La memoria se define como el acto de recordar, de fijar en el presente un hecho del pasado que no queremos olvidar. Recordamos para no desconectarnos de aquello que pasó y que, por la fuerza que tuvo en nuestra vida, atraviesa y constituye nuestra identidad. Los pueblos recuerdan en clave colectiva: la memoria social es más que la suma de sus partes pues conforma los recuerdos y sentidos sobre el pasado que impactan en una comunidad. Recordar es una acción política, porque implica traer al presente una herida del pasado para transformar el futuro.
En México la memoria es múltiple y habita un campo en permanente conflicto. En 2014, la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa alumbró otras memorias sobre la desaparición forzada que perviven día a día. Los desaparecidos de la “guerra sucia” de los ´60 y ´70, las historias de violencia rural y contra las comunidades indígenas son algunas de las narrativas que luchan desde hace años por ser escuchadas y reparadas. Así, memorias subterráneas o silenciadas, pueden resurgir o ser evocadas a partir de su relación con el presente.
En efecto, el presente parece estar cambiando, pues el Estado comienza a posicionarse como un gran interlocutor frente a estas memorias. La creación de distintas comisiones para conocer la verdad e impulsar el acceso a la Justicia en los casos de Ayotzinapa y la Guerra Sucia, como el señalamiento del sitio de memoria de Tlaxcoaque y el reciente proyecto de ley de Memoria para México proponen y fortalecen una agenda pública de discusión.
Establecer una política pública de memoria para México conlleva riesgos y desafíos. El riesgo principal, advertido por las organizaciones sociales, es el de repetir viejas prácticas de “simulación” que han dañado gravemente a las personas y a la confianza en las instituciones. Entre los desafíos, está el transformar al Estado en una herramienta para la elaboración del pasado y convertir a estas iniciativas en espacios de reconocimiento y dignificación de las víctimas.
La inclusión de esas memorias plurales en el relato nacional no es una tarea sencilla. La memoria social no es un rompecabezas, en donde cada pieza calza armónicamente en un todo predefinido. La tarea para el Estado será titánica pues deberá correr el oscuro velo de su propio pasado frente a toda la sociedad, escuchar a las víctimas del pasado y del presente y reconocerlas como voces legítimas. Una política para la memoria podría, entonces, marcar un antes y un después en esa dirección.