El sistema capitalista siempre emerge
de las épocas de crisis, en un proceso
de concentración y centralización
del capital que va de la mano con
el empobrecimiento de la clase
trabajadora, e incluso de la clase media.
Después de la caída del Muro de Berlín (1989) y la desintegración de la Unión Soviética (1991), muchos de los países de Europa del Este, que se suponía que vivían “el periodo de transición al socialismo”, reinstauraron las condiciones capitalistas de producción dentro de sus fronteras (incluida la Federación Rusa), a la vez que adoptaron los sistemas políticos liberales de occidente.
Sin embargo, el país más poblado del mundo, China, desde mucho antes (1978), había decidido adoptar un rumbo propio “cruzando el río sintiendo las rocas a cada paso” (Deng Xiaoping). A partir de la política de reformas y apertura gradual, el país asiático fue dando paso a una economía abierta al mercado a la vez que desde la conducción política del Partido Comunista Chino aseguraba el mejoramiento paulatino de las condiciones de vida de la población, en cumplimiento de los planes quinquenales, manteniendo el control de los sectores estratégicos, de los conglomerados empresariales, del sistema financiero y de la propiedad de la tierra.
En esas nuevas condiciones, durante las últimas tres décadas China ha alcanzado un ritmo de crecimiento de la economía incomparablemente superior al de cualquier otro país del mundo, superando el promedio de crecimiento de los países más industrializados del planeta. Su Producto Interno Bruto (medido en paridad de poder adquisitivo) ya superó al de Estados Unidos en el 2014.
Veamos estos indicadores: durante el período 2007-2020, la economía europea[1] se mantuvo prácticamente estancada, con un crecimiento de apenas el cuatro por ciento; la japonesa[2] creció un 10 por ciento, y la de Estados Unidos[3] en 44 por ciento. Por su parte, la economía china[4] creció en un sorprendente 314 por ciento.
Actualmente, China es el principal exportador de productos industriales y el principal importador de bienes primarios del planeta; el principal inversionista de proyectos de infraestructura fuera de sus fronteras y el país que tiene el mayor registro anual de patentes industriales.
En suma, hay un declive del control imperial de Estados Unidos-Europa-Japón sobre el mundo y un ascenso de la influencia de la economía china. Sin disparar un solo tiro, China ha ido desplazando paulatinamente la influencia occidental, y particularmente la norteamericana, en amplias regiones del mundo.
El análisis precedente adquiere relevancia si consideramos que las posibilidades de desarrollo endógeno y soberano de cualquier país latinoamericano (más aún de los de pequeña dimensión) requiere necesariamente un nivel de “desconexión” de los países que durante el último siglo, y un poco más, se han convertido en receptores privilegiados de sus materias primas y su fuerza de trabajo barata, en el contexto de la división internacional del trabajo.
En esta coyuntura, América Latina está viviendo momentos de transición histórica. Ciertamente, después del periodo independentista de principios del siglo XIX no se había producido ningún otro que estuviera impregnado de tan profundos cambios capaces de modificar las viejas estructuras económicas, políticas y sociales de los países latinoamericanos, así como su relación internacional.
Por ahora dejaremos de lado las razones que dan origen a la aplicación de las políticas neoliberales en América Latina en las décadas de 1980 y 1990, limitándonos a afirmar que las mismas produjeron efectos negativos en el ritmo de crecimiento, en la estructura productiva y en la distribución de la riqueza en la región.
El sistema capitalista siempre emerge de las épocas de crisis, en un proceso de concentración y centralización del capital que va de la mano con el empobrecimiento de la clase trabajadora, e incluso de la clase media. Esa es su dinámica, su lógica interna: la supervivencia incremental del capital como prioridad, aunque vaya dejando el camino sembrado de pobreza y muerte.
Y ese conjunto de gente golpeada y empobrecida por la crisis, desde 1998 y durante toda la primera década del presente siglo, castigó en las urnas a los partidos políticos que durante los 80 y 90 aplicaron políticas económicas que protegieron la tasa de ganancia de los grandes bancos y empresas; y, en su reemplazo, escogió a quienes les ofrecían cambiar las prioridades y gobernar en favor de los pobres y marginados.
Al cerrar la primera década del siglo XXI, ocho países sudamericanos y cinco de Centroamérica y el Caribe eran gobernados por presidentes progresistas y de izquierda. Todos ellos con una fuerte inclinación antineoliberal. Provenían de familias pobres y de clase media, tenían experiencias en la lucha social, estaban decididos a recuperar el rol del Estado y gobernaban en sintonía con los sectores populares.
Tal fue el éxito de esos procesos que seis de los ocho gobiernos progresistas y de izquierda de Sudamérica fueron reeligidos al menos por tres ocasiones consecutivas (Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador, Uruguay y Venezuela), lo que evidencia la aprobación a su gestión. Lo cual era de esperarse, porque la nueva política reguladora y redistributiva que el Estado “se atrevió” a llevar a cabo permitió aumentar significativamente la producción, junto con el nivel y la calidad del empleo, mejorar las remuneraciones, reducir la pobreza y la indigencia, y alcanzar estabilidad política.
Estos cambios fueron posibles porque esos gobiernos decidieron desconectar sus políticas públicas, en particular las económicas, de la influencia de los países y organismos internacionales que siempre las orientaron: no hacia los intereses de nuestros pueblos, sino a los de sus empresas.
Para citar los casos de Ecuador y Bolivia, los resultados, muy exitosos, del manejo de su política económica tuvieron mucho que ver con la distancia (desconexión) que tomaron del tutelaje del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial. Pero también con la decisión de diversificar sus relaciones internacionales, lo que les permitió encontrar aliados internacionales para sustituir los requerimientos financieros, tecnológicos, de mercado, etcétera, que a estos gobiernos de izquierda les negaron los socios “tradicionales” de Estados Unidos y Europa.
Ecuador pudo financiar una gran parte de la extraordinaria infraestructura vial, energética y social construida durante el gobierno de Rafael Correa en la década de 2007-2017 porque contó con recursos provenientes de:
- reestructuración heterodoxa de la deuda externa (rechazada por el FMI y “castigada” por el sistema financiero occidental con el cese de créditos)
- renegociación de los antiguos contratos petroleros perjudiciales para el Estado (criticada por afectar la “seguridad jurídica”)
- repatriación de recursos financieros depositados en bancos de los países centrales, lo cual mantenía artificialmente desfinanciado al país
- reestructuración del sistema financiero público, que permitió mayor autonomía y racionalidad de la gestión gubernamental
- rigurosa recaudación impositiva
Varias de estas decisiones no habrían sido posibles si se mantenían vigentes los contratos de préstamo financiados por el FMI.
A pesar de los importantes recursos logrados con las decisiones relatadas arriba, esto no habría sido suficiente para financiar el ambicioso Plan Nacional del Buen Vivir si, al mismo tiempo, el Ecuador no hubiera divesificado sus relaciones internacionales, logrando espacios de cooperación con países que estaban fuera del ámbito de influencia de la triada Estados Unidos-Europa-Japón.
Particularmente, la relación con China permitió que se utilizaran los recursos de ambas naciones para atender sus intereses comunes: Ecuador todavía requería financiamiento (que tenía China) para construir obras de infraestructura que no se habían atendido durante las tres últimas décadas, y China requería asegurar la provisión de petróleo (que tenía Ecuador) para atender las necesidades de sus procesos industriales.
Estos intercambios se concretaron sin mediar condicionalidades como las que acostumbra imponer el FMI, que como hemos sabemos limitan la autonomía nacional y tienen efectos perjudiciales para el Estado y para la población.
Con el nacimiento de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) en 2008 y de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) en 2011, se comenzaron a abrir oportunidades de colaboración de un tipo similar al reseñado, pero a nivel regional, y es justamente en esos años cuando comienza a fraguarse una estrategia de restauración conservadora que logra, desafortunadamente, frustar los objetivos de integración regional y de articulación a nivel de otros bloques.
Por ejemplo, en julio del 2014 los presidentes de los países de la Unasur se reunieron con los mandatarios de los países del BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), quienes habían creado para entonces el Banco del BRICS. En febrero del 2015 se reunieron los presidentes de la Celac con el mandatario chino para fortalecer la cooperación mutua, no sólo financiera sino también económica y especialmente tecnológica. Se iniciaba así un diálogo interbloques del Sur-Sur con expectativas muy auspiciosas.
Pero dos hechos políticos afectaron estas y otras iniciativas regionales: el triunfo de Mauricio Macri como presidente de Argentina en noviembre del 2014 y la destitución ilegal de Dilma Rousseff como presidenta de Brasil en septiembre del 2015. Estos hechos también dinamitaron la inauguración del Banco del Sur (integrado por siete países sudamericanos), prevista para este último año.
Años atrás, en 2002, un fugaz golpe de Estado contra Hugo Chávez en Venezuela, el intento secesionista de las élites bolivianas en 2008 y el intento de golpe de Estado contra Rafael Correa en 2010 nos demuestran el afán de las élites de desaparecer a los gobernantes que no se les someten. En estos casos, los intentos no tuvieron éxito.
Sin embargo, otros intentos desestabilizadores lograron sus objetivos. En 2009, los militares derrocaron a Manuel Zelaya en Honduras; en 2012, el senado paraguayo destituyó ilegítimamente a Fernando Lugo; en 2016, Dilma Rousseff fue destituida, con acusaciones falsas, por el congreso de Brasil; y en 2019, en pleno proceso de escrutinio electoral en el que Evo Morales ganaba la presidencia por cuarta ocasión, fue destituido por un golpe militar, con el apoyo descarado del secretario general de la Organización de los Estados Americanos (OEA).
Adicionalmente, una estrategia de persecución jurídica (lawfare) contra los líderes progresistas de la región continúa en marcha. La guerra jurídica recurre a la colusión de las élites locales, la prensa y el sistema judicial para primero escoger a la víctima, después inventar supuestos delitos para desacreditarla en los principales medios de comunicación y, finalmente, procesarla y condenarla, entonces tan esquilmada en los medios que incluso una parte de la población llega a creer que las acusaciones tienen algún asidero.
Este procedimiento se usó contra dirigentes de izquierda: Lula da Silva y Dilma Rousseff en Brasil, Cristina Fernández en Argentina, Rafael Correa y Jorge Glas en Ecuador, y decenas de dirigentes latinoamericanos que en muchos casos han tenido que recurrir al refugio y el asilo en países hermanos.
Así pues, en clara coordinación con los poderes fácticos de Estados Unidos, la derecha latinoamericana ha impulsado una estrategia para frustrar los anhelos de liberación definitiva de los pueblos latinoamericanos.
Pero, a pesar de toda esa guerra sucia, la disputa en la región continúa. En el 2018, Andrés Manuel López Obrador ganó contundentemente las elecciones presidenciales en México y Nicolás Maduro fue reelegido ampliamente para un segundo mandato en Venezuela; en 2019, Alberto Fernández y Cristina Fernández recuperaron la presidencia para el peronismo en Argentina; en el año 2021, tres resultados: Pedro Castillo, un profesor rural, ganó las elecciones en Perú, Daniel Ortega logró un amplio triunfo electoral en Nicaragua y Gabriel Boric fue elegido presidente de Chile; por último, Gustavo Petro se conviirtió, en el 2022, en el primer dirigente de un partido político de izquierda que ganó la presidencia de la república en Colombia, país convertido en la punta de lanza del gobierno de Estados Unidos en Sudamérica, con la mayor presencia de bases militares y un millonario presupuesto “antisubversivo”.
Las expectativas del triunfo electoral de Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil en octubre del 2022 permitiría fortalecer aún más esta nueva correlación de fuerzas en favor del progresismo, la soberanía y el desarrollo endógeno de los pueblos de América Latina.
Tendríamos ante nosotros la posibilidad de volver a poner en marcha a la Unasur y fortalecer a la Celac, esta última custodiada celosamente en los años recientes por los gobiernos de Bolivia, México y Argentina.
Corolario: para lograr un desarrollo económico y social de mediano plazo, los países latinoamericanos requieren construir una agenda de desarrollo propia y, además, llevar a cabo un proceso de conexión-desconexión inteligente en sus relaciones con países y con organismos financieros y de desarrollo internacionales.
No se trata de pasar de un nivel de dependencia a otro, sino de ejercer soberanamente las políticas públicas, identificando a aquellos países con los que se puedan lograr los mejores acuerdos de cooperación mutua en favor de nuestro desarrollo nacional.
[1] https://datos.bancomundial.org/pais/union%20europea. Unión Europea. Año 2007: 14,73 billones; año 2020: 15,03 billones de dólares.
[2] https://datos.bancomundial.org/pais/japon. Japón. Año 2007: 4,58 billones; año 2020: 5,04 billones de dólares.
[3] https://datos.bancomundial.org/pais/estados%20unidos. Estados Unidos. Año 2007: 14,47 billones; año 2020: 20,89 billones de dólares.
[4] https://datos.bancomundial.org/pais/china. China. Año 2007: 3,55 billones; año 2020: 14,69 billones de dólares.