Política exterior para el segundo piso

Columnas Plebeyas

La imagen era más que simbólica: el “muelle flotante” de Gaza, construido por unos mil militares de Estados Unidos a un costo de 320 millones de dólares, roto por el clima y errando a la deriva. Joe Biden no sólo resulta incapaz de obligar al gobierno de Benjamín Netanyahu —al que arma y financia— a levantar el bloqueo genocida a la Franja, sino que su “solución alternativa” estaba en riesgo de hundirse bajo las olas del mar Mediterráneo. Una doble humillación.

Y no es sólo Gaza. De Afganistán a Irak, de Ucrania a Siria, el declive del poderío de Estados Unidos —que cosecha los frutos de su extralimitación imperial— es palpable. Y, como bestia herida, se vuelve cada vez más errático, violento y dispuesto a correr riesgos más disparatados. Pero no con los mismos resultados. Al otro lado de la Península de Sinaí, en el mar Rojo, los hutíes de Yemen, uno de los países más pobres y devastados del mundo, atacan a los buques que van y vienen de los puertos de Israel. Y aunque Biden y Rishi Sunak los bombardean una y otra vez, son muestras más bien de impotencia, ya que los ataques rebeldes continúan. Algo está cambiando.

Ante este panorama, ¿cuál debería ser la respuesta del segundo piso de la llamada cuarta transformación en México? Por su parte, el primer piso empezó a efectuar un pivote importante en política exterior: rescató a Evo Morales, condenó el golpe de Perú, criticó con dureza el embargo contra Cuba y las sanciones a Venezuela, rompió relaciones con Ecuador después del infame ataque a su embajada, se negó a asistir a la Cumbre de Américas si todos los países de la región no eran invitados, reivindicó a la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) como alternativa a la Organización de los Estados Americanos (OEA), demandó a fabricantes de armas en Estados Unidos, extendió los programas sociales a Centroamérica, frenó las actividades de las agencias de inteligencia extranjeras en suelo nacional y pintó su raya, por lo menos retóricamente, ante los excesos de la Agencia para el Control de Drogas (DEA, por sus siglas en inglés) en su territorio.

Pero en otras áreas su desempeño fue menos contundente. Propuso una unión de América Latina… para luego cambiar de idea y sugerir la inclusión de Estados Unidos. Jugó una mano difícil en términos de migración, con secuelas no del todo favorables. Cedió a presiones de Biden para mantener al margen a las empresas de vehículos eléctricos chinos, a pesar del hecho de que las marcas del líder asiático —mejores y más baratas que cualquier cosa en producción actualmente en América del Norte– serían de gran utilidad para la transición energética mexicana. Ha adoptado con demasiada facilidad el discurso punitivo antidrogas, aunque ha argumentado, con éxito, que el gran problema de transportación y consumo proviene del norte. E incluso en casos en que ha hecho lo correcto, lo ha hecho a veces con una notable renuencia. Cuando reconoció al Estado de Palestina en junio del 2023, por ejemplo, la Secretaría de Relaciones Exteriores fue tan circunspecta al respecto que quedó la duda entre muchos de si realmente había pasado o no. De igual forma, cuando México se unió a la demanda de Sudáfrica contra Israel por genocidio, el anuncio provino días después de la Corte Internacional de Justicia y no de la misma dependencia diplomática.

Hasta cierto punto, estas contradicciones son normales en un país que está volviendo a encontrar su asidero en política exterior, después de décadas de sumisión al Tío Sam. Pero muestra, creo, una ambigüedad más enraizada acerca del papel que debería asumir en el mundo. En zonas que México considera dentro de su esfera de influencia, se ha mostrado dispuesto a actuar; en zonas que no, ha tendido a escudarse en una interpretación pasiva de la Doctrina Estrada. Pero como la décimo segunda economía del mundo, en un escenario cada vez más multipolar, y ante la agonía del norte y el resurgimiento del sur, México tiene que aceptar que sí tiene una voz importante en el panorama planetario.

Y evadir esa responsabilidad con una versión de que “la mejor política exterior es la interior” no va a ser suficiente en el sexenio por llegar. Los retos más inmediatos para México serán dos: cómo usar esa voz en el espíritu de los principios de no intervención, resolución pacífica de las controversias y respeto por la autodeterminación de los pueblos; y cómo adaptarse a la multipolaridad sin dejar de tratar con Estados Unidos, sí, pero sin dejar tampoco que lo intimide para que no ejerza sus derechos económicos, políticos y diplomáticos con quienes quiera. No sólo porque está en los intereses de México, sino, con ese muelle a la deriva en el Mediterráneo como fuerte recordatorio, por otra razón muy práctica: la de no dejarse arrastrar por un hundimiento ajeno.

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