales neoliberales no viven ningún acecho real desde el gobierno posneoliberal que hoy rige. El problema es que su falta de claridad viene de lejos y anida en que su preeminencia se dio al legitimar un gobierno ilegítimo.

El 2018 no les quitó ninguna credencial intelectual o moral: simplemente los reveló en el tamaño que siempre tuvieron.

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