En 2022, el exdirector en México de la Administración para el Control de Drogas (DEA, por sus siglas en inglés) de Estados Unidos, Nicholas Palmieri, renunció a la agencia. Su salida marcó el fin de un accidentado periodo en el que el directivo, entre otras cosas, desatendió los protocolos de COVID-19 —con el resultado de que varios agentes tuvieron que ser aerotransportados para recibir atención médica de urgencia—, aprobó gastos inapropiados e incluso pidió ser reembolsado por su fiesta de cumpleaños en la “megamansión” que rentaba en el Estado de México.
Pero el asunto que mandó a Palmieri al congelador fue su viaje a Miami. En febrero de 2021 pasó dos días en la casa de un “conocido abogado” defensor, identificado por la Associated Press (AP) como David Macey, que ha representado a prominentes narcotraficantes, como el colombiano Diego Marín. Es más, la esposa de Palmieri, quien lo acompañó en el viaje, trabajó de traductora para otro de los conocidos abogados, Rubén Oliva.
En mayo de 2021, el agente fue transferido a la sede de la DEA en Washington; en marzo del siguiente año, la agencia permitió que dimitiera en lugar de ser despedido. (Por su parte, la Oficina del Inspector General, perteneciente a la fiscalía, se negó a abrir un expediente criminal). Luego la agencia ocultó la noticia, que no vio la luz hasta enero de este 2023. En Estados Unidos, por lo menos: en México, tan significante noticia pasó casi desapercibida.
El caso del “jefe vaquero” Palmieri está lejos de ser aislado. En mayo del año pasado levantaron cargos contra el exagente John Costanzo junior por vender información confidencial a abogados defensores en –¡sorpresa!– Miami a cambio de unos 70 mil dólares. La información habría sido vendida a un intermediario, Manny Recio, otro exelemento de la agencia convertido en investigador privado. Con el dinero, Costanzo compró un condominio, boletos de avión e hizo reparaciones a su Porsche.
Luego está el caso de Chad Scott, el “diablo blanco”, sentenciado a 13 años de cárcel por perjurio, falsificación de documentos y robo a la gente que arrestaba; según fiscales, “rompió todas las reglas” de la agencia para aplicar “su propia aproximación de la justicia”. O bien, el caso de Nathan Koen, sentenciado a 11 años por aceptar miles en sobornos del narcotraficante californiano Francisco González Benítez.
Pero la cereza del pastel es José Irizarry, quien empezó su carrera en la DEA también en Miami, antes de ser transferido a Cartagena. Desde su puesto en Colombia, Irizarry armó una extensa operación de lavado de dinero que involucraba, dice, fiscales, informantes, miembros de cárteles y docenas de agentes más. Juntos, el “Equipo América” programaba sus entregas para coincidir con partidos de futbol del Real Madrid o de tenis de Rafael Nadal. La fiesta era internacional e ilimitada, con yates, prostitutas, coches de lujo y anillos de diamantes. ¿Y quién fue su gran maestro, según él mismo? Nada menos que Diego Marín, defendido por los conocidos abogados que frecuentó Palmieri. El círculo se cierra.
Y el remate de este gran chiste contra los pueblos de Estados Unidos y América Latina lo pronunció Irizarry mismo: la guerra contra las drogas, afirma, es “inganable… la DEA lo sabe y los agentes lo saben”. Más que nada, afirma el exagente sentenciado a 12 años, la tal guerra se trata de “un juego muy divertido que jugábamos”. En efecto.
Si usted, querido lector, no estaba al tanto de todo esto, no se sienta mal. En los medios estadounidenses la cobertura ha sido somera… y en los mexicanos, casi inexistente. En vista de la influencia que la agencia tiene sobre el público y la política de este país, el silencio ante su sarta de escándalos no es sólo notorio, sino ensordecedor. Abona a la percepción conveniente de que la corrupción está toda de este lado, y no del otro. Y evita unos muy puntuales cuestionamientos. Cierro con tres. Primero: ¿para qué México debería seguir colaborando con una agencia tan flagrantemente comprometida? Segundo: si los mismos actores saben que la guerra contra las drogas no se puede ganar, ¿cuánto tiempo más vamos a tener que aguantar esta farsa? Y finalmente: ¿cuánta gente más tendrá que morir?