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“Abrazos, no balazos”: notas sobre la estrategia de pacificación de la 4T

Elegir los balazos como política gubernamental frente a la delincuencia y la inseguridad que ésta genera es condenar al país a la ley de la jungla.

Si algo ha dividido en dos bandos a la humanidad a lo largo de la historia es la diferencia de actitudes ante eso que llamamos “el mal”: la transgresión, la violencia, la destrucción injustificada, el asesinato. Hay una corriente de pensamiento que parte de la idea de que el mal es un componente inseparable de la esencia humana y personal. El cristianismo lo ha llamado el pecado original y la marca de Caín. Para esta corriente, el conglomerado requiere de correctivos constantes y de castigos ejemplares; mientras más poblado de prohibiciones y sanciones se encuentre el marco legal, más se acerca a la perfección. Los individuos que nacen con inclinaciones a transgredir el orden social y a delinquir, merecen el castigo e incluso la venganza del Estado; y los más peligrosos y perversos deben ser suprimidos mediante la pena capital, tanto como escarmiento para quienes pretendieran imitarlos como para salvaguardar en definitiva a la sociedad de esas presencias peligrosas.

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Otros creen en la bondad innata de los humanos y consideran que la desviación de esa condición primigenia se debe a una carencia: al hambre material y afectiva, así como a la desprotección extrema, al abuso, a la falta de orientación y educación. Desde esta perspectiva, detrás de la mayor parte de los delincuentes hay una tragedia personal, una pérdida, una ausencia o un conjunto de atropellos. Casi todo victimario ha empezado como víctima y debe ser visto como un engendro de la propia sociedad que lo rechaza y condena. Puesto que la maldad es una tendencia adquirida, en la gran mayoría de los casos es posible la redención, no en el sentido cristiano del término sino en uno más antiguo: la liberación de un esclavo.

Al margen de posturas ideológicas en uno u otro sentido y de discusiones propias de la criminología, debe reconocerse que la primera de esas posturas ofrece una salida fácil al problema de la delincuencia: elevar las penas y reforzar los castigos; suprimir físicamente al delincuente o, cuando menos, encerrarlo y anularlo como ciudadano; construir más cárceles y emplear contra los malos todos los recursos de la coerción y la violencia de Estado, incluidos los medios militares, por más que toda democracia liberal que se precie de serlo entienda que éstos deben reservarse a la gestión de amenazas externas y no ser usados contra segmento alguno de la población civil.

Para esto que se denomina populismo penal, el propósito central es seducir a la sociedad con la ilusión de que existe un enemigo claro, preciso y abominable que es la antítesis de los ciudadanos honorables y decentes y que merece ser destruido. Pero, en la medida en que hay una veta de malignidad intrínseca a lo humano, siempre habrá nuevos demonios sobre los cuales desatar la furia justiciera, siempre habrá motivos para la guerra en contra de alguien y tanto la población como las autoridades deben permanecer en una actitud vigilante, en un eterno estado de alerta y en disposición de combate. El populismo penal desemboca en una espiral descendente de autos de fe repetidos al infinito.

En la perspectiva contraria, el fenómeno delictivo es mucho más complicado porque asume que su origen no está en la existencia de personas innatamente malvadas sino en una colectividad que genera conductas antisociales y que requiere de transformaciones profundas para dejar de generarlas. No sólo se trata de combatir la pobreza y el hambre allí donde se encuentren sino también de ofrecer a todo mundo el ejercicio pleno de sus derechos para que tenga condiciones de construir vidas dignas que ameriten ser vividas. Si se entiende la seguridad en un sentido amplio —seguridad laboral, habitacional, alimentaria, educativa, de salud, de ejercicio pleno de derechos— y no sólo como el riesgo de sufrir agresiones por parte de transgresores, debe admitirse que el auge delictivo no es la causa de la inseguridad sino su consecuencia; que la guerra contra las drogas no es una respuesta al empoderamiento del narcotráfico sino su origen y que la delincuencia organizada no puede existir sin una extendida red de complicidades en diversos niveles de gobierno, en las corporaciones de seguridad pública y en el poder judicial. Desde luego, combatir y extirpar esa red, suprimir el hambre, aliviar la pobreza, garantizar el acceso a la educación, el trabajo y la salud, son tareas menos espectaculares y más difíciles que matar y encarcelar capos. Pero son también las únicas que ofrecen una posibilidad real de resolver de raíz y en forma definitiva la violencia criminal y la inseguridad.

Las concepciones conservadoras de la justicia y el orden público, reforzadas por el populismo penal que campeó en los sexenios de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, llevaron a la criminalización generalizada de los sectores más desprotegidos de la población. Y es que estas visiones son intrínsecamente clasistas: enfocan todas sus baterías en el asesino, el narco, el violador, el secuestrador, el simple asaltante y el ladrón furtivo, pero banalizan, minimizan y prácticamente exoneran a los grandes creadores de miseria, desigualdad y marginación, que son, por norma, altos funcionarios, grandes empresarios, caciques sindicales y logreros de la corrupción.

El caso paradigmático es sin duda el de Genaro García Luna, el secretario de Seguridad Pública de Felipe Calderón, acusado de mantener vínculos con el narcotráfico. Mientras ese funcionario hacía, deshacía y se enriquecía, miles de campesinos sembradores de amapola o de mariguana eran criminalizados, los policías federales torturaban y asesinaban a albañiles que habían trabajado en la construcción de mansiones de narcotraficantes, se perseguía a niños contratados como “halcones” por los grupos delictivos, a estudiantes que buscaban algo de dinero transportando algunos gramos de droga y a amas de casa y adultos mayores que completaban el gasto despachando como narcomenudistas. Hablamos, pues, de un universo vasto y complejo que durante años fue reducido en el discurso oficial al arquetipo del sicario, sin considerar que los elementos armados al servicio de los cárteles son sólo una pequeña fracción de una economía que está conformada además por médicos, contadores, arquitectos e ingenieros, músicos y personal de servicio, entre otros, que se ramifica en personal policial y judicial y que desemboca en las grandes corporaciones financieras internacionales en las que se realiza el lavado masivo de las ganancias y que son, junto con las empresas armamentistas extranjeras, las beneficiarias últimas y principales de los cientos de miles de millones de dólares que genera el narcotráfico.

Es obligado reconocer que, en el escenario de pobreza multiplicada y acentuada por políticas de concentración de la riqueza, en el contexto de la emigración forzada por las estrategias económicas neoliberales y en el entorno de pérdida o reducción de derechos laborales y sociales del pasado régimen, millones de personas no tuvieron otra salida para sobrevivir que emigrar, ingresar a la economía informal o vincularse de alguna manera a actividades ilícitas. El empeño en perseguir y sancionar el delito sin considerar su génesis no sólo resulta contraproducente sino también profundamente cruel e inhumano. Una sociedad que genera infractores y que luego se ensaña en contra de ellos se coloca en un proceso de degradación que erosiona los vínculos que la conforman, que lesiona la solidaridad entre sus integrantes y la empatía debida para con las personas en desgracia. Se retroalimenta así el círculo vicioso del desamparo, la corrupción, la violencia y la descomposición. En suma, elegir los balazos como política gubernamental frente a la delincuencia y la inseguridad que ésta genera es condenar al país a la ley de la jungla. Tiene más sentido y más futuro abrazar a los jóvenes con becas, a los campesinos, con programas de apoyo al campo, a los pobres en general con medidas de redistribución que alivien su situación, y empezar a hacer realidad el principio de que la paz es fruto de la justicia.

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