La pregunta es ¿qué piensa eso que lleva a votar por Javier Milei? Así, pues, ¿con qué sintaxis lo entendemos?, ¿qué piensa eso que lleva a votar en masa por Milei? Leo a psicoanalistas asegurando una psicosis. Discuten si el caso se trata de una paranoia desencadenada o una psicosis próxima a desencadenar —tal como sucedió con el caso de Daniel Paul Schreber— una vez que tome posesión. Pero entre mejores sean las respuestas en torno a la estructura de Milei, más se abre la pregunta ¿qué piensa eso que votó por él? ¿Qué psicosis ligada a un apellido por demás sugestivo, pero cuyos datos desconocemos por completo, nos podría interesar más que los millones de votos argentinos?, ¿qué estructura nos puede conmover más en este caso que la de la democracia: la sabiduría o la estupidez del pueblo? A menos que queramos ignorar la contradicción a la que estaríamos sometidos endilgando una psicología de las masas a quienes, por otra parte, presumimos como baluarte cuando piensan como nosotros, a menos que queramos sostener que hay un goce mortífero en el capitalismo y cada vez que gana el pensamiento derechista acudamos a nuestros comodines psicoanalíticos, a menos que pensemos que están todos locos, tendríamos que imaginar algún sentido, alguna explicación que permita identificarnos con el pueblo y al mismo tiempo articular la observación crítica que merece la derecha, es decir, dar espacio a una crítica, por raro que parezca, que constituya una autocrítica. Algo que nos incumba. Imaginar una explicación al mismo tiempo ajena, tan ajena como el pensamiento conservador, e íntima, tan íntima como el pueblo.
Me parece que, tal como el gobierno, el pueblo puede pasar a un acto de mano dura. Me parece que el pueblo ha actuado como un mandatario autoritario, creo que esto se debe a una contradicción fundamental de la autoridad, una división estructural de la función paterna. Es decir, también el pueblo, en el espacio que le brinda la jornada electoral para ejercer el poder, puede olvidar razones y ceder al manotazo; tal como un padre de familia desesperado frente al desastre y al vacío impuesto por los principios de la ley que cede al castigo iracundo, dominado él mismo, en comunión con el pensamiento conservador, por un agujero ante el que no acude más significante que el grito; tal como un padre angustiado ejerciendo una fuerza más que psicótica, torpe; torpe y violenta en su anhelo de que las aguas regresen a un cauce cuya deriva no controla sino en su fantasía; tal como un padre está expuesto a la disyuntiva de su propia función y, con ello, al peligro de patinar por pendientes sumamente peligrosas, el pueblo mismo, cuando es llamado a ejercer el poder en la democracia, puede optar por la ambición más peligrosa: la humillación. En este caso la humillación al peronismo.
Hasta ahí mi apunte. No encuentro otra forma de evitar la sensación de estar haciendo trampa si juzgo como borregos a los votantes siempre que gana la opción conservadora; juzgar a las masas como descerebradas o psicóticas, las masas sin terceridad simbólica, masas entregadas a un goce mortífero, o cualquier faramalla psicoanalítica, me parece una trampa de la que sólo es posible salir —y para ejercer como analistas es indispensable salir— si vemos algo en ellos de nosotros mismos.