La llamada revolución de las conciencias es un fenómeno incuestionable: los juicios cambian, las opiniones se mueven, las realidades se dibujan y se vuelven a dibujar de formas distintas. En el devenir político aparecen percepciones nuevas; las cosas van cambiando mientras se avanza, como una montaña en el camino que, al aproximarse, va revelando nuevas formas.
Esta revolución de las conciencias vive un momento cumbre en la izquierda mexicana, lo vemos en las encuestas de aprobación presidencial y en las de intención de voto por el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena). Estas encuestas indican que hay una gran aceptación y podemos suponer que, junto a ella, existe un pensamiento progresista que se ha incorporado, en mayor o menor medida, en la sociedad.
Sin embargo, hay un área intocada de este pensamiento, un campo absolutamente tomado por el neoliberalismo: la psicología. Hay frases de Andrés Manuel López Obrador que han permeado en la población y son parte de esta revolución de las conciencias, pero ¿cómo explicarle a los psicólogos, por ejemplo, que echarle más agua a los frijoles está bien? A López Obrador le parece una virtud que nuestras familias sean tan unidas; “donde come uno comen dos”; eso nos ha salvado —dice— de las peores calamidades, y como contraejemplo cuenta que unos padres de Estados Unidos acusaron a su hijo de 30 años porque no se quería ir de su casa, y el juez les dio la razón.
Así de absurdas las costumbres gringas. Pero ¿qué psicólogo no recomendaría lo mismo? Para los psicólogos gringos, mexicanos y de cualquier país ese es el objetivo de la vida: ser independientes, repartir los frijoles de tal manera que no se confundan unos con otros. Lo tuyo es tuyo y lo mío es mío; ese es su ideal. El pináculo de esta sabiduría espuria es la siguiente: tus palabras son tus palabras; tú te haces responsable de tus palabras y yo me hago responsable de las mías. Esto es el cenit del individualismo, pero no en su vertiente egoísta, sino en su vertiente utópica. Se trata de una utopía tan grosera como la meritocrática. Pierde de vista las condiciones más básicas de lo verificable, a saber, que las palabras no son de nadie y el decir depende del Otro. Sin embargo, con esa lógica los psicólogos resuelven todo. Se asientan sobre un bastión individualista de nuestra cultura para tratar pacientes, ante el que parece no haber opción. Hasta las mentes más brillantes del progresismo peligran ante este paradigma espurio: simpatizantes izquierdistas consecuentes, que, sin embargo, no saben que existe otra opción para tratar los problemas psíquicos. Se trata de intelectuales con suficiente visibilidad pública para verlos y sorprendernos de sus caídas. Son oídos ante los que nunca han llegado conceptos como el de inmixión de otredad: esa mezcla que no se desmezcla, esa mezcla ante la que no es posible una separación. De hecho, es en esa mezcla en donde se encuentra el caso clínico en psicoanálisis; no en las unidades sino en el conjunto dentro de una estructura covariante. Pero insisto, ahí no ha llegado la revolución de las conciencias, el sufrimiento psíquico se sigue tratando —con expertos o con métodos de autoayuda— sobre el absurdo ideal de ser uno mismo, de pensar por sí mismo y de cumplir el deseo individual. Y nos equivocamos. “Nos equivocamos al decir: Yo pienso; deberíamos decir: Alguien me piensa. Perdón por el juego de palabras. Yo es otro. Tanto peor para la madera que se descubre violín, ¡y al carajo los inconscientes que pedantean acerca de lo que ignoran por completo!”1
Nota
1. Arthur Rimbaud, Carta a Georges Izambard, 13 de mayo de 1871.