Las cosas cambian en la naturaleza: como afirma el segundo principio de la termodinámica —una de las teorías más seguras de la ciencia vigente—, la entropía en el universo tiende a aumentar, indefectiblemente. Eso es un hecho y sería tonto ver en ese descubrimiento una celebración o una condena. Las cosas también cambian en la historia: las necesidades humanas tienden a desarrollarse. Cosas que ayer no existían, hoy existen como lujos y mañana serán derechos. El horizonte de la satisfacción humana se va alejando. Hace doscientos años, la red eléctrica no existía y hoy la falta de electricidad en una ciudad es un motivo justificado de exasperación. La tecnología médica que hace un año no se había inventado hoy debe ser para todos y todas. Conforme las capacidades productivas de la humanidad van aumentando, nos volvemos cada vez más difíciles de complacer. Este continuo desarrollo no sólo es inevitable, sino que personalmente me parece bien. Una historia universal estática, sin cambo ni evolución, sería aburridísima.
En el sentido más amplio del término, todo aquel que vea con buenos ojos el cambio histórico y no añore el pasado puede considerarse progresista. Aunque la palabra es vieja, su uso se generalizó en la izquierda en un momento histórico preciso: en 1934 la Internacional Comunista llamó a sus secciones nacionales a dejar atrás la política radical de “clase contra clase” y en cambio a aliarse con la supuesta ala “buena” de la burguesía, a la que se calificaba, a falta de un mejor eufemismo, de “progresista”. La ventaja de este término era precisamente su vaguedad: salvo por los reaccionarios más abiertos, todas las fuerzas políticas pueden afirmar que desean el progreso de la sociedad e incluso que contribuyen a él, pues todo cambio puede ser considerado “progreso”. Así como el solo hecho de estar vivos nos hace partícipes del aumento de la entropía, la mera participación en el metabolismo social (producir, consumir, etcétera) nos hace partícipes del “progreso”.
En el mundo, las burguesías imperialistas estadounidense, británica y francesa, por ejemplo, se consideraban “progresistas” mientras mantuvieron su alianza bélica con la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Como una concesión a estos imperialistas “progresistas”, en 1943 la Intencional Comunista sencillamente se disolvió. En México, el partido oficial se consideraba el partido de la burguesía nacional “progresista” y, con esa coartada conceptual, tanto el Partido Comunista Mexicano como la Confederación de Trabajadores de México (CTM) de Vicente Lombardo Toledano se integraron al partido del presidente Lázaro Cárdenas y apoyaron a los candidatos oficiales (mucho menos “progresistas” que Cárdenas) en las elecciones de 1940 y 1946.
Por eso, la palabra progresista o “progre” pasó a designar a todo aquel que, más o menos vagamente, y con una conciencia global más o menos completa de lo que ello significa, contribuya al progreso de la sociedad o lo apoye. Aunque, en rigor, deberían incluir a cualquiera que apoye el progreso histórico o contribuya a él, el caso es que la existencia de otras palabras, más precisas, ha dejado las palabras “progresista” y “progre” casi sólo para quienes son progresistas vagamente y sin una consciencia global de lo que eso significa. Usada originalmente como apología por gente deshonesta, la palabra misma terminó manchada con un tizne de deshonestidad.
El mal uso que hacen, tanto críticos como apologistas, de palabras como “progreso” y su asociada “producción”, para designar la destrucción ciega de la naturaleza en nombre de la ganancia privada será el tema de una columna futura.