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Coordenadas para una política exterior de izquierda

De lo que se trata es de encontrar la mejor manera de lidiar con las restricciones que el sistema internacional nos pone, siempre pensando en qué es lo más útil que desde México podemos hacer por el bien de cualquier ser humano en el planeta.

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¿Cómo configurar una política exterior de izquierda? ¿A qué formulación de política exterior podríamos darle el adjetivo de humanista sin que parezca simple demagogia? Para buena parte de la población del país la política exterior resulta bastante ajena, ¿cómo la conectamos con el proyecto político que se deriva de las urnas en nuestra democracia?

La política exterior no es una herramienta independiente del proyecto político que impere en el país. No lo fue antes y no lo puede ser ahora. Esto no sólo porque en democracia las definiciones importantes de la política exterior, igual que de la política económica o cualquier otra, no pueden estar divorciadas de la voluntad popular, sino también, y tal vez de manera más definitoria, porque cualquier proyecto político está inmerso en una realidad global de la que no puede escapar. Esa realidad impone restricciones pero también ofrece oportunidades. La política exterior tiene que conectar el proyecto político con las restricciones y oportunidades que ofrece el sistema internacional.

Ciertamente todos los países del mundo tienen tradiciones diplomáticas que trascienden gobiernos. Esas tradiciones o doctrinas de política exterior son, en general, guías de comportamiento que han sobrevivido al tiempo precisamente porque siguen resultando útiles en el proceso de conectar proyectos políticos con realidades geopolíticas. Pero también hay que reconocer que la longevidad de esas doctrinas muchas veces depende más de la facilidad con la que una idea se ha ido reinterpretando para seguir siendo útil. Tan es así que muchas veces el tiempo termina por hacer esas doctrinas irreconocibles para sus autores originales. El caso de la doctrina Estrada en México es un buen ejemplo, aunque no el único: en 1930, ante la práctica de Estados Unidos de ofrecer el reconocimiento a gobiernos latinoamericanos a cambio de concesiones económicas, el canciller Estrada dio la instrucción de que México nunca ofreciera reconocer o no a un gobierno extranjero. Simplemente nos debíamos abstener de declarar la legitimidad o ilegitimidad de cualquier gobierno. Esa postura fue, en su momento, una importante herramienta retórica frente a los chantajes políticos de Estados Unidos. Hoy en día, en sus versiones más dogmáticas, la doctrina Estrada pareciera dictar que México debe abstenerse de cualquier juicio sobre cualquier asunto relacionado con la política interna de otros países. Esto no sólo puede parecer inadecuado sino imposible: los intereses de México en el mundo siempre tienen que ver, en algún sentido, con la política interna de otro país. Al final, entonces, las doctrinas no son sino herramientas retóricas que a veces nos sirven y a veces no. De ahí que a veces nuestra política exterior empate con la doctrina Estrada (o lo que creemos que es la doctrina Estrada en un momento histórico particular) y a veces no.

¿Cuál sería la forma correcta, entonces, de definir nuestra política exterior si incluso las doctrinas son más herramientas que directrices? ¿Cómo definir qué posturas de política exterior mejor representan a un proyecto político de izquierda legitimado en las urnas? ¿Qué hacemos cuando ese proyecto político se enfrenta a fuertes restricciones en el campo internacional? Aquí trato de esbozar los elementos que deberíamos discutir para formular una política exterior que refleje los principios del gobierno en turno y, al mismo tiempo, sea útil para promover los intereses del país en la arena internacional.

Hay tres elementos que afectan necesariamente nuestro rol en el mundo y que debemos tener en mente: nuestra capacidad de incidencia, los costos potenciales de nuestra política exterior y los principios que creemos que se deben promover. Los dos primeros tienden a ser iguales para cualquier gobierno. El tercero es donde tendríamos que poner el sello de un gobierno que se considere comprometido con las causas de las mayorías, de la democracia, de las libertades y de los derechos sociales. En otras palabras, el distintivo de una diplomacia de izquierda lo definen los principios, pero el éxito de la misma depende de cómo los articulamos de acuerdo con nuestra capacidad de impacto y los costos esperados.

El problema central es que son muy pocos los temas en los que las decisiones resultan fáciles. Asuntos donde podamos incidir de manera determinante, con costos limitados, y que vayan de acuerdo con nuestros principios, son los menos y definitivamente no son los que nos van a quitar el sueño. El verdadero problema es cuando los costos asociados a cierta postura son demasiado grandes o la capacidad de incidencia demasiado pequeña, de tal forma que la promoción de nuestros principios resulte complicada. La clave de una formulación exitosa de política exterior aquí es tomar decisiones estratégicas en esa tensión entre costos y principios, utilizando nuestra capacidad de incidir para ponderar los otros dos.

¿De qué estoy hablando? Pongamos algunos ejemplos prácticos.

Empecemos reconociendo lo obvio: existen muchos asuntos en la arena internacional donde la posición de México no tiene incidencia práctica, si acaso sólo simbólica. México no tiene peso global para cambiar el rumbo de la guerra en Ucrania o la opresión del pueblo palestino. Pero tampoco representa costos importantes tomar una postura principista en este caso. La pregunta aquí sería entonces cuáles son los principios que debemos defender y que deben reflejarse en nuestra postura oficial en organismos internacionales. Me parece que México debe tener una posición clara a favor de la integridad territorial de Ucrania y de la creación del Estado palestino. Eso no debe impedir que hagamos análisis más profundos sobre lo que está pasando en ambos lugares, y hay quien piensa que en realidad lo que hay que defender es el antiamericanismo de Vladimir Putin. En lo segundo difiero, pero el punto no está en esa discusión, sino en dejar claro que hay asuntos en los que podemos ser absolutamente principistas.

Existen otros temas en los que podemos ser capaces de incidir y que, si bien hacerlo puede representar costos, vale la pena intervenir. El ejemplo que me viene a la mente es el rol de México en las negociaciones entre el gobierno de Venezuela y su oposición. Lo más fácil sería tomar partido, romper relaciones con el gobierno de Nicolás Maduro para quedar bien con Estados Unidos y ganar el aplauso de las clases medias más conservadoras, etcétera. Sin embargo, México ha optado por renunciar a esas ganancias fáciles y, en cambio, ha tratado de ser útil. Conflictos políticos como el venezolano hay que resolverlos por la vía del diálogo, pues de lo contrario ya sabemos cuál es el riesgo que se corre: operaciones encubiertas, invasiones, campañas eternas de desestabilización donde los que más pierden son siempre los más vulnerables. entre otros desgastes.

Para ser útiles en la promoción del diálogo tenemos que ser capaces de mantener la interlocución con ambas partes. Aquí me parece que el principio que habría que defender es el del bienestar de las mayorías en Venezuela: ¿qué es lo mejor que puede hacer México con su capacidad de incidir? Creo que lo mejor para el pueblo venezolano es lograr acuerdos entre gobierno y oposición que permitan ir solucionando el conflicto. Aislar al gobierno de Venezuela sólo sirve a propagandistas en otras partes del mundo, al mismo gobierno venezolano y a quienes en la irresponsabilidad conservadora tratan de legitimar viejas herramientas que nunca terminan en más democracia.

Finalmente están los casos donde los costos son abrumadores y debemos usar nuestros principios en términos de encontrar el mal menor. La negociación migratoria con Estados Unidos es tal vez el ejemplo más claro. Frente a la postura antiinmigrante de Washington es imposible pensar que podemos llegar a una situación que sea compatible con el principio de libre movilidad de factores (en serio y no sólo la versión neoliberal de movilidad para las mercancías) o reconocer el  derecho a la migración. La postura de Donald Trump fue la más honesta al respecto cuando nos puso a escoger entre colapsar nuestra plataforma explotadora (con los costos en empleo que ello hubiera implicado) o el cumplimiento de una serie de condiciones para frenar la migración hacia su país. Pero otros gobiernos estadounidenses también imponen condiciones al respecto, incluso sin los mismos aspavientos. Yo soy de la idea de que un gobierno de izquierda tendría que garantizar la movilidad voluntaria de cualquier población y, por supuesto, defender los derechos humanos de toda población migrante sin importar su lugar de origen. Frente a la postura de Estados Unidos tenemos poco espacio para promover soluciones principistas, pero hay opciones. Ese país seguirá expulsando migrantes, nuestra política exterior debe ser lo suficientemente estratégica para garantizar que esos migrantes expulsados puedan tener garantías de seguridad en México. ¿Quiere Estados Unidos que aceptemos más migrantes rechazados? Si aceptamos, debemos tener una infraestructura que permita recibirlos con dignidad. Aquí nuestra mejor política exterior es interna: invertir en esa infraestructura. Y la política exterior puede ayudar: negociar con Estados Unidos fondos para esa infraestructura a cambio de estar dispuestos a aceptar esos migrantes. Por supuesto, una postura principista podría ser no aceptar los migrantes expulsados de Estados Unidos por un simple asunto de dignidad nacional o autonomía de nuestra política migratoria. Sin embargo, esa postura lo que significa es dejar en el limbo a muchísima gente, que es la que nos debería preocupar. Otra postura principista es sólo invertir en combatir las causas de la migración, como se planteó al inicio de esta administración. Yo creo que no se debe quitar el dedo del renglón, sin embargo, la migración en tránsito ya no sólo es centroamericana y las brecha de calidad de vida entre Estados Unidos y el sur global, sumado a la migración que huye de la violencia sistémica, me hace pensar que el vecino del norte seguirá atrayendo migrantes y los seguirá expulsando por muchos años todavía. La geografía nos condena a tener que lidiar con el vecino expulsor.

Si las restricciones que nos pone el sistema internacional pueden obligarnos a ser más pragmáticos que principistas, ¿dónde queda el sello de una política internacional de izquierda? ¿Qué significaría decir que nuestra política internacional es humanista? Definitivamente la solución no está en el discurso o en el uso de alguna doctrina de política exterior, sino en poner en el centro de nuestras decisiones el bienestar de la gente. En el caso de Venezuela debemos decidir cómo usar nuestra capacidad de incidir para beneficio de la población venezolana, no de su gobierno o de la oposición. Si el costo es perder el aplauso fácil de algunos sectores de la población, no debería ser importante. En el caso de la migración a Estados Unidos tenemos que poner como nuestro objetivo central el bienestar de la población migrante, incluso si eso pareciera contradecir nuestros principios en la materia. Hay que escoger un mal menor. Y después queda ese espacio en que podemos ser principistas y mantener un discurso anticolonial en Palestina y a favor de la resolución pacífica de los conflictos en otros lados, probablemente porque lo único que podemos hacer a favor de esas poblaciones que sufren a miles de kilómetros de nosotros es darles la razón.

En suma, de lo que se trata es de encontrar la mejor manera de lidiar con las restricciones que el sistema internacional nos pone, siempre pensando en qué es lo más útil que desde México podemos hacer por el bien de cualquier ser humano en el planeta. Siempre inclinados a usar nuestras capacidades, pero con conciencia de nuestras limitaciones.

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